CATORCE

A última hora de la tarde, fray Antonio todavía no había regresado a casa, lo cual no era sorprendente. Al fraile le encantaban los festivales, y éste no tenía precedentes. La llegada de la flota del tesoro y de un gran hombre era causa de júbilo, y en todas partes reinaba una atmósfera de fiesta. Además, la iglesia, que se encontraba frente a la plaza principal, estaba llena de feligreses, y el arzobispo en persona conducía el servicio religioso. Así pues, la plaza rebosaba de fieles y de espectadores que deseaban darle la bienvenida al arzobispo. Es cierto, Veracruz había conocido muchas fiestas religiosas, pero todos coincidían en que ésta era única.

Yo sabía que debería haber bajado al escondrijo y haber cerrado la trampilla, pero no podía quitarme de la cabeza el recuerdo de aquella vieja amenazadora. Necesitaba que el fraile me explicara mi inquietante situación.

Me puse un sombrero de paja y una manta india anudada sobre el hombro derecho y debajo del brazo izquierdo. Tanto como la blusa huipil y la falda usadas por las indias y las mujeres mestizas, la plaza estaría repleta de cientos de figuras masculinas ataviadas con camisa y pantalón de algodón rústico y mantas tejidas de maguey. Esa abundancia ofrecería más protección que cualquier disfraz que pudiera inventar.

¡Qué celebración! En el momento en que yo llegaba a la plaza principal, los presentes rugían. Oí su música, sus cantos y sus risas desde una manzana antes. El pueblo de Nueva España vivía una existencia de privaciones y de incertidumbre, por lo que cuando había una fiesta en la que podía cantar, bailar y beber, lo hacía con verdadera pasión. No importaba si las celebraciones eran religiosas o seculares. Los proveedores de pulque y ron de Jamaica se alineaban en las veredas alrededor de la plaza. Todos participaban. Los que eran demasiado pobres para alimentar a sus hijos con maíz tostado bebían como si fueran herederos de la fortuna de la flota.

El ron del Caribe, apodado «matadiablo», era algo nuevo en Veracruz. Reducido mediante decocción de la caña de azúcar, este licor diabólico robaba las almas de todos los que no calzaban grandes espuelas y, por tanto, no podían darse el lujo de pagar el coñac español. Bueno, no todos. Yo lo probé una vez y juré que podía hacer un agujero en el lomo de un cocodrilo.

Las hogueras para cocinar ardían en todas partes, vanagloriándose de tortillas asadas, fríjoles hirvientes y picantes chiles rojos. Los vendedores ambulantes ofrecían bananas, papayas, caña de azúcar y brochetas de mangos pelados. Los cantores y los guitarristas trabajaban en la plaza, dedicaban serenatas a los enamorados y pedían limosna.

Los sacerdotes y las monjas también poblaban la plaza y, al espiar por entre el gentío, traté de localizar a fray Antonio, pero no lo vi por ninguna parte. Sin duda, no estaría en la recepción del arzobispo; ni los sacerdotes suspendidos por la Iglesia ni los clérigos mendicantes eran bien recibidos allí, y el fraile era ambas cosas.

Me subí a la pared de piedra baja de una fuente de la plaza para tener una visión mejor y observé por encima de un mar de cabezas. Muchas eran las coronillas afeitadas de frailes, y todas parecían iguales.

Un grupo de juglares, actores callejeros que cantaban y bailaban, daban volteretas y hacían trucos de magia, ofrecían su arte. Su repertorio era groseramente subido de tono y yo no podía quitarles los ojos de encima.

Mi actuación de las contorsiones palidecía en comparación con la de ellos. Un juglar desenvainó una espada del largo de un brazo y anunció que se la tragaría. Inclinó la cabeza hacia atrás, levantó el filo por encima de su cabeza y se lo fue deslizando centímetro a centímetro dentro de su gaznate… hasta haber tragado las tres cuartas partes de su espada.

Mientras lo observaba boquiabierto y maravillado, de pronto comprendí que estaba peligrosamente expuesto. Bajé de un salto de la fuente y me perdí entre la multitud; la cabeza gacha pero la vista atenta en busca del fraile.

Pero mi búsqueda no tuvo éxito. Las únicas personas que reconocí fueron, increíblemente, el enano y sus cuatro amigos, dos mujeres y dos hombres. Él estaba de pie sobre un barril, y los demás, reunidos alrededor de él. El bribón que me había dado dos reales para que entregara su nota de amor también estaba allí.

—Mañana, amigos —rugió el enano con sorprendente fuerza—, el grupo de actores Las Nómadas representará para su deleite una de las extravaganzas más nobles que adornaron los escenarios de Sevilla, Madrid y Cádiz.

Los actores reunidos alrededor del barril lanzaron vivas y patearon el suelo, aplaudieron y gritaron, como si su vida dependiera de ello. El enano levantó las manos tímidamente para pedir silencio.

—Su gran autor, Mateo Rosas de Oquendo, poeta legendario, excelente espadachín, actor por excelencia, extraordinario dramaturgo, el orgullo de la Iglesia y de la Corona en todo el mundo, presentará uno de los mejores dramas que adornaron los escenarios de Europa, Inglaterra y Nueva España.

¡Ah, el hombre era un distinguido poeta, espadachín y actor! Y era mi amigo y benefactor. Me pregunté cómo sacarle más emolumentos a esa flor de bribón.

Mateo hizo una reverencia y sacudió su capa con un floreo. Se oyeron aplausos de los actores allí reunidos y el enano continuó con su discurso:

—Amigos, para deleite de los presentes, sin ningún coste sino para su disfrute, el gran autor recitará el Poema de mío Cid.

Aplausos atronadores y gran entusiasmo por parte del gentío. Y no era para menos. El Cid era el mayor héroe de los españoles, y el Poema de mío Cid era su saga épica.

Incluso los léperos pobres conocían fragmentos de esa obra. El poema recuerda la vida y los triunfos del Cid, un caballero de Castilla que vivió hace más de cuatrocientos años. Sus hazañas fueron endiosadas a lo largo de toda España y Nueva España como si esa misma mañana hubiera vencido a las hordas moriscas. En una época de caos, en que España estaba desgarrada por luchas entre reyes cristianos feudales y pequeños estados moriscos, cuando la guerra era permanente y la paz el sueño de un loco, el Cid —también llamado El Campeador— fue el perfecto ejemplo de caballero, que nunca perdió una batalla.

Mientras Hernán Cortés era reverenciado en todas partes por saquear Nueva España y matar a millones de mis antepasados con una banda heterogénea de apenas quinientos hombres, incluso él empalidecía ante el Cid. El Campeador no era meramente un hombre, sino un dios mortal.

El enano se dejó caer del barril y el pícaro llamado Mateo se subió a él de un salto. Después de hacer un floreo con su capa, con un aplomo casi sobrenatural, se dirigió a la multitud:

—No hay entre ustedes ninguna persona por cuyas venas no corra sangre española, cuyo corazón no relinche como un corcel cuando le dicen cómo el Cid, traicionado por sus enemigos a cada paso, fue expulsado para siempre de su hogar y de la Corona.

Un murmullo de asentimiento brotó de la audiencia, aunque muchos fueran mestizos. Yo no estaba tan embelesado como la mayoría. También yo conocía el poema —y la historia completa— de memoria. Su nombre era en realidad Rodrigo Díaz de Vivar. El mío Cid era una derivación hispanoárabe de «mi señor», en honor a su noble cuna y sus proezas. Fue expulsado de la corte por celos: él venció al ejército de los moros sin autorización del rey, y después invadió la Toledo moruna. Ni su augusta familia ni la sobrina del rey, su esposa, pudieron salvarlo.

—El Poema de mío Cid comienza con el exilio del paladín, que sale por las puertas despedazadas de su castillo en cumplimiento de las órdenes del rey. Sesenta hombres lo siguen.

Mateo recitó el poema con estilo declamatorio, describiendo la traición y el exilio en cadencias rigurosamente poderosas:

El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado,

allí deja sus palacios yermos y desheredados.

Los ojos de mío Cid mucho llanto van llorando;

hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.

Vio cómo estaban las puertas abiertas y sin candados,

vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,

sin halcones de cazar y sin azores mudados.

Y habló, como siempre habla, tan justo y tan mesurado:

«¡Bendito seas, Dios mío, Padre que estás en lo alto!

Contra mí tramaron esto mis enemigos malvados».

Mateo hizo una pausa mientras el enano y los actores que estaban alrededor del barril se abrieron en abanico con los sombreros en los brazos extendidos en busca de contribuciones por parte de los presentes. Mateo carraspeó ruidosamente.

—Tengo la garganta seca y necesito mojarla para poder continuar.

Cuando había caído suficiente dinero en los sombreros para comprar lo que hiciera falta para mojar la garganta del actor, él continuó y describió entonces cómo el vuelo de un cuervo era una señal ominosa de que estaban exiliados. Su vida era un caos por culpa de las mentiras y los engaños de otros, pero algún día llegaría su venganza.

A Mateo le entregaron una copa grande de vino. Bebió un gran sorbo y echó la cabeza hacia atrás como lo había hecho el traga sables. No se detuvo hasta tragar aire y, cuando le dio la vuelta a la copa, ésta se encontraba vacía.

—Más vino para el Poema de mío Cid —gritó el enano, y él y los demás integrantes de su compañía volvieron a abrirse paso por la muchedumbre con sus sombreros.

Mateo desenvainó su espada e hizo movimientos dramáticos con ella mientras recitaba el poema.

Ya por la ciudad de Burgos el Cid Ruy Díaz entró.

Sesenta pendones lleva detrás el Campeador.

Todos saltan a verle, niño, mujer y varón,

a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó.

¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor!

Y de los labios de todos sale la misma razón:

«¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!».

De grado le albergarían, pero ninguno lo osaba,

que a Ruy Díaz de Vivar le tiene el rey mucha saña.

Escuché cómo el Cid y su pequeña banda mataba moros, saqueaba ciudades y asesinaba a cristianos traidores. En una tumultuosa batalla con el conde de Barcelona, quien con caballeros y un huésped moro se le oponía, el Cid ganó el Reino de Valencia.

Mateo contó cómo el Cid espoleó a su caballo de guerra, Babieca, contra la horda moruna del rey Búcar:

Mío Cid alcanza a Búcar a tres brazas de la mar,

alza su espada Colada, un fuerte golpe le da,

los carbunclos de su yelmo todos se lo fue a arrancar,

luego el yelmo y la cabeza le parte por la mitad,

hasta la misma cintura la espada fue a penetrar.

El Cid ha matado a Búcar, aquel rey de allende el mar,

ganó la espada Tizona, mil marcos de oro valdrá.

Batalla maravillosa y grande supo ganar.

Aquí se honró mío Cid y cuantos con él están.

El Cid ganó la gran espada Colada en una batalla contra los moros, y más adelante, en la batalla contra el rey Búcar, agregó otra gran espada a su colección: la Tizona.

Mientras escuchaba el tono apasionado con que recitaba el poema, por casualidad miré hacia un balcón que daba a la plaza. Un grupo de notables, damas y caballeros ocupaban el balcón del edificio contiguo a aquel donde Mateo realizaba su actuación. Una mujer mayor, vestida de negro, estaba entre ellos, mirando hacia abajo.

Se me heló la sangre.

Sentí lo que debió de haber sentido el rey Búcar cuando el filo de la Colada lo rebanó por la mitad.

Me fundí con el gentío y sólo me arriesgué a mirar por encima del hombro. Los ojos de la mujer estaban fijos en Mateo, mientras él recitaba el final del poema.

Ved cómo crece en honores el que en buen hora nació,

que son sus hijas señoras de Navarra y Aragón.

Esos dos reyes de España ya parientes suyos son,

y a todos les toca honra por el Cid Campeador.

Pasó de este mundo el Cid, el que a Valencia ganó:

en días de Pascua ha muerto, Cristo le dé su perdón.

También perdone a nosotros, al justo y al pecador.

Estas fueron las hazañas del mío Cid Campeador:

en llegando a este lugar se ha acabado esta canción.

Oscurecía, y di por terminada mi búsqueda del fraile. Huí de la plaza con la intención de regresar a la Casa de los Pobres y no creí que la anciana me hubiera localizado en medio de la multitud. Desde el balcón, sin duda yo era apenas un sombrero de paja más en un mar de esa clase de sombreros, pero la mera presencia de ella en la plaza fue como un garrote que me acogotaba.

¿Me estaban siguiendo? Miré por encima del hombro y cambié de dirección, manteniéndome por calles laterales. Oculto bajo el amparo de la oscuridad, estaba enojado y asustado. ¿Qué le había hecho yo a aquella señora? En mis pocos años en las crueles calles de Veracruz, yo había sufrido muchas adversidades, pero la venganza sangrienta de la viuda de un gachupín no se contaba entre ellas.

Mi única esperanza era fray Antonio. Aunque criollo por nacimiento, él tenía pura sangre española. Comparado con léperos como yo, él era un rey.

La vida en la Casa de los Pobres tenía momentos de gran alboroto: nunca se sabía qué se podía esperar de la gente de la calle. Tres semanas antes del arribo del arzobispo, cierto día llegué a casa cuando ya era de noche y oí risas procedentes del interior. Allí encontré a fray Antonio con una prostituta y su amante y proxeneta. La mujer estaba acostada sobre la mesa y su pierna izquierda estaba negra e hinchada. Los dos hombres la atosigaban con pulque con la esperanza de que perdiera el conocimiento.

—Se cortó el pie hace semanas y el veneno se ha extendido —dijo fray Antonio—. Si no le amputo la pierna, morirá.

La mujer no tenía dinero suficiente para pagarle al cirujano barbero local, que era quien normalmente realizaba las sangrías y las amputaciones médicas cuando no estaba cortándole el pelo a alguien. Por otra parte, fray Antonio no carecía de habilidades médicas. La gente de la calle prefería las habilidades y los medicamentos de nuestros sanadores indios, pero concedía que los poderes de fray Antonio superaban a los de la mayoría de los médicos españoles. En cualquier caso, ahora fray Antonio era la mejor y última esperanza de la mujer.

Ella estaba borracha, tendida de espaldas, roncaba, y estaban a punto de amputarle la pierna. El fraile tenía un serrucho, una hoja de hierro filosa y una cacerola de aceite hirviendo calentándose sobre los carbones. Después de serrarle la pierna, le cauterizaría la mayor parte de las venas con una hoja metálica caliente. Y el muñón en carne viva de la mujer se chamuscaría con el aceite hirviendo.

El fraile le ató los brazos y las piernas, el torso y el cuello, a la mesa. Colocó un grueso palo de madera entre sus dientes y se lo ató bien fuerte en la nuca. El amante de la mujer temblaba convulsivamente y su cara estaba verde como un jalapeño.

Cuando el fraile empezó a serrar, los gritos de la puta resonaron en la noche como los alaridos de los condenados. La sangre estalló a borbotones y el hombre, aterrado, huyó del hospicio.

—No lo culpo —dijo el fraile.

Entonces se dio la vuelta y me miró. Le temblaban las manos y el sudor le cubría la cara. También yo estaba a punto de darme por vencido, pero él bebió una copa de pulque y después sirvió otra para mí.

—Cristóbal, tienes que ayudarme o la mujer morirá.

Sólo me llamaba por mi verdadero nombre cuando necesitaba algo con urgencia.

—El serrucho tiene que estar firme, y el corte debe ser parejo.

Me dio dos trozos pequeños de madera.

—Sujétalos con fuerza. Yo pasaré el serrucho entre ellos mientras corto.

No era la primera vez que yo colaboraba en procedimientos médicos, pero jamás había visto la amputación de un miembro. Sostuve los dos trozos de madera justo por encima de la rodilla de la mujer y el serrucho se abrió camino por entre su carne. Su sangre nos cubrió a los dos. Cuando el fraile llegó al fémur, parecía que estuviera serrando un tronco de madera. Ella se desmayó por el shock y por fin sus gritos cesaron. Cuando el fraile terminó de amputar la pierna, la apartó y la dejó caer al suelo, junto a mis pies. Ajustó rápidamente el torniquete y comenzó a cauterizar las venas cortadas con el cuchillo calentado al rojo.

Después de chamuscar el muñón con el aceite hirviendo, cubrió a la mujer con una manta y me dijo:

—Límpialo todo bien.

Se tambaleó hacia la puerta y se fue, sin duda en busca de más pulque. Yo miré el rostro color ceniza de la mujer comatosa y también el trozo sangrante de pierna. ¿Qué debía hacer con él?