CINCUENTA

Más adelante aprendería que la magia azteca tenía un lado sombrío, un lado tan horripilante y sangriento como cualquier cosa imaginada por Huitzilopochtli, maligno y de tal perversidad que era incontrolable, incluso para los que la ejercían. El fraile solía acusarme de toparme con problemas del mismo modo en que una abeja encuentra el polen. Debido a las trágicas consecuencias que seguirían, hubiera dado cualquier cosa por no haberme topado con problemas.

Mi introducción al lado oscuro de la magia llegó cuando encontré a otra persona que también había conocido en la feria celebrada en conmemoración de la llegada de la flota del tesoro.

Durante la festividad del Día de los Muertos llegamos a una pequeña ciudad. Ése era un día en que los indios acudían al cementerio y recordaban a sus muertos con comida, bebida y mucha alegría.

En realidad, había dos días de los muertos. El primer día era llamado el Día de los Angelitos, una festividad en que se honraba a los muertos de poca edad. Al día siguiente se honraba a los adultos.

Después de descargar el asno y levantar el campamento, di unas vueltas por la ciudad para observar los festejos. La plaza de la ciudad estaba repleta de gente, de música y de diversión. La ciudad era mucho más pequeña que Veracruz y poco más que una aldea grande, pero muchas personas habían llegado de las afueras para participar en las fiestas. Los muchachos corrían de acá para allá con «juguetes» de caramelo con forma de calaveras, ataúdes y otros objetos macabros. Los vendedores callejeros vendían pan de muerto, pequeñas hogazas decoradas con una cruz y huesos.

En Veracruz celebrábamos el Día de los Difuntos y yo conocía su historia de labios de fray Antonio. Cuando los españoles conquistaron a los indios, descubrieron que los aztecas recordaban a sus niños y adultos muertos a finales de verano. La celebración era similar a la del Día de las Ánimas y el Día de Todos los Santos que la Iglesia conmemoraba en noviembre. Los sacerdotes astutos, para asegurarse de que fuera una festividad cristiana y no pagana la que se celebraba, desplazaron esa fiesta azteca para que se fusionara con las cristianas.

Las celebraciones, en parte, se realizaban en la privacidad del hogar, donde se construían altares para los muertos, y parte en el cementerio, donde los amigos y la familia realizaban vigilias a la luz de las velas, igual que el llorón. A veces esas vigilias continuaban durante la noche; en otros lugares, las campanas de la iglesia tañían a medianoche para llamar a la gente a su casa.

A muchos españoles les espantaba la naturaleza macabra de este festival azteca-cristiano. No entendían el sentido de la celebración. Los indios creían que podían comunicar su amor a sus seres queridos fallecidos, al expresar su amor a la tumba y el hogar del difunto.

Al igual que en la mayoría de los festivales y ferias, en la celebración reinaba una atmósfera carnavalesca. A última hora de la tarde se realizaba un desfile, con muchas personas disfrazadas con una máscara, pero en los atuendos se ponía énfasis en los esqueletos, los obispos y los demonios.

En el centro de la plaza, los indios representaban una obra de teatro, no de la clase que el pícaro Mateo reconocería como una comedia, sino algo que los indios entendían bien. Los actores eran hombres vestidos como caballeros de las dos grandes órdenes de guerreros aztecas: los Caballeros del Jaguar y los Caballeros del Águila. El ingreso en esas nobles órdenes estaba reservado a los guerreros que sobresalían en el campo de batalla, matando y capturando prisioneros.

Los dos grupos de caballeros llevaban las tradicionales capas de plumas de vivos colores y la armadura de algodón acolchado, pero cada orden tenía su tocado único. Los Caballeros del Jaguar usaban tocados de pieles auténticas de jaguar, un rostro amenazador que mostraba los dientes sobre la cabeza, mientras el resto del pellejo, adornado, caía por la espalda. Los Caballeros del Águila llevaban cabeza y plumas de águila, los picos grandes y afiladísimos de esas aves de presa abiertos en un chillido, sus garras colgando alrededor del cuello del guerrero.

El jaguar y el águila eran símbolos apropiados para las dos más importantes castas guerreras del Imperio azteca: el enorme felino reinaba en el suelo, mientras que el águila era el soberano de los cielos.

En el centro de la plaza había un alto monumento religioso, un tributo a algún santo, y la batalla simulada tenía lugar alrededor de ese monumento. Jóvenes léperos se habían encaramado al monumento, y yo corrí por entre los caballeros que luchaban para subir también y disfrutar así de la mejor vista. Uno de los léperos, creyendo que yo era un indio que invadía su territorio, me pateó. Yo le aferré el pie y lo tiré del monumento. Ocupé su lugar y les lancé a los otros una mirada amenazadora.

Los caballeros luchaban con espadas y escudos de madera y daban golpes realmente fuertes, los esquivaban, los detenían con los escudos y volvían a atacar al contrario. La única finalidad del espectáculo parecía ser propinarse golpes mutuamente, ya que esas espadas no podían provocar ningún daño grave.

Al cabo de un rato, vi a alguien con quien yo había entrado en conflicto durante la feria de la flota del tesoro: el que lanzaba huesos. Aquel ser de aspecto malévolo se encontraba de pie en el borde interior del círculo de espectadores. El pelo negro le colgaba casi hasta la cintura. Incrustados en él había tierra y grasa, y sin duda estaría tan sucio y apestaría más incluso que el suelo de un establo.

A medida que la batalla avanzaba, noté un fenómeno curioso: los combatientes seguirían hasta extraer algo de sangre, por lo general gracias a un pequeño corte practicado en una mano, la cara o las piernas, que estaban desnudas de la rodilla para abajo. Justo al aparecer la sangre, el vencedor y el derrotado abandonarían la lucha. Lo curioso era que, cada vez que eso ocurría, el victorioso miraba al mago. Y, a cambio, recibía de éste una inclinación de cabeza a modo de aprobación.

«Mestizo, cuando los jaguares se despierten, te arrancarán el corazón sobre la piedra del sacrificio». Recordé esa amenaza anónima, mientras observaba que el mago ofrecía una bendición silenciosa a los vencedores. A diferencia del Sanador, que poseía un aura de sabiduría y de conocimiento de las formas secretas, el mago destilaba maldad y malicia.

Yo lo observaba fijamente, lo fulminaba con la mirada, cuando de pronto él levantó la vista y me pilló. Yo di un salto hacia atrás y desvié la mirada. Tuve la sensación de haber estado contemplando a una serpiente. Me animé a mirarlo de reojo una vez más y comprobé que él seguía con la vista fija en mí.

La maldad de sus ojos era tan intensa que podría haber perforado una piedra. Yo no sabía si me había reconocido de la feria o si sólo había percibido el desprecio en mi cara cuando, un instante antes, se dio cuenta de que yo lo miraba. Estaba seguro de que no podía haberme reconocido; habían pasado más de dos años desde la feria y yo casi no había hablado con él en aquella ocasión.

Cualquiera que hubiera sido el motivo, lo cierto es que había atraído su atención, y eso no me convenía nada. Bajé del monumento y me abrí paso por entre los guerreros para marcharme de allí. Mientras luchaba por alejarme, un fraile entró en la plaza con una mula. Detrás de él iba un indio sobre otra mula, y arrastraba algo que llevaba sujeto con una soga. Cuando llegaron al lugar donde se desarrollaba la batalla simulada entraron en ella y dispersaron a los guerreros. Fue entonces cuando pude ver qué arrastraba el indio.

Un cadáver.

El sacerdote detuvo su mula y le gritó a la multitud:

—Este hombre —dijo y señaló el cuerpo— murió ayer y no fue enterrado según los ritos de la Iglesia. Fue sepultado con los ritos paganos de la blasfemia.

Hizo una pausa para permitir que asimiláramos bien sus palabras.

—Me enteré de la desgracia porque entre vosotros hay indios que son fieles al Señor y me lo cuentan cuando ocurren herejías de este tipo. Su cuerpo ha sido desenterrado. Será arrastrado por cada una de las calles de esta comunidad para que todo el mundo vea lo que os sucederá si ofendéis a Dios y a los siervos de la Iglesia que lo sirven. Después, el cuerpo será cortado en pedazos y echado de comer a los perros.

Yo había oído hablar a fray Antonio de esta terrible práctica de los curas de aldea. Dijo que a la mayor parte de los sacerdotes les molestaba menos que el pecador hubiera sido enterrado sin los ritos adecuados que el hecho de no haber recibido la paga por los últimos ritos y el entierro cristiano.

Cuando el fraile y el indio, cuya mula seguía arrastrando el cadáver, pasaron junto al tétrico mago, el lector de huesos les dirigió a ambos una mirada cargada con tanto odio y malicia que me asusté.

Abandoné la zona y confié en no volver a cruzarme con aquel individuo.

Al caer la noche, recorrí la aldea para disfrutar de la celebración de los muertos. Cuando hubo oscurecido, la gente se reunió en el cementerio para estar cerca de los seres queridos que ya no se encontraban junto a ellos. El cementerio estaba iluminado con cientos de velas, mientras la gente bebía y bailaba, reía y hablaba. Formaban grupos familiares frente a las tumbas, y compartían tamales, tortillas, pulque y chile.

Yo no formaba parte de ningún grupo familiar, pero disfruté de caminar por allí y compartir la felicidad de la gente. Todos estaban borrachos y felices. Vi que una mujer joven discutía con su marido, que estaba muy bebido. Tanto, que casi no podía tenerse en pie. Eso me recordó que el fraile me había dicho que existía una diferencia entre la manera en que bebían los españoles y la forma en que lo hacían los indios: un español bebe para tener sensación de alegría y bienestar; un indio bebe hasta perder el conocimiento.

Aquella joven mujer insultaba a su marido llamándolo cabra estúpida por embriagarse de aquella manera, y luego empezó a pegarle. El golpe lo hizo trastabillar hacia atrás y caer de costado. La gente que estaba cerca lanzó vivas y aplaudió la acción de la mujer, quien se dio media vuelta y se alejó, y casi me derribó al hacerlo. Pero se le cayó un pañuelo del bolsillo. Yo lo recogí y la seguí. Ya estaba fuera del cementerio cuando la alcancé y le devolví el pañuelo.

—Su marido estaba muy borracho.

—A mí no me importa que beba —repuso ella—. Se ha gastado todo el dinero que gané en un mes lavando ropa. Eso es lo que me importa.

—Es un pecado que él se emborrache y deje sola y des-protegida a su bonita esposa. Hay hombres que se aprovecharían de semejante estupidez.

Ella se apartó el pelo de la frente.

—Nunca le había visto antes por aquí —dijo.

Me encogí de hombros.

—Soy un hechicero itinerante. Hoy estoy aquí y mañana ya no estaré.

—¿Y qué clase de magia practica?

—La magia del amor. La guardo aquí —dije y me toqué la parte delantera de los pantalones—. ¿Le gustaría verla?

¿De dónde saqué el coraje para decir algo así? Tenía diecisiete años y nunca me había acostado con una mujer. Pero desde mi fracaso con la esposa del cacique, había practicado mucho con la mano y estaba impaciente por comprobar si mi habilidad había mejorado.

Ella sonrió y a su vez se tocó la parte delantera de su vestido.

—Hoy llevo una calavera cosida a mí ropa interior para mi marido, pero él está demasiado borracho para verla. O para apreciarla.

Nos dirigimos a una zona de pasto para practicar mi magia… y ver la calavera que ella llevaba en su ropa interior.

La mujer se tendió de espaldas sobre la hierba cálida. Yo me arrodillé junto a ella y me incliné para rozarla con mis labios. Ayya ouiya! Ella me agarró y me puso sobre su cuerpo, e hizo estragos en mi boca con sus labios y su lengua. Cuando comenzaba a gustarme la deliciosa humedad de su boca, me hizo girar hasta quedar ella encima de mí. Su boca volvió a mis labios y su mano bajó hacia mis pantalones.

Mi garrancha crecía hasta alcanzar proporciones monstruosas: se ponía tan dura, tan rápidamente, que me dolía, lo cual pareció divertir muchísimo a la mujer. Ella rió por lo bajo al ver la enormidad de mi erección y sus dedos se cerraron sobre ella con la fuerza de una prensa.

Deslizó una mano alrededor de mi cabeza y, mientras me besaba con la boca abierta, comenzó a bajarme los pantalones.

Incluso a mi tierna edad, yo estaba seguro de que la violación era una tarea propia del hombre y no de la mujer. Luché por incorporarme y montarla, para poder penetrarla con mí pene y bombearla, al menos una vez antes de que explotara.

—Quiero…

Ella tragó mis palabras con la boca. Cuando terminó de bajarme los pantalones, su falda subió y la mujer se puso a horcajadas sobre mi cuerpo. Frotó su tipili húmedo hacia adelante y hacia atrás contra mi erección. Mientras lo hacía, se abrió la blusa. Entonces se inclinó y guió un pecho suyo hacia mi boca. Al mismo tiempo, sus piernas se abrieron del todo y mí pene de pronto se deslizó dentro de su abertura de amor.

Toda la lujuria de mi juventud pubescente hervía dentro de mí. Mis caderas subían y bajaban como un caballo que nunca había sentido una montura en su lomo.

Ella me cabalgó, apretó sus músculos alrededor de mi miembro, giró sobre él eróticamente y, con cada giro, el roce era más prolongado. Hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo sobre mi larga y dolorida garrancha. Ella incrementaba cada presión, cada ritmo y calor con cada elevación y cada caída.

Empecé a perder el control. Y, entonces, mi pene explotó en su interior. Catapultó algo en ella que en ese momento yo no entendí, y sus movimientos y gemidos se hicieron más frenéticos. Se inclinó hacia adelante, arqueó la espalda y bombeó con todas sus fuerzas. Una serie de luces se encendieron en mis ojos, en mis oídos detonaron truenos y la tierra se sacudió como movida por un volcán. Entonces mi cuerpo entró en erupción, en un orgasmo no limitado a mi entrepierna sino a la totalidad de mi cuerpo, a la totalidad del planeta. Sentí que todo mi ser se desintegraba, se hacía trizas y me llevaba a una odisea homérica que jamás imaginé vivir.

Tal vez en el futuro tendría a otras mujeres —suponiendo que viviera lo suficiente—, pero aquélla era la primera. Pasara lo que pasara, ella se había adueñado de mi cuerpo y de mi alma. Mi alma se había liberado y se había soltado de sus amarras.

En aquel momento ella me cogió por atrás y me situó sobre su cuerpo. Empujó mis caderas hacia adelante y las fue moviendo para que la parte superior de mi pelvis frotara lo que más adelante sabría que el poeta Ovidio había llamado «la Mariposa de Venus».

Sus movimientos hicieron que mi garrancha volviera a alborotarse y a crecer. De nuevo entró en su cuerpo, esta vez conmigo encima de ella. Bombeé como si el diablo me estuviera quemando las nalgas, y ella de nuevo comenzó a explotar.

Ahora deliraba, su cabeza se movía hacia atrás y hacia adelante y la lengua le colgaba de la boca. Sus caderas se movían con desesperación, gemía y la voz se le atragantaba en la garganta. Levantó las rodillas y las sujetó sobre mis hombros, levantó las nalgas del suelo y empujó con fuerza. Sus pezones duros y turgentes me mordieron el pecho y, cuando yo estaba a punto de gritar, me agarró de la nuca y acalló mis gruñidos con apasionados besos.

Sólo Dios sabía lo que me depararía el día siguiente.

Pero, en cierto modo, no me importaba. Yo apenas era un muchacho y había tenido el primer atisbo de dicha.

Había visto el elefante, había volado con las águilas, había oído el búho… y había tocado el rostro de Dios.

Si alguien me lo hubiera preguntado, habría respondido que ya estaba muerto.

¡Ay de mí!, antes de que la noche terminara, alguien desearía mi muerte.