TREINTA Y CUATRO

Cuando tuve la certeza de que Ramón y sus hombres ya no me perseguían, me dirigí a la habitación de Beatriz. Apenas había espacio para un jergón y un crucifijo de pared. La pared tenía grietas y tablones rotos que dejaban pasar el viento, la lluvia y los mosquitos. El esclavo liberado, que era el dueño del edificio, les cobraba alquileres exorbitantes, les arrebataba uno de cada tres reales a las putas y a los buhoneros de caña de azúcar que estaban alojados en su casa y no se molestaba en realizar ninguna reforma en su propiedad.

Subí por la escalera que había junto al edificio y que conducía a la habitación de Beatriz y me detuve frente a su puerta. Ninguno de nosotros tenía nada de valor, así que nadie cerraba con llave, al menos ninguno que fuera pobre. De hecho, si alguien hubiera tenido un candado, eso habría sido lo único que habría valido la pena robar.

Toda la estructura se sacudía bajo la tormenta. Sin embargo, el edificio había soportado el viento del norte anteriormente. Sea como fuere, sus perspectivas de supervivencia eran mejores que las mías. Y mil veces mejores que las del fraile… el único padre que yo había conocido.

Entré en aquella habitación oscura como boca de lobo, me senté en un rincón y lloré en silencio. Una y otra vez vi mentalmente cómo la daga se hundía y giraba en el cuerpo del fraile. Esa visión se negaba a abandonarme.

Cogí el crucifijo que me colgaba del cuello, la única posesión que yo valoraba y que fray Antonio aseguraba que había pertenecido a mi madre. Observé a Cristo en su cruz y juré que algún día la venganza sería mía, no del Señor.

Mientras escribo estas palabras con la leche de una prostituta presa en una mazmorra, de nuevo me parece ver la daga que se hunde en las entrañas del fraile, la expresión de sorpresa en su cara ensangrentada y la muñeca de Ramón que retuerce el arma.

Esa escena estaba grabada a fuego en mi cerebro… para siempre.

Beatriz no regresó de la feria hasta el amanecer del día siguiente. Se alarmó al verme en su cuarto.

—Todo el mundo lo sabe —dijo—. Se comenta en las calles. Tú mataste a fray Antonio. Y, antes de eso, mataste a un hombre en la feria.

—Yo no he matado a nadie.

—¿Tienes pruebas? ¿Testigos?

—Soy un lépero. En ambos casos, los asesinos eran gachupines. Aunque yo tuviera el respaldo de la Santísima Virgen, no serviría de nada.

¿De qué servía la palabra de un mestizo? Hasta la comprensiva Beatriz dudó de mí. Lo vi en sus ojos. Desde que nació le habían dicho que los españoles no podían hacer nada malo y que los mestizos eran traicioneros por naturaleza. Si un español había dicho que yo era culpable, tenía que ser cierto. Y ella le tenía mucho afecto al fraile.

—Ellos dicen que asesinaste a fray Antonio cuando él te pescó robando el dinero de las donaciones de caridad. Han puesto precio a tu cabeza.

Traté de explicarle lo que había sucedido, pero mi relato sonó tan descabellado que hasta a mí me costaba creerlo. Por su mirada me di cuenta de que tampoco ella me daba crédito. Y, si ella no me creía, nadie iba a hacerlo.

Sacó una bolsa de maíz a la calle para preparar tortillas. El hecho de que yo estuviera acusado de matar al hombre más maravilloso que había conocido me hirió en lo más profundo de mi ser. No deseaba salir de aquel cuarto ni ver a nadie.

Comencé a pasearme por la habitación y después, por una rendija de la ventana, vi cómo Beatriz, allá abajo, preparaba las tortillas. Poco después, su casero se detuvo un momento a hablar con ella. Me alejé de la ventana por miedo a ser visto, y resultó muy oportuno que lo hiciera. Él miró hacia donde yo estaba escondido, en su cara apareció una expresión socarrona y a continuación se alejó a toda prisa por la calle.

Como es natural, la reacción de Beatriz frente a mi historia me había preocupado. Yo no la culpaba… ¿qué habría hecho yo si ella me hubiera dicho que la buscaban por dos asesinatos? Pero esto era peor. El cerdo gordo y holgazán del casero nunca se apresuraba en ir a ninguna parte, y ahora corría como si tuviera fuego en los pantalones.

Beatriz se volvió y miró hacia la ventana. Yo me asomé, y vi que en su rostro había una mezcla de culpa y confusión, miedo y rabia; una confirmación de mis peores temores. Ella me había delatado.

Asomé un poco la cabeza por la ventana. Un poco más lejos, en la calle, vi al casero hablando con tres hombres a caballo. Las cosas no podían ir peor: el jefe de aquellos hombres era Ramón.