SETENTA Y CINCO
Hacía una semana que Isabela estaba en la hacienda cuando anunció que asistiría a una reunión social que se celebraría en otra hacienda. Don Julio dijo que él tenía que atender a un paciente enfermo, cuya enfermedad exacta yo nunca pude averiguar. Como no sería propio que Mateo, un célebre pícaro, escoltara a la esposa del hacendado a una visita social, esa tarea me fue asignada a mí en calidad de primo de don Julio.
—Has tenido dos años de educación como caballero —dijo don Julio después de informarme de que yo acompañaría a Isabela—. Pero sólo has practicado en la hacienda. Llegará un momento en que no tendrás este lugar para protegerte, y debes saber si puedes comportarte como una persona como Dios manda. Ésta será una prueba para ti. Isabela es una mujer difícil de complacer; ella exige el respeto que se le brinda a una reina.
Posteriormente, esa misma tarde, entré en la biblioteca y le provoqué un sobresalto a don Julio, que estaba agachado examinando un extraño instrumento. Era un tubo de bronce con un cristal en cada extremo que se apoyaba sobre unas patas metálicas. En seguida lo tapó con un lienzo.
Al principio pareció no estar seguro de si mostrarme o no aquel instrumento, pero después de darme instrucciones con respecto a Isabela, levantó el lienzo. Estaba tan excitado como un niño con un juguete nuevo.
—Es un telescopio —dijo—. Fue desarrollado en Italia, donde un cosmógrafo llamado Galileo lo utilizó para observar los planetas del cielo. Él escribió un libro, Sidereus Nuncius, el Mensajero de las estrellas, relatando sus descubrimientos.
—¿Qué se ve cuando se mira dentro de este… este telescopio?
—El cielo.
Quedé boquiabierto y don Julio se echó a reír.
—Se ven los planetas y hasta las lunas de Júpiter. Y se aprende algo que escandaliza tanto a la Iglesia que los hombres que poseen este instrumento son quemados en la hoguera.
Don Julio bajó la voz y su tono fue de complicidad.
—La Tierra no es el centro de los cielos, Cristo. La Tierra no es más que un planeta que gira alrededor del Sol, al igual que otros planetas. Un matemático polaco llamado Copérnico lo descubrió hace muchos años, pero por miedo no quiso que se conocieran sus trabajos hasta después de su muerte. De Revolutionibus Orbium Coelestium, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, publicado en 1543, en el lecho de muerte de Copérnico, refuta la teoría de Ptolomeo de que la Tierra es el centro de los cielos.
»El telescopio confirma la teoría de Copérnico. A la Iglesia le asusta tanto este instrumento que un cardenal rehusó el pedido de Galileo de que mirara por él, porque tenía miedo de toparse con la cara de Dios.
—¿Qué pasa con la cara de Dios?
Un tiro de mosquete en la habitación no habría resultado tan inquietante. Isabela estaba de pie junto a la puerta de la biblioteca.
Don Julio fue el primero en recuperarse.
—Nada, querida, hablábamos de filosofía y de religión.
—¿Qué es esa cosa? —Preguntó y señaló el telescopio—. Parece un pequeño cañón.
—Es sólo un dispositivo para medir. Me sirve para diseñar mapas. —Puso el lienzo de nuevo sobre el telescopio—. Como sabes, no puedo asistir a la reunión en la hacienda de Vélez. Te envío a Cristo para que te acompañe. Él te escoltará en mi lugar.
Isabela no me dirigió la mirada de desprecio que yo esperaba. En lugar de eso, me señaló con su abanico y me dijo:
—Vistes como un campesino. Si no tengo más remedio que permitir que me acompañes en este viaje, debes vestirte como si fueras a una fiesta en España, en lugar de a una reunión social en este lugar remoto.
Cuando ella se fue, don Julio sacudió la cabeza.
—Es una mujer que sabe cómo dar órdenes. Pero tiene razón, vistes como un vaquero. Haré que mi criado se asegure de que vistas como un verdadero caballero.
El camino a la hacienda de Vélez era poco más que un sendero rural por el que rara vez circulaba algún carruaje. Doña Isabela y yo nos sacudimos hacia adelante y hacia atrás en el vehículo, mientras las ruedas encontraban las huellas del camino. Hacía calor y había mucho polvo en el interior del vehículo, e Isabela sostenía un ramillete de flores contra su cara.
Durante las primeras dos horas hubo poca conversación. Para llegar a la hacienda antes de que anocheciera era preciso salir muy temprano, e Isabela dormía.
El ayuda de cámara de don Julio realmente me había convertido en un caballero, al menos en apariencia. Me cortó el pelo que me llegaba a los hombros para que me quedara a la altura de la barbilla y me lo curvó en los extremos. Camisa blanca de hilo con mangas abullonadas, casaca de color vino, que tenía cortes para que a través de ellos se viera la camisa, haciendo juego con una capa corta, pantalones de color negro veneciano en forma de pera, anchos en las caderas y estrechos en las rodillas, medias de seda negra y zapatos de punta redonda con moño… era un atuendo razonablemente modesto, pero el lépero callejero que moraba en mí sintió que iba vestido como un dandi. El ayuda de cámara no me había permitido llevar mi espada pesada y, en cambio, me entregó un espadín delgado que difícilmente cortaría una rana.
Isabela no hizo ningún comentario acerca de mi atuendo. Pasaron varias horas antes de que diera alguna señal de que compartía el carruaje con cualquier cosa que no fuera una mota de polvo. Cuando finalmente despertó y no tuvo más remedio que reconocer mi presencia, me observó de arriba abajo; desde las plumas de avestruz de mi sombrero hasta los moños de seda de mis zapatos.
—¿Disfrutaste espiándome mientras me bañaba?
Mi cara se puso más roja que mi casaca.
—Pe… pe… pero yo no…
Ella no creyó para nada en mi inocencia.
—Háblame de tus padres. ¿Cómo murieron?
Le relaté entonces la historia cuidadosamente elaborada de que yo era hijo único y quedé huérfano a los tres años, cuando mis padres murieron víctimas de la peste.
—¿Cómo era la casa de tus padres? ¿Era grande? ¿No he-redaste nada?
Doña Isabela no me interrogaba porque sospechara de mí, sino por aburrimiento, pero si bien las mentiras con frecuencia brotaban espontáneamente de mi lengua de lépero, no quería arriesgarme tanto por una conversación intrascendente.
—Mi familia no es tan ilustre como la suya, doña Isabela. Ni mi vida tan excitante como la de la Ciudad de México. Cuénteme cómo es la ciudad. ¿Es cierto que ocho carruajes podrían avanzar uno junto a otro al mismo tiempo por las grandes avenidas?
Una catarata de palabras surgió de su boca al describir su vida en la ciudad: la ropa, las fiestas, su mansión. Distraerla de sus preguntas con respecto a mi pasado no fue difícil. Isabela disfrutaba hablando de sí misma mucho más que oyendo hablar de los demás. A pesar de sus aires de reina y de sus pretensiones de ser una gran dama, yo sabía por comentarios de la servidumbre que su padre había sido un comerciante insignificante y que su único reclamo a la dignidad era el hecho de haberse casado bien.
Pero ella siempre estaba llena de sorpresas. De vez en cuando, y sin previo aviso, yo oía preguntas o comentarios sorprendentes.
—Háblame del pequeño cañón con el cual se puede ver el cielo —dijo.
—No es un cañón. Es un telescopio, un instrumento para escrutar el firmamento.
—¿Por qué lo tiene escondido don Julio?
—Porque está prohibido por la Iglesia. Poseer ese instrumento podría crearle muchos problemas con la Inquisición.
Pasé entonces a hablarle de que Galileo veía las lunas de Júpiter y de que el cardenal temía mirar por el telescopio por miedo a toparse con la cara de Dios.
Doña Isabela no hizo más preguntas sobre el telescopio y pronto volvió a dormirse. Algunas dudas se habían deslizado en mi mente con respecto a si contarle o no lo del instrumento. Don Julio había tenido oportunidad de hacerlo y no lo había hecho. Pocos días antes de mostrarme el telescopio me había pillado abriendo un armario de la biblioteca. Por lo general, ese armario estaba cerrado con llave, pero él lo había abierto un rato antes y no había vuelto a cerrarlo.
Ese mueble contenía libros que figuraban en la lista de los libros prohibidos por el Santo Oficio. No eran escandalosos libros deshonestos, sino trabajos de ciencia, medicina e historia que la Inquisición consideraba ofensivos, no así la mayoría de los hombres eruditos.
Me estaba mostrando un libro de ciencia prohibido, porque fue escrito por un inglés protestante, cuando descubrió que Isabela estaba escuchando. En aquella ocasión él también había tenido oportunidad de incluirla en la conversación o explicarle el contenido del armario, y no lo había hecho.
Aparté de mi mente mis dudas y temores acerca de Isabela. ¿Qué problema había? ¿Acaso no era ella la fiel esposa de don Julio?