CIENTO TREINTA Y DOS
Cinco meses después, recuperado de mis heridas —y del aceite caliente en la cara—, abandonamos la Ciudad de México para embarcarnos en la flota del tesoro en Veracruz.
Don Diego me había recibido en la familia sin siquiera mirarme a los ojos. Mateo había inventado hazañas heroicas de mi parte en los amotinamientos, apenas menores que su defensa, sin ayuda, del palacio. Con mi antiguo linaje, que de alguna manera estaba vinculado con el trono de España, y mi reciente acto de heroísmo —sumado a una contribución sustanciosa a la cartera del rey para la guerra—, la Corte Real de Madrid me ordenó ocupar un cargo en el Consejo de Indias durante tres años. Sumando el tiempo del viaje entre Europa y la colonia y las visitas a mis parientes de la Península, transcurrirían por lo menos cinco años antes de nuestro regreso. A esas alturas, todo se habría desdibujado, salvo la leyenda de Cristo el Bastardo.
Mateo viajó en el mismo barco. Después de recoger nuestro botín secreto de la cueva, él se jactaba de que construiría un anfiteatro en Madrid y lo llenaría de agua. Después pondría en escena para el rey la gran batalla naval de Tenochtitlán. ¿Me preocupaba a mí qué consecuencias tendría eso? Sí.
Amigos, ¿pensáis que todo esto es tan sólo un cuento de hadas? ¿Qué aquel pobre muchacho de la calle no podía convertirse en un noble y casarse con una mujer hermosa? Pero ¿Acaso Amadís de Gaula no fue un paria de pequeño? ¿Y no se ganó una princesa y un reino?
¿Esperabais menos de Cristo el Bandido?
¿Acaso habéis olvidado que un gran dramaturgo movía todos los hilos para asegurar un final feliz? Os dije que se trataba de una historia prodigiosa, tan colorida y excitante como cualquiera de las novelas de caballerías que volvieron loco al pobre don Quijote.
Y, en realidad, no lo he contado todo. No podía hacerlo, desde luego. Veréis, al igual que Jaime el lépero, yo soy también producto de mi juventud en las calles por lo que no he podido evitar mentir. Amigos, perdonadme, pero confieso que a veces, en mi narrativa secreta, incluso os he mentido a vosotros.
Ahora os dejo…
Un momento —diréis vosotros—. Has omitido parte de la historia. Como es lógico, querréis saber por qué los guardias no creyeron a Luis cuando él les dijo que no era Cristo el Bandido.
Pues, veréis, él nunca les dijo que era realmente Luis. Trató de hacerlo, pero las palabras no salieron de su boca. Mateo me contó el motivo antes de que Elena y yo subiéramos a bordo del galeón que iba hacia Sevilla. Cuando mi amigo se inclinó sobre Luis en el suelo del palacio del virrey, le cortó la lengua.
Bueno, ha llegado el momento de concederle un descanso a mi pluma. Como encumbrado noble de España y Nueva España, soy ahora un hombre de la espada y no de la pluma.
¡Id con Dios, amigos!