VEINTIOCHO
Una hora antes del ocaso fui a presenciar la obra de teatro.
Se ofrecía en un claro rodeado de árboles, con mantas colgadas para ocultar a los actores de mirones ilícitos. La inclinación del terreno permitía que los actores ocuparan la parte más alta.
Yo no tenía un real de plata, el precio de la entrada, pero encontré un lugar bastante bueno que entraba dentro de mis posibilidades. Trepé a un árbol cercano, muy por encima de las mantas, y, así, tuve mi balcón privado, gratis. Como es natural, el enano que recibía las entradas me miró con furia, pero yo era un pícaro nato y no le presté atención. Después de todo, varios sacerdotes se instalaron del otro lado de la pared de mantas, plegaron esas mantas sobre su ropa y le robaron a la compañía el precio de la entrada de forma tan despiadada como yo lo había hecho. Y, por supuesto, nadie les dijo nada.
Antes de que empezara la obra, dos atractivas picaras esquilmaron a los espectadores de sexo masculino, que eran mayoría, vendiéndoles golosinas. Junto con las ventas no faltó el flirteo. El porcentaje de hombres españoles superaba al de las mujeres españolas en una relación de veinte a uno en Nueva España; y estas mujeres españolas, aunque picaras, tenían hechizados a esos hombres. A veces yo me preguntaba si esos españoles se extasiaban tanto con sus esposas cuando estaban en casa.
El enano subió al «escenario» cubierto de hierba.
—Polonia, un antiguo reino junto al mar, se encuentra al nordeste de nuestra soleada España. Los alemanes, daneses y rusos lindan con este reino ártico.
»Antes de que nuestra historia comience, el rey de Polonia tiene un hijo. Su amada reina muere en el parto. Los augures de la corte vaticinan guerras infernales que rodean la coronación del rey: derramamiento de sangre, lucha de espadas, la destrucción que lo abarca todo hasta que el rey en persona termina postrándose a los pies del príncipe.
»¿Qué podía hacer el rey? —le preguntó el enano a la audiencia, apenas en un susurro—. ¿Debería haber mandado matar al bebé? ¿Al hijo de su amada esposa?
El enano hizo una pausa para beber una copa de vino. Por el recital que de «El Cid» hizo Mateo, yo ya sabía que actuar era una actividad que provocaba sed.
—El rey, sabiendo que el príncipe reduciría su reino a las ruinas, erigió una torre altísima, inexpugnable y sin ventanas.
La voz del enano adquirió una tonalidad siniestra.
—En las entrañas de este bastión desolado y sin luz criaron al muchacho encadenado, envuelto en pieles de animales. Un único mortal lo atendía, un anciano sabio que lo instruyó en las artes y la literatura, en la conducta de bestias y aves, pero no en los engaños y las supercherías de los hombres.
—Menuda educación —dijo alguien del público.
—Menuda obra de teatro —gruñó otro.
—¿Dónde está el pirata saqueador? —se quejó otro crítico—. ¿Dónde está el héroe intrépido?
—Mateo Rosas, cuyo nombre la mayoría de ustedes conoce por los grandes teatros de Sevilla y Madrid, ha elegido personalmente la obra maestra de Calderón de la Barca para deleite de ustedes. Como todos sabemos, Calderón sólo se ha visto superado por Lope de Vega como maestro de la escena.
Por los rezongos de la gente, tuve la impresión de que el augusto nombre de Mateo no significaba nada para ellos. Tampoco entendía la antipatía que le profesaban al drama. Un príncipe prisionero en una torre oscura estimulaba mi imaginación fértil aunque afiebrada. Quería saber cómo se sentiría cuando saliera y se enfrentara a su padre y a la vida. Yo estaba en ascuas.
El enano continuó, impávido.
—Cuando nuestra historia comienza, el rey de Polonia está llegando al final de su vida. Pero ¿quién lo sucederá? Su heredero legítimo ha languidecido encadenado durante toda su vida. Si muere, el siguiente en la línea de sucesión es el sobrino del rey, el duque de una tierra llamada Moscovia, un lugar despiadado en el extremo del mundo, al este de Polonia.
»El rey, el duque y todos los grandes hombres del reino se reúnen en el palacio para examinar el problema: ¿debe permitírsele al príncipe reinar o es mejor matarlo debido a la profecía? El rey decide poner a prueba al príncipe, que es ahora un hombre hecho y derecho, para ver si está movido por la razón o por una furia salvaje. Para asegurar que todo está bajo control… recuerden que no sólo se han hecho profecías terribles, sino que él ha sido rígidamente secuestrado, el rey seda al príncipe y ordena que sus tutores le digan que sus recuerdos son sólo sueños.
»Además, llega Rosaura, pero ella viene para vengar la pérdida de su honor a manos del duque de Moscovia. Disfrazada de hombre, planea vengarse de él con sus propias manos.
»Ahora, amigos, comenzamos en la torre prisión ubicada sobre una montaña escarpada, donde languidece el príncipe Segismundo.
El enano movió la mano hacia donde Mateo y los demás actores aguardaban «entre bastidores». Todos los actores, salvo Mateo, llevaban barbas postizas, y las dos mujeres usaban pelucas.
—Mateo Rosas encarnará al príncipe y varios otros papeles clave. Ahora, para disfrute de los presentes, los actores de Las Nómadas presentarán la comedia de Pedro Calderón La vida es sueño.
Con un floreo del sombrero, Mateo se dirigió al público como Segismundo, príncipe de Polonia.
—Intento, oh, cielos, entender qué crimen he cometido… pero desde que nací, entiendo mi crimen… pues el crimen más grande del hombre es haber nacido.
»Tengo menos libertad que las aves, las bestias y los peces. Cuando alcanzo mi mayor furia, como un volcán, como el Etna, sería capaz de arrancarme el corazón del pecho y destrozarlo. ¿Qué ley, justicia o razón puede negarle a un hombre un privilegio tan dulce, la libertad que Dios le ha conferido a un arroyo, un pez, una bestia y una ave?
Otros actores nos dicen que el rey ordena que el príncipe sea liberado de la torre y llevado al palacio para comprobar si está en condiciones de gobernar o es una bestia enloquecida. Si no pasa la prueba, encontrará su muerte, y el duque de Moscovia se casará con la hermosa princesa Estrella y subirá al trono. Pero el rey les ruega a los que lo rodean que le den una oportunidad al príncipe. El rey estaba interpretado por el enano, con una voz potente.
En el palacio, por primera vez sin cadenas y rodeado de gente, el príncipe planea vengarse de un criado que había sido cruel con él mientras había estado cautivo y encadenado. Otro hombre le dice que la culpa no es del criado, porque éste sólo obedecía órdenes del rey.
Pero Segismundo dice, con voz atronadora, que:
—Puesto que la ley no era justa, él no estaba obligado a obedecer al rey.
Un murmullo recorrió la audiencia y alcancé a oír la palabra «traición». Incluso a mi corta edad, desobedecer a un rey, incluso a uno malévolo, era algo impensable.
Pero el sirviente cruel desafía al príncipe y le tiende una trampa para que luche con él.
El príncipe forcejea con ese malvado y lo arroja por el balcón.
El príncipe es drogado y conducido de vuelta a la torre prisión, donde su tutor le dice que todo lo ocurrido ha sido sólo un sueño, que él jamás ha abandonado la torre.
Noté que el público estaba inquieto y se movía todo el tiempo.
—¿Dónde está el pirata? —gritó un hombre.
—¿Dónde están las mujeres hermosas? —gritó otro.
Yo disfrutaba de la obra y estaba impaciente por saber todo lo relativo a la mujer que vestía como un hombre y cuya espada estaba sedienta de una venganza sangrienta, pero al público formado por mercaderes y mayordomos de hacienda poco les interesaba la lucha de un príncipe con los demonios que hay en cada uno de nosotros.
Mateo no prestó atención al murmullo. En el papel de Segismundo, dijo:
—La vida es sueño… sueña el rey que es rey, y vive con ese engaño mandando, disponiendo y gobernando. Y este aplauso que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte. Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece. Sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza. Todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Porque toda la vida es sueño y los sueños…
—¡Al demonio con los sueños! ¿Dónde está el pirata? —gritó alguien.
Mateo, enojado, desenvainó la espada.
—El siguiente que me interrumpa hará que este pirata le haga brotar sangre.
El público no estaba formado por gente de la ciudad, sino por burdos colonos. Una docena de hombres se pusieron en pie frente a ese desafío, y Mateo estaba a punto de cumplir su promesa, cuando el enano y otros actores intervinieron, discutieron con Mateo y lo sacaron a la fuerza del escenario.
Fray Antonio me dijo que, cuando en España se presentan obras de teatro, la gente más común y corriente permanece de pie bien cerca del escenario y se les llama mosqueteros debido al alboroto que arman. Si no les gusta la obra, esas personas vulgares arrojan a los actores frutas y cualquier otra cosa que tengan a mano.
—¡Campesinos palurdos! —gritó Mateo antes de irse.
Gritó también otras cosas, un comentario acerca de la virilidad de aquellos hombres y algo relacionado con sus madres que no me atrevo a repetir, incluso en estas palabras secretas. El insulto hizo que varios hombres desenvainaran la espada, que, sin embargo, en seguida volvieron a envainar, cuando dos actrices los aplacaron con palabras dulces y sonrisas seductoras que lo implicaban todo, pero que, estoy seguro, terminarían por no significar nada.
Mientras tanto, la compañía teatral cambió de obra.
El enano explicó que el que ahora aparecería sobre el escenario era un simple soldado español, y no un rey polaco.
—Yo soy un simple soldado del rey —dijo—, cuyo honor se ha visto ofendido por los actos de un pirata inglés.
El actor pirata se jactó, entre bambalinas:
—He disfrutado de legiones de mujeres españolas, por la fuerza al principio, pero nunca con auténtica resistencia por parte de ellas. Todas nacen putas, dotadas del arte de la prostitución por su madre en el momento mismo del parto.
Se oyeron ruidos entre el público. Se oyó ruido de espadas, se hicieron desafíos y la audiencia se convirtió en una plebe que bramaba. Gritos de «¡chinga tu madre!» hicieron temblar el escenario.
—Este simple soldado —dijo el enano y sacudió las manos para pedir silencio—, al volver de la guerra de Italia descubre que su esposa ha sido violada por un bandolero inglés.
Murmullos. Varios hombres gritaron:
—Si no descarga su venganza sobre ese inglés hijo de puta, no es español.
—¡Él es una mujer! —aulló una mujer.
El soldado español sin duda había violado y saqueado a voluntad en toda Italia, del mismo modo en que hasta ese día los españoles violaban y saqueaba por toda Nueva España. Mi propia existencia era una prueba fehaciente de esa triste realidad; pero, dado el estado de ánimo de los presentes, me guardé esa observación para mí.
El enano desenvainó la espada. Era poco más que una daga de buen tamaño, pero en su mano parecía una espada ancha de dos filos. Su voz atronadora reverberaba continuamente a través de nosotros.
—He cortado el cuello de cerdos ingleses, franceses y holandeses, y mi espada volverá a beber su sangre.
Si hubiera habido un techo en el «teatro», los gritos del público lo habrían hecho volar. Los hombres sacudían sus espadas y pedían que aquel vil saqueador diera la cara. Pero la discreción era la mejor parte de la presentación de un espectáculo teatral. El actor era muy bueno o estaba muy asustado. Lo cierto es que desapareció del escenario. Confieso que no creía que los infames mosqueteros de Sevilla fueran tan amenazadores como nuestros colonos portadores de espadas y de dagas.
Las actrices, que habían cantado, bailado, seducido y pasado el sombrero desde el principio, reaparecieron ahora en el escenario. Esta vez cantaron, no demasiado mal, una balada que veneraba la inviolable virginidad y el honor prístino de las mujeres españolas, aquí, allá y en todas partes. Pero incluso mientras cantaban, no podían evitar levantar los talones y dejar al descubierto gran parte de las piernas, incluyendo ese jardín ahora infame de delicias que palpitaba entre sus muslos. Los dos sacerdotes que estaban cerca, con elaborada falta de sinceridad, simularon apartar su mirada voraz.
El grosero bandolero inglés apareció. Saltó al escenario, blandió su espada y se dirigió a una de las bailarinas, rugiendo:
—Te tuve por la fuerza, y ahora te tendré de nuevo.
Ella era, desde luego, la esposa del simple soldado. Los hombres del público le imploraron que se matara en lugar de deshonrar el honor de su marido. No habría de ser así. Como confirmando los comentarios previos del corsario, ella cedió en seguida y ofreció tan poca resistencia que resultó cómico. Por el público se propagó una furia asesina.
El soldado español, interpretado por el enano, continuó con su discurso. Con gestos, movimientos de su capa y floreos de su sombrero de caballero, habló del coraje intrépido de los hombres españoles en todas partes, de la rectitud de los soldados, comerciantes y humildes granjeros españoles. Como le sucedía a Mateo, el enano se adecuaba más al papel del pavo real que al del ganso.
—El honor no es sólo derecho y posesión de la nobleza —recitó el enano—, pertenece a todos los que actuamos como deben hacerlo los hombres. Nosotros, los españoles, formamos la más grande nación del mundo. Nuestros ejércitos son los más poderosos; nuestro rey, el más generoso; nuestra cultura, la más gloriosa; nuestros hombres, los más valientes; nuestras mujeres, las más bellas y las más virtuosas.
El público estalló en vivas.
Después de cada parlamento, un guitarrista entonaba una balada que elogiaba el coraje de los hombres españoles, en particular su amor por las mujeres, el honor y la guerra.
Mis ornamentos son brazos,
mi pasatiempo es la guerra,
mi lecho es frío en la cima de la colina,
mi lámpara, aquella estrella;
mis viajes son largos,
mis sueños, cortos y quebrados;
de colina a colina merodeo aún,
besando vuestra prenda.
Cabalgo de país en país,
navego de mar en mar,
algún día más generoso mi destino encontrará
alguna noche para besarte.
Ahora la obra se desarrollaba con rapidez. El pirata inglés volvió una vez más para violar a la esposa claramente dócil del soldado, pero esta vez se encontró con que el soldado lo estaba esperando.
El enano hizo varias reverencias y recitó otro largo parlamento, tras lo cual se inició una lucha de espadas entre él y el bucanero. Después de despachar al británico sinvergüenza, se dirigió a la audiencia y dijo que había llegado el momento de arreglar cuentas con su esposa.
En ese momento, los hombres del público estaban implacables. El honor masculino subía y bajaba, según la fidelidad de sus mujeres. No importa cuánto amaba un hombre a su esposa o detestaba a su violador; la pérdida de castidad de la mujer —o el rumor que así lo pregonaba— entrañaba una venganza sangrienta. En este sentido, su reputación no toleraba el menor vestigio de duda o vacilación.
La audiencia estaba al rojo vivo. Un hombre gritó pidiendo la cabeza de la mujer y se quejó de que ella no hubiera obligado al bandolero a matarla. Otro le replicó, también a gritos, que no era culpa suya. La negativa del saqueador a matarla revelaba deshonor por su parte, no por parte de la mujer. Los dos hombres comenzaron a pelear, lo cual pronto los llevó a desenvainar las espadas. Una vez más, las dos actrices intervinieron. Después de separar a los dos hombres con palabras azucaradas, sonrisas sensuales y promesas totalmente descabelladas, lograron llevar a cada uno al rincón más alejado de aquel callejón con mantas colgantes.
Los actores apenas habían vuelto a ocupar su posición cuando, de pronto, el enano detuvo la acción.
—Amigos, les pido disculpas. Pero acaban de recordarme que, como hemos representado una segunda obra, nuestra compañía de actores se merece una segunda recompensa.
Las mujeres picaras, que habían logrado liberarse del espadachín con sorprendente aplomo, de nuevo se abrieron paso con afectación por entre la multitud, pasando el sombrero. A pesar de las protestas, el dinero se vertió a raudales.
Miré a las mujeres, estupefacto. La interpretación de comedias parecía poco más que una violación, saqueo y robo de caminos realizado en un teatro; al menos, la forma en que se practicaba en Nueva España. En cuanto a las actrices, ellas sólo me confirmaron el incomprensible poder de las mujeres sobre los hombres. Santa María Madre de Dios, las cosas que estas zorras voluptuosas nos obligan a hacer en todo el mundo y en todos los tiempos. En sus manos, estamos indefensos. Frente a la caída de una liga, a una sonrisa seductora o al más leve indicio de libertinaje, estamos irremediablemente perdidos.
Ciertamente, la mayoría de las mujeres que yo había conocido eran prostitutas de Veracruz, aunque había visto grandes damas desde lejos. Lo poco que las había visto se vio confirmado en la feria de Jalapa. Inevitablemente, las mujeres reducían a los valientes y a los brillantes a un estado de imbecilidad babosa, a pesar de lo cual esos hombres quedaban convencidos de que ellos eran los machos y de que dominaban la situación.
Después de que las dos actrices terminaron de saquear a la muchedumbre, nuestro héroe-soldado-enano volvió al escenario, aunque no por ello se sentía feliz. El rapaz pirata servía ahora a la esposa del español, con una regularidad tan asombrosa que ni siquiera el estúpido de su marido creyó en sus promesas acerca de una «resistencia fanática» y «haber rechazado al muy bruto».
—¿Alguna vez has oído hablar del suicidio? —le preguntó finalmente el frustrado enano soldado, desesperado.
—Me faltaban los medios, marido bendito —respondió ella con una sonrisa complaciente.
—¡Prostituta mentirosa! —Atronó el actor enano soldado—. Todas las mujeres decentes esconden veneno en su pecho para una ocasión como ésta, para que, cuando sean secuestradas por piratas, puedan matarse rápidamente y no deshonrar a su querido marido, sus amados hermanos y sus idolatrados padres.
De entre los hombres del público brotó un murmullo de aprobación.
Por fin, gracias a un interrogatorio, la verdad salió a relucir. Después de todo, ella no era su esposa sino una prostituta morisca, quien, mientras él estaba ausente en Italia, había asesinado a su fiel esposa y ocupado su lugar.
El buen soldado la decapitó rápidamente y arrojó su alma herética al infierno; su descenso infernal fue atrevidamente dramatizado por un repugnante y atolondrado espíritu malévolo que la arrastró hacia bastidores, supuestamente a un abismo insondable. Todo esto fue interpretado con gran entusiasmo y arrancó salvajes vítores del público.
Pensé —confié y hasta rogué— que la obra había terminado, pero entonces apareció otro personaje, someramente presentado: la hija del soldado. La hija, una niña pequeña, fue encarnada por la más baja de las dos bailarinas.
El enano soldado descubrió que su pequeña moría víctima de la peste. Se acercó a su hija y rogó por ella. En respuesta a sus plegarias, un ángel la cogió de la cama y se la llevó al cielo… con una soga colgada de una rama del árbol.
—Dios reconoce a los suyos —les dijo el héroe a los asistentes, algunos de los cuales tenían ahora las mejillas surcadas por lágrimas.
La obra era similar, en su tema, a Peribáñez y el comendador de Ocaña, una de las obras maestras de Lope de Vega. Fray Juan me había permitido leer la obra porque Lope de Vega era el gran maestro del teatro español, que, desde luego, era el más grande productor de comedias del mundo entero. El motivo central de la obra de Lope era que el «honor» no era posesión exclusiva de la nobleza, sino que podía encontrarse también en un simple campesino. Peribáñez, un campesino, no era noble de nacimiento, pero sí de corazón y de alma. Cuando su honor y su dignidad humana fueron violados por el comendador que deseaba a su esposa, Peribáñez se vengó del poderoso aristócrata.
El comendador nombró capitán a Peribáñez para alejarlo de Ocaña y dejar la costa libre para seducir a Casilda, la esposa de Peribáñez. Pero el taimado noble no contaba con la valiente lealtad de Casilda, que estaba dispuesta a pelear y a morir por su honor. Peribáñez descubre el malvado plan del hidalgo, presencia la disposición de su esposa a sacrificarse, y mata al comendador en mortal combate.
La obra que se ofrecía en la feria era una pálida imitación del relato de Lope de Vega, pero tenía el mismo resultado en todas partes, en lo relativo a la parte monetaria: despojar a la audiencia de su dinero ganado con esfuerzo.
Al parecer, ésta era la manera de hacerlo: desafiar el honor de un hombre y, después, provocar una pelea. Nada inflamaba tanto las emociones de una audiencia como la castidad mancillada y su correspondiente venganza. Yo, personalmente, prefería la compleja lucha emocional de un príncipe drogado, al que se le miente y se le cría como a un animal. Pero la complejidad emocional no lograba calentar la sangre de nuestros machos. Era obvio que una obra de teatro debía dramatizar la virilidad, el coraje y la pureza de sangre. El honor era una consecuencia de quién era uno y de qué era uno, todo lo cual tenía que ver con el linaje. Ni la riqueza ni los títulos ni los grandes apellidos podían compararse con la pureza de la sangre, en particular cuando ésta iba acompañada de la firme voluntad de morir por ella, algo que universalmente era proclamado como hombría, la quintaesencia de la virilidad española.
Si bien yo mismo no tenía honor, entendía el código de la hombría. La riqueza, la erudición, incluso una gran pericia, como la de un excelente escritor o un destacado científico, eran descartadas por los gachupines como los despreciables logros de judíos y moros. La verdadera medida de un hombre era la fortaleza, junto con la necesidad imperiosa de dominar: a los hombres, con la espada del guerrero; a las mujeres, con su pasión.
Yo había comenzado a bajar del árbol cuando el enano anunció una atracción adicional, si es que se conseguía recaudar más dinero.
—¡Estas hermosas señoritas bailarán una zarabanda para ustedes! —anunció con entusiasmo.
La zarabanda es un baile deshonesto, en el que las mujeres seductoramente agitan las faldas y menean lascivamente las caderas. Desde luego, a esas alturas era poco lo que aquellas mujeres podían mostrarles a los hombres que no hubieran exhibido antes. Sin embargo, todos aceptaron. Los hombres aplaudían, daban golpes con los pies en el suelo y echaban más dinero en los sombreros; y el baile deshonesto comenzó.
La zarabanda calentó cada vez más el ambiente, las faldas volaron cada vez más alto, y el público entró en un frenesí histérico. Ni siquiera los dos sacerdotes podían apartar la vista. Fingían desaprobación y se incorporaban como para marcharse, pero de alguna manera nunca lo hicieron. Tampoco ordenaron que la danza cesara, lo cual sin duda era la mejor parte del celo eclesiástico. La audiencia podría haberles arrancado la cabeza. Lo cierto era que también ellos eran hombres y no querían que el espectáculo terminara.
Ahora, los dos actores y el enano recorrieron el público con los sombreros en la mano. Cuanto más dinero fluía, más alto gritaban ellos órdenes a las mujeres y más arriba volaban las faldas.
Sólo cuando las mujeres estaban tan exhaustas que sus piernas ya no se sacudían, las faldas ya no se elevaban y sus jardines secretos ya no llenaban las miradas, sólo entonces los sacerdotes subieron al escenario de tierra y exigieron que el espectáculo cesara.
Aun así, encontraron oposición. Un borracho derribó a uno de los sacerdotes de un puñetazo, mientras el otro soportaba una andanada de insultos obscenos que culminaron con «su manifiesta falta de hombría».
El altercado ya era suficientemente desagradable sin que hubiera ataques físicos y verbales contra los sacerdotes. Era hora de irse. La violencia era un hecho común en las calles de Veracruz y no tenía ningún encanto para mí. Aparentemente, los actores estuvieron de acuerdo. Mientras descendía del árbol, los vi alejarse.
Si he de ser franco, yo me había divertido mucho. Lo que sí me pregunté era cómo el soldado podía haber confundido a la actriz con su verdadera esposa. A lo mejor me había perdido una parte importante del argumento. O, quizá, ella era simplemente más atractiva. ¿Quién puede saberlo?
Pero no eran preguntas ociosas. Aunque en ese momento no lo sabía, yo había aprendido lecciones de esas dos obras de teatro que en un futuro me resultarían de un valor incalculable.