OCHENTA

Mi primera visión de la gran ciudad fue desde lo alto de una colina y desde la distancia. Brillaba sobre el lago como una fina joya sobre el pecho de una mujer.

¡México! —me dije, como lo habían hecho los conquistadores antes que yo—. ¿Era real?

Juana me habló desde su litera transportada por dos mulas:

—Bernal Díaz del Castillo, el hombre que escribió una historia de la conquista, describió lo que pensaron los conquistadores la primera vez que vieron Tenochtitlán. Habló de cosas encantadas… «grandes torres, templos y edificios que se elevan desde el agua». Cristo, nosotros también debemos preguntarnos si todo esto que vemos ahora, la Ciudad de México que se eleva desde las ruinas de Tenochtitlán, no es un sueño.

Las torres y los templos de abajo no eran aztecas, pero de todos modos eran maravillas del mundo, o al menos de la pequeña parte del mundo en la que se habían posado mis ojos. Mateo aseguraba que había amado y luchado en la mitad de las grandes ciudades de Europa, y que la ciudad que llamamos México era tan alta y tan orgullosa como cualquiera de ellas. Iglesias y palacios, casas tan grandes que la de la hacienda habría cabido en su patio, amplios bulevares, canales, campos verdes y lagos… Calzadas elevadas unían las márgenes con la ciudad, y una de ellas se fusionaba con una calle imponente. ¡Pero no! No era una calle como las de Veracruz o Jalapa, sino una inmensa avenida suficientemente larga y ancha como para instalar a esas dos ciudades sobre ella. Seis carruajes podían circular por ella uno junto al otro. Hasta la más angosta de las calles podía permitir el paso de tres carruajes a la vez.

En el corazón de la ciudad vi una plaza grande que sabía se llamaba el Zócalo, la plaza principal. Era la más grande e importante de la ciudad y se distinguía por hermosos edificios como el palacio del virrey y la catedral, que todavía estaba en construcción.

¡Y los canales! Como si un pintor los hubiera dibujado con la mano guiada por Dios. El lago y los canales estaban repletos de canoas y barcazas, como una flota de chinches de agua, al tiempo que las amplias calzadas elevadas eran transitadas por carruajes, literas, jinetes y peatones.

Joaquín, el ayuda de cámara indio de don Julio, que lo servía tanto en la hacienda como en la casa de la ciudad, nos acompañaba. Señaló la plaza principal y explicó:

—El mercado más importante está en la plaza. Allí hay muchas tiendas, además de la iglesia y de la vivienda del virrey. Las mansiones de los nobles y de los comerciantes ricos se encuentran en las calles colindantes.

Y me indicó una zona grande y verde, no muy lejos de la plaza.

—La Alameda. Por las tardes, las señoras llevan sus mejores vestidos de seda para pasear en sus carruajes y los hombres desfilan con garbo sobre sus mejores caballos hacia un lado y otro de la alameda. En ese lugar frecuentemente los hombres desenvainan la espada y —se me acercó más para susurrarme al oído— ¡las mujeres se levantan las faldas!

Si Mateo no estaba en la casa de don Julio cuando llegáramos, ya sabía dónde podía encontrarlo.

Nos unimos a la gente en la calle principal que desembocaba en una de las calzadas elevadas que se extendía, por encima del lago, hacia la ciudad. El tráfico de personas a pie, a caballo, en mulas, en carruajes y en literas aumentó a medida que nos acercábamos más a la calzada elevada. Muchas de las personas que encontramos en el camino eran indios que transportaban fruta, verdura y artículos hechos a mano. A medida que los indios se aproximaban a la calzada elevada, docenas de africanos y mulatos los desviaban a una zona situada junto al camino, donde la carga era apilada y examinada en el suelo. Un indio que llevaba una gran bolsa con maíz a la espalda trató de pasar por detrás de los hombres y fue empujado hacia un lado, junto a los demás.

Le pregunté a José qué era lo que sucedía.

—La Recontonería.

Esa palabra no significaba nada para mí.

—Los africanos les compran a los indios frutas y verduras y después las venden en la ciudad a un precio dos o tres veces mayor.

—¿Y por qué los indios no llevan los productos directamente a la ciudad?

—El que desafía la Recontonería es encontrado después flotando en un canal. Todos, los panaderos y los cantineros, todos les compran a ellos. Algunos indios intentan entrar sus productos en la ciudad en canoas, pero son pocos los que logran burlar las embarcaciones de la Recontonería.

Aquellos bandidos les robaban a los indios, haciendo uso de su fuerza bruta. Eso me indignó.

—¿Por qué el virrey no pone punto final a esto? No sólo estafa a los indios, sino que sube el precio de la comida para todos. Me quejaré de esto personalmente al virrey.

—Todo el mundo lo sabe, pero nadie puede impedirlo, ni siquiera él.

—¿Por qué no? Unos pocos soldados con mosquetes…

Joaquín me observó con divertida paciencia. De pronto comprendí lo estúpido que debía de haber parecido.

—Como es obvio, esto no se impide porque resulte lucrativo sólo para los africanos, sino también para personas tan encumbradas que hasta el virrey tolera esta práctica.

La sangre española que fluía por mis venas me dijo que las personas que compartían esa sangre no permitirían que los africanos y gente por el estilo —esclavos, ex esclavos y mulatos— sacaran provecho de ello. Sin duda muchos de los africanos involucrados en esta práctica no eran hombres libres, sino esclavos que abandonaban la casa de sus amos por la mañana para avanzar a pie hasta el final de la calzada elevada con las manos vacías y regresaban por la noche con los bolsillos llenos de dinero después de comprar verduras a bajo coste y venderlas a un precio mucho mayor. Desde luego, la ganancia sería para sus amos.

Los indios odiaban y temían a los africanos por la forma en que los españoles usaban a los negros para intimidarlos.

—Es muy triste que los indios y los africanos, ambos maltratados por los españoles, no puedan encontrar un terreno común que alivie su sufrimiento mutuo —dije.

Joaquín se encogió de hombros.

—A nosotros nos da igual saber quién nos quita nuestra tierra, nuestras mujeres y nuestro dinero, del mismo modo que no nos importa cuál es el zorro que roba las gallinas. De todos modos, esas cosas están perdidas, ¿no le parece, señor?