CINCUENTA Y UNO
Después de la medianoche, me reuní con el Sanador en el campamento. Procuré no darle siquiera una vaga idea de cuál había sido mi actividad con la mujer sobre la hierba, tal como habría hecho con el papa. El Sanador era un espíritu alejado de este mundo; las cuestiones de la carne no eran su especialidad.
Antes de desplomarme sobre mi manta, me dirigí al bosque para aliviar mi vejiga. Habíamos acampado sobre una loma, y eso me daba oportunidad de ver la ciudad abajo, a lo lejos. La luna llena proporcionaba buena luz a la noche y envolvía a la ciudad en un resplandor fantasmal. Alrededor del cementerio, las llamas de las velas se movían como luciérnagas, y el sonido de la música ascendía hasta nosotros.
Me quedé un buen rato sentado mirando hacia la ciudad, y eso me hizo sentirme solo. Yo había llegado a amar al Sanador como a un padre, del mismo modo en que había amado a fray Antonio, pero ninguno de los dos era mi verdadero padre. Y tampoco tuve nunca un verdadero hogar. Me pregunté cómo habría sido tener una madre y un padre, hermanos y hermanas, dormir todas las noches en una cama y comer sentado frente a una mesa, con un plato delante y un cuchillo y un tenedor en las manos.
Cuando me levantaba para irme, vi la luz de una hoguera sobre la loma que estaba del otro lado y alcancé a ver figuras que se movían a la luz de la luna. Sabía que sobre la colina había un pequeño templo azteca, una de los cientos de reliquias religiosas olvidadas y abandonadas que quedaron del imperio derrotado.
Sentí curiosidad con respecto a quién estaría en un templo pagano en mitad de la noche. Sin duda, al sacerdote de la aldea le gustaría saberlo… y tal vez pagaría una recompensa por ello. No es que yo estuviera dispuesto a delatar a alguien por una recompensa… pero quizá buscaría a la señorita que había celebrado conmigo el Día de los Muertos para que consiguiera el dinero y lo compartiera conmigo. Eso aplacaría mi corazón negro y me impediría tener que contestar a muchas preguntas del Sanador.
Bajé de la loma y me dirigí a la otra, procurando no hacer ruido para no despertar a los muertos… ni molestar a quienquiera que estuviera en el templo.
Al acercarme a la cima, me detuve y escuché. Oí que un hombre pronunciaba palabras aztecas, no palabras que yo comprendiera, sino una suerte de conjuro, en un tono que yo había oído emplear muchas veces al Sanador. Me acerqué más y obtuve una buena visión del templo, una pequeña pirámide de piedra con amplios escalones, tan amplios como la propia pirámide.
Había un grupo de personas reunidas en la parte superior del templo y en la escalinata. Pude ver que eran siete u ocho hombres. Habían encendido una pequeña fogata en lo alto del templo. Alcancé a ver su leve resplandor, pero los hombres que estaban de pie delante de ella me tapaban la visión.
Sigilosamente trepé a un árbol para ver mejor. Un hombre seguía bloqueando gran parte de mi visión y me esforcé por ver qué blasfemia estaba teniendo lugar allí. Él se movió y entonces vi que se trataba de un fuego bastante grande y que había varias antorchas ardiendo juntas. Mantenían las antorchas bastante bajas, sin duda para evitar que fueran vistas desde lejos. Las llamas iluminaban un gran bloque de piedra. Oí una risa histérica, la voz de un hombre borracho de pulque. Volvió a soltar una carcajada y decidí que lo que le habían dado no era pulque, sino una droga preparada por una tejedora de flores.
De pronto, cuatro personas agarraron al hombre que reía: dos de ellos lo cogieron por los pies, y los otros dos, por los brazos. Lo colocaron, bien extendido, sobre el bloque de piedra. Mientras lo acostaban, me di cuenta de que la parte superior de la piedra estaba levemente redondeada, así que la espalda del hombre quedaba arqueada, y su torso sobresalía hacia arriba.
Una figura oscura se acercó a la piedra. Tenía la cara vuelta hacia mí, pero yo me encontraba demasiado lejos y estaba demasiado oscuro para poder verle las facciones. Sin embargo, su figura me resultó familiar. Y también su pelo largo, que casi le llegaba a la cintura. Estaba seguro de que, si fuera de día, podría haber visto lo sucio y grasiento que lo tenía.
Sentí mucho miedo y ansiedad. Ya había adivinado lo que iba a suceder en aquella extraña ceremonia de medianoche. Mi mente me dijo que era una ceremonia simulada, como la batalla librada entre los caballeros aztecas en el festival, pero algo frío me apretó el corazón.
El mago levantó las manos sobre la cabeza. El brillo oscuro de una hoja de obsidiana sostenida con ambas manos reflejó la luz de la antorcha. Luego hundió la larga hoja en el pecho del hombre que estaba tumbado sobre la piedra. Éste jadeó; su cuerpo se retorció como una serpiente a la que acaban de cortarle la cabeza.
Su verdugo le abrió el pecho y metió la mano. En seguida se echó hacia atrás y sostuvo en alto y a la luz un corazón que todavía latía. Los hombres reunidos en el templo dejaron escapar, al unísono, una exclamación.
Mis brazos y mis piernas parecían de goma, caí del árbol y aterricé en tierra con una sacudida y un grito de dolor.
Corrí, por entre los arbustos, en dirección al campamento. Corrí, como lo había hecho cuando el capataz me persiguió con una espada. Corrí, como si todos los perros rabiosos del infierno me estuvieran pisando los talones.
Mientras corría oí algo detrás de mí. No algo humano, sino algo que no avanzaba sobre dos pies como yo.
Y se acercaba con rapidez. Me volví y empuñé mi cuchillo en el momento en que algo giraba frente a mí como un remolino. Fui empujado hacia atrás, sin aliento, y sentí unas garras afiladas sobre el pecho. Me cubrí el cuello con un brazo a modo de protección.
Y, de pronto, vi al Sanador frente a mí, gritándome. La criatura que estaba sobre mí desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.
El Sanador me ayudó a levantarme y me llevó, sollozando, de vuelta a nuestro campamento. Durante el camino le expliqué atropelladamente todo lo que había sucedido.
—Fui atacado por un jaguar —dije, después de hablarle del sacrificio humano que había presenciado.
El Sanador había salido a buscarme al ver que yo tardaba en volver.
Recogimos nuestras cosas y bajamos a la ciudad con el burro. Allí, muchos visitantes acampaban frente a las casas de amigos. Si hubiera sido de día, yo habría seguido el viaje hasta la próxima ciudad e incluso más lejos.
Cuando estuvimos instalados cerca de otra gente en la ciudad, le expliqué al Sanador con más calma todo lo que había sucedido, esta vez con más lentitud y detalle, y respondí a sus preguntas.
—Estoy seguro de que era el que lanzaba los huesos en la feria —dije—. He vuelto a verlo hoy en esa batalla simulada entre los caballeros.
Él se mantuvo extrañamente callado. Yo había supuesto que el Sanador se explayaría en el tema y explicaría lo sucedido con su gran provisión de sabiduría y conocimientos. Pero no dijo nada, y eso incrementó mi desazón.
Dormí poco. No hacía más que ver en mi mente el corazón que le habían arrancado a aquel hombre del pecho. Y me dormí viendo la cara del hombre que lo había hecho. Me sentí muy mal porque había reconocido al hombre al que le habían arrancado el corazón, cuando todavía estaba tibio y latía.
Era el indio cristiano que había irrumpido en el festival arrastrando a un adorador azteca con su mula.