VEINTINUEVE

Caía la noche cuando abandoné la comedia. Antes de regresar al campamento de los frailes busqué de nuevo al Sanador, porque quería recuperar mi dinero. Cientos de fogatas rodeaban la feria, pero por fin reconocí el burro del Sanador, su perro y la especial manta india sobre la que había visto al animal, con tinte de color rojo imperial obtenido de la cochinilla. En el cielo salpicado de estrellas brillaba una luna llena, que me proporcionó suficiente luz para localizar su campamento.

Pero el Sanador no estaba por ninguna parte. Habría robado su manta y cualquier otra cosa que encontrara para cobrarme su estafa, pero el pequeño perro amarillo me miró con saña. Los perros amarillos se asociaban a espíritus muy malévolos. Acompañaban a los muertos en el viaje a los infiernos, el Lugar Oscuro al que todos vamos después de la muerte. Y aquel perro me miraba fijamente, como si quisiera acompañarme a mí a ese Lugar Oscuro.

Amplié mi búsqueda del Sanador y lo vi a cierta distancia, detrás de su campamento. Estaba de espaldas a mí, en las ruinas de un olvidado monumento azteca, la vista fija en el cielo, en la penumbra cada vez mayor del día que agonizaba. Sólo alcanzaba a ver su silueta oscura. Cuando caminé hacia él, levantó las manos hacia las estrellas y dijo algo en un lenguaje extraño para mis oídos. No era náhuatl ni ningún dialecto indio que yo conociera.

Una ráfaga de viento, fría e inesperada, sopló desde el norte; un viento helado que me congeló la sangre. Mientras el viento me abofeteaba, miré al Sanador. Desde el cielo, una estrella cayó a tierra, y su caída provocó un resplandor furioso. Yo había visto antes estrellas fugaces, pero nunca una que cayera así, a plomo, siguiendo una orden mortal.

Mis pies giraron y corrí de prisa al campamento de los frailes.

Fray Antonio diría que era, sin duda, una coincidencia que la estrella cayera en el momento en que el Sanador parecía ordenárselo. Pero ¿y si el fraile se equivocaba? Él sólo conocía el reino terrenal, donde la Corona y la Iglesia dominaban. ¿Y si había otro mundo, uno que había quedado oculto en nuestras junglas desde tiempos inmemoriales, incluso antes de que los dioses griegos nos burlaran desde el monte Olimpo y una serpiente tramara la caída de Eva con una fruta?

Yo no era de los que tientan al destino. Ya tenía suficientes enemigos como para encolerizar a los dioses aztecas.

No había llegado muy lejos cuando vi al pícaro de Mateo sentado debajo de un árbol. Tenía una fogata delante y una antorcha ya agonizante colgada de la rama de un árbol. La luz de las llamas revelaba furia en su rostro. Cerca de él había una pluma y un papel. Me pregunté si habría estado escribiendo un libro, otro romance de caballeros y aventuras. En los libros y las baladas, «romance» no era entre hombre y mujer, aunque tales eventos eran un lugar común en sus páginas. El romance se refería a la aventura, a luchar contra el mal, conquistar un reino y obtener la mano de una hermosa princesa.

Me intrigaba la idea de que aquel hombre realmente escribiera un libro. Sabía, por supuesto, que los libros no se empollaban como los huevos, sino que eran el trabajo de los hombres. Pero, de todos modos, el proceso era un misterio para mí. Aparte de los frailes, conocía a pocas personas, además de mí mismo, capaces de escribir su nombre.

Él levantó una bota de vino y bebió un trago largo.

Vacilando y pensando cada paso que daba, me acerqué lo suficiente a él aun a riesgo de que me clavara su daga. Él levantó la vista cuando yo llegué bastante cerca y su expresión se ensombreció al reconocerme.

—Vi la obra —me apresuré a decir—, y La vida es sueño es mucho mejor que esa estúpida farsa que representó el enano. ¿Cómo pudo no darse cuenta el soldado de que otra mujer había ocupado el lugar de su esposa? Y su hija… el autor no hizo nada para advertirnos que había una hija y que estaba enferma.

—¿Qué puede saber de comedias un lépero como tú? —farfulló con tono de borracho. Otra bota de vino, aunque ésta chata y vacía, estaba junto a él.

—No estoy educado en comedias —dije con altivez—, pero he leído los clásicos en latín y castellano y hasta en griego antiguo. Y he leído dos obras de teatro, una de Lope de Vega y la otra de Mig… —La lengua se me trabó en el nombre porque la única otra obra que había leído era de Miguel de Cervantes. Y aquel hombre había amenazado con cortarme los cojones si volvía a mencionar a Cervantes.

—¿Qué libros en español has leído?

Guzmán de Alfarache. —Evidentemente, no mencioné el otro, Don Quijote.

—¿A qué amigo permitió Aquiles que peleara en su nombre en la Ilíada? —preguntó Mateo.

—A Patroclo. Murió usando la armadura de Aquiles.

—¿Quién lo mató?

—Le dijo a Héctor que fueron los dioses y «el destino mortal».

—¿Quién construyó el caballo de Troya?

—Epeo. Era maestro carpintero y pugilista.

—¿Quién era la reina de Cartago en la Eneida?

—Dido. Ella se mató después de que Júpiter ordenó a Eneas que la abandonara.

Ubi tete occultabas!

Ahora hablaba en latín y me preguntaba dónde había estado escondido. Al principio la pregunta me irritó porque, de hecho, yo había estado escondido; pero después me di cuenta de que él no se refería a que escondiera mi cuerpo. En su estado de ebriedad, se refería al hecho de que vestía como un lépero, pero en cambio tenía la educación de un sacerdote.

—En Veracruz —respondí. Y, después, con una sinceridad poco característica en mí, añadí—: No les haría ninguna gracia a los gachupines enterarse de que un mestizo habla varios idiomas y ha leído a los clásicos.

Él me miró con nuevo interés, pero en seguida renunció a ese esfuerzo. La lucha era demasiada. En lugar de seguir hablando, levantó la bota de vino hacia sus labios.

¿Quién era ese hombre? Probablemente había nacido en España, lo cual presumiblemente lo convertía en un gachupín, pero yo no lo consideraba un portador de espuelas. En primer lugar, era un pícaro y un actor. Por el momento, un pícaro y un actor muy borracho.

—Lo respeto por su negativa a satisfacer a esa multitud de mercaderes y campesinos que no entendían lo maravillosa que era la obra de Calderón —dije—. Calderón es un verdadero artista. Pero la otra obra, ¿qué clase de persona escribiría semejante patraña? —pregunté.

—Yo la escribí.

Me quedé helado, seguro de que mi vida había llegado a su fin.

—Pero… pero…

—Y respeto que te haya parecido disparatada.

—Era similar a Peribáñez y el comendador de Ocaña, la obra de Lope de Vega, pero la obra de Lope era…

—Mejor. Ya lo sé. Tomé el esqueleto de la obra de Lope y le añadí carne diferente. ¿Por qué, me preguntas? Porque el público quiere obras sencillas acerca del honor, y él ha escrito tantas, en realidad cientos, que es más fácil ponerles diferentes trajes que molestarse en escribir obras nuevas. —Eructó—. Verás, mi pequeño bribón de la calle, eso es lo que el público quiere, las tonterías que les encienden el corazón pero mantienen su mente intacta. Yo les doy lo que ellos desean. Si no lo hiciera, los actores no recibirían su paga y el teatro moriría. Si un duque adinerado no apoya tu arte, satisfaces a la plebe o te mueres de hambre.

—¡Si creyera en su arte, preferiría morir antes que traicionarlo! —dije.

—Eres un tonto, un mentiroso o ambas cosas.

Eso, desde luego, era cierto. Por otro lado, sus comentarios fueron hechos con penosa sinceridad. Comprendí que bebía para aplacar la pena que le provocaba esa traición teatral.

—Sin embargo, hay algo que me molesta —dije—. Usted sabía cómo reaccionaría el público cuando puso en escena La vida es sueño. ¿Lo hizo deliberadamente?

Él se echó a reír.

—Guzmán te enseñó bien. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Me llaman Cristo el Bastardo. Mi amigo el fraile, mejor dicho, el ex fraile, me llama Bastardo Chico.

—Entonces yo te llamaré Bastardo. Es un nombre honorable, al menos entre ladrones y prostitutas. Bebo por ti, Bastardo, y por tu amigo Guzmán. Y por Ulises. Espero que tú, como Ulises, no mueras en las rocas de las sirenas.

Vació la bota de vino y la arrojó a un lado.

—Sé bien que el público detesta esa obra acerca de los sueños. La uso para calentar un poco la sangre. Con toda esa furia bullendo en su interior, pagarán el doble para ver que el pirata recibe su merecido.

—¿Qué le pasó al príncipe Segismundo? —pregunté.

—Siéntate, chico, siéntate, que yo te instruiré. —Me miró fijamente con ojos vidriosos—. ¿Tienes un nombre?

—Bueno, sigue siendo Cristo el Bastardo.

—Ah, un buen nombre. El bastardo de Cristo es lo que yo pienso de ti. —De nuevo me miró con ojos entrecerrados—. Ahora bien, con respecto al príncipe de Polonia, él mató a un hombre, fue drogado y después le dijeron que todo lo sucedido anteriormente en su vida había sido un sueño.

Cogió otra bota de vino. Por lo visto, actuar era una actividad que provocaba mucha sed.

—Su padre, el rey, cometió una equivocación. Pensó que si encadenaba al príncipe lograría cambiar el destino, pero nadie puede engañar a las parcas, que tejen nuestro lastimero fin. Al oír que el rey ha puesto en el trono al duque de Moscovia, los patriotas polacos corren a la torre prisión y liberan al príncipe. Un ejército de forajidos y de plebeyos toman por asalto la torre y le proclaman a Segismundo: «¡La libertad te espera! ¡Escucha su voz!».

»Creyendo que su vida es un sueño, el príncipe se dice: ¿por qué no hacer lo correcto? Declarando que todo poder nos ha sido prestado y debe volver a su dueño, el príncipe conduce a su heterogéneo ejército contra el ejército de su padre, el rey. A su lado está la hermosa mujer que busca vengarse del duque. Ella se ha quitado la ropa masculina y va a la batalla vestida de mujer, pero empuñando una espada de hombre.

»El rey comprende que se encuentra impotente frente al populacho armado. “¿Quién puede detener la corriente de un río, que fluye, orgullosa y precipitadamente, hacia el mar? ¿Quién puede detener en su caída a una roca desprendida de la cima de una montaña?”. Y nos dice que es más fácil domar esas cosas que la pasión furiosa del populacho.

Mateo calló y me observó con ojos pesados por el alcohol.

—El rey dice: «El trono real ha sido reducido al horror, una plataforma sangrienta donde las arpías se mofan de cada uno de nuestros movimientos».

Levantó la bota y echó la cabeza hacia atrás. Oprimió los costados y apuntó el chorro de vino hacia su boca abierta. No todo llegó a su destino; parte fue a parar a su barba. Arrojó a un lado la bota y se recostó hacia atrás con los párpados medio cerrados.

El aire estaba fresco y me acerqué más al fuego para calentarme las manos, mientras aguardaba a que él terminara el relato. Estaba intrigado por saber qué había ocurrido al final. ¿El príncipe había ganado? ¿Mató a su padre? La mujer guerrera… ¿vengó su honor con el duque?

Oí ronquidos y me pregunté qué personaje los había interpretado en la obra. Al cabo de un momento comprendí que Mateo no actuaba; estaba profundamente dormido.

Con un gruñido de decepción, me puse en pie para abandonar el campamento del pícaro, sin saber la suerte corrida por el príncipe Segismundo.

Cuando me volví, vi que un hombre se acercaba al espacio que había entre los campamentos. Se detenía en cada uno y espiaba a sus ocupantes. No lo reconocí, pero el hecho de que buscara a alguien bastó para atemorizarme. Había una carpa a no más de tres metros del lugar en que Mateo se había quedado dormido, y en seguida di por sentado que era suya.

El faldón de entrada estaba a un lado, por donde el hombre se acercaba. A cuatro patas, avancé hasta la parte posterior de la carpa, levanté la tela y entré a la oscuridad.

En seguida comprobé que la carpa no estaba vacía.