VEINTICINCO

Entonces conocí al Sanador.

La primera vez que lo vi, él estaba de pie en las ruinas de un antiguo monumento azteca, uno de los muchos que hay diseminados por la zona. La losa de piedra lo elevaba varios centímetros por encima de los mirones allí reunidos y le permitía realizar su magia y trabajar en medio del gentío.

No era viejo; él estaba más allá de esos conceptos mundanos. Era antiguo de días, un ser de eones y milenios, no de semanas o años.

Ignoro por completo en qué momento o lugar o qué personas lo engendraron, pero para mí, él era todo azteca o, más exactamente, mexica, pues la palabra azteca era más española que india. Era imposible adivinarlo por su manera de hablar; como un loro de la jungla, él contestaba en su mismo idioma a los que le hacían preguntas. Muy pronto sospeché que conocía el lenguaje de los pájaros y las serpientes, de las rocas y los árboles, de las montañas y las estrellas.

En cambio, el adivino que había visto antes, el que sacudía los huesos, era un charlatán. El Sanador abjuraba de los conjuros. En las arrugas de aquel hombre viejo y en las sombras veladas de sus ojos estaban escritos los secretos de la tumba.

Para mí, era un dios, no griego o romano Heno de maquinaciones y de intrigas, sino una deidad más oscura, bondadosa con su sabiduría pero asesina con su escarnio.

Su manto —que desde los hombros le llegaba a los tobillos— estaba hecho con plumas exóticas con todos los colores de un fulgurante arco iris. Su cinturón de piel de serpiente estaba festoneado de turquesa. Los cordones de soga de sus sandalias de cuero trepaban por las pantorrillas y hasta las rodillas. Su aspecto era el que imaginaba que había tenido Moctezuma, sólo que más envejecido, sabio, cansado y venerable.

Estaba «tratando» a una mujer que padecía dolores de cabeza. Un escuálido perro amarillo, que más parecía un coyote que un can, estaba despatarrado allí cerca sobre una manta roja deshilachada. Su cabeza descansaba sobre sus patas cruzadas y sus ojos escépticos controlaban cada movimiento, grande o pequeño, como si estuviera vigilando al enemigo. Muy pronto aprendería mucho más acerca de aquel extraño animal y su aún más extraño compañero.

La mujer le dijo al Sanador que los espíritus malignos habían penetrado en su cerebro y gritaban reclamando su alma. En otras épocas, los sacerdotes indios la habrían tratado con hierbas de curación, e incluso fray Antonio reconocía el poder de algunos de esos remedios sagrados. El jardín botánico del emperador Moctezuma —me dijo— tenía más de dos mil clases diferentes de hierbas medicinales. Gran parte de este conocimiento se perdió, porque los sacerdotes que continuaron la conquista incineraron la biblioteca de pergaminos con escritura ideográfica coleccionados por los médicos aztecas.

«Tenían miedo de lo que no entendían, y entonces quemaron lo que temían», se lamentó el fraile en una oportunidad.

Desde luego, si fallaban los remedios herbáceos, los antiguos sacerdotes le habrían perforado el cráneo y ordenado al demonio que abandonara su cerebro.

El Sanador, por supuesto, era un tititl, un médico nativo experimentado en el uso de hierbas y cantos; pero, a diferencia de los herbolarios españoles llamados curanderos, un tititl usaba hierbas, pociones, cantos y ceremonias mágicas para curar. Pero ésa era la parte más pequeña del arte médico del Sanador. Él tenía sus propios métodos. En este momento, susurraba conjuros secretos junto a los oídos de la mujer, cuyo objetivo era liberarla de los espíritus malignos que habitaban en ella.

Aunque sé muy bien que el curso de una enfermedad, del mismo modo que una vida, no está determinado por una tirada de dados, a veces estamos en manos de los demonios. Yo nunca le confesé esto al fraile, pero he visto hablar con el diablo a determinadas personas; y es un artículo de fe para los indios que los espíritus malignos pueden penetrar en el cerebro a través de los oídos, la nariz, los ojos y la boca.

Mientras observaba a ese anciano sanador pronunciar sus conjuros sagrados, los labios del hombre rozaron las orejas de la mujer. De pronto, los ojos parecieron salírsele de las órbitas, se llevó una mano a la boca y dio un salto hacia atrás. Una víbora que se retorcía, y que él había chupado de la oreja de la mujer, se aplastó contra sus dientes. La mujer gritó y comenzó a convulsionarse en los brazos del Sanador.

—¡Ahhhh! —brotó un alarido de la multitud.

Por supuesto, pensé que había sido sólo un truco de prestidigitación. El Sanador llevaba una víbora en la manga y después se la había ocultado en la boca. ¿Cómo iba a pensar otra cosa? Por formación y elección, yo amaba la verdad. Había estudiado a Sócrates, a su discípulo Platón y, en el fondo de mi corazón, detestaba la mendacidad que me rodeaba casi todo el tiempo. Veneraba el altar de la verdad. Una parte de mí quería lanzar un rugido de escepticismo y gritar que aquello era un fraude. Él era un indio puro, sin poder ni protección. Sin embargo, permanecí callado. Por qué, no lo sé.

Entonces, como si me leyera el pensamiento, su mirada se clavó en mí por entre todas las caras de la muchedumbre.

—Ven aquí, muchacho.

Todos me miraron… incluso el perro amarillo.

Casi sin darme cuenta, de pronto me encontré de pie sobre la losa, junto a él.

—Tú no crees que he sacado la víbora de la cabeza de la mujer, ¿no es así?

No pude decir nada. Dada la plétora de enemigos que yo acumulaba con rapidez, no necesitaba tener más. Sin duda, el disimulo era la mejor parte del valor. Pero, de alguna forma, no pude mentir.

—Tenía la víbora escondida en la boca o en la mano —dije con voz serena—. Ha sido un truco.

La autoridad del Sanador sobre la multitud se resintió y se empezaron a oír silbidos.

Pero él no se enojó.

—Veo sangre india en tus venas —dijo y sacudió la cabeza con pesar—, pero tú concedes privilegio a tu ascendencia española.

—Yo privilegio el conocimiento por encima de la ignorancia —repliqué.

—La cuestión es, ¿cuánto conocimiento puede tolerar un muchachito? —preguntó el anciano con una sonrisa.

Entonando en voz baja cánticos en náhuatl, me pasó las manos sobre los ojos. Me tambaleé, mi cara enrojeció como si tuviera fiebre y mis ojos se rasgaron. De pronto, el aliento me abandonó como una exhalación y todo mi escepticismo se desvaneció.

Lo que más me impresionó fueron sus ojos; negros abismos insondables, llenos de mundanal cansancio y de tácita comprensión, me aferraron como una prensa. Indefenso frente a aquella mirada, sus ojos extrajeron todo de mí, supieron todo acerca de mí, mi gente, mi pasado, mi sangre… antes de los conquistadores, antes de los aztecas, antes de los mayas, desde tiempos inmemoriales, un tiempo impensable.

Acercó su mano a mi entrepierna —como si estuviera a punto de agarrarme la garrancha— y extrajo de mis pantalones una larga víbora negra que se retorcía, siseaba y escupía. La multitud estalló en carcajadas.