SETENTA Y OCHO

Mientras yo nadaba en un mar de conocimientos, vivía en un mundo de ignorancia y de miedo. Era peligroso demostrar cualquier clase de saber fuera del estrecho círculo formado por don Julio, Mateo y yo. Aprendí esta dolorosa lección de don Julio, quien —lamento decirlo— aseguraba que era el único amigo que había tenido que lo incitaba a la violencia.

El incidente ocurrió cuando una mujer que don Julio había tratado murió en una ciudad situada a un día de viaje de la hacienda. Acompañé a don Julio a la casa de la mujer, donde la estaban preparando para el entierro. No era muy mayor, debía de tener alrededor de cuarenta años, más o menos la edad que yo le echaba a don Julio. Y parecía gozar de buena salud inmediatamente antes de su muerte.

Para complicar aún más las cosas, era una viuda rica y recientemente se había casado con un hombre más joven que tenía fama de despilfarrador y mujeriego.

Al llegar a la casa, don Julio hizo que todos menos el alcalde y el sacerdote salieran de la habitación y examinó el cuerpo. Sospechó envenenamiento por arsénico debido al olor a almendras amargas que salía de su boca.

El sacerdote anunció que la mujer había expirado por el pecado cometido al contraer matrimonio poco después de la muerte de su marido y con un hombre que la Iglesia desaprobaba.

Me eché a reír frente al dictamen del cura.

—La gente no muere por haber pecado.

Lo único que recuerdo después de pronunciar estas palabras es haber recibido un puñetazo de parte de don Julio que casi me mandó al otro extremo de la habitación.

—¡Pedazo de ignorante! ¿Qué sabes tú de los procedimientos de Dios?

Me di cuenta de mi error. Era la segunda vez en la vida que me había metido en problemas por revelar mis conocimientos médicos.

—Usted está en lo cierto, padre. La mujer murió por sus pecados —dijo don Julio—, pues llevó a su propia casa al sinvergüenza que la envenenó. Como sucede con la mayoría de los venenos, resultará extremadamente difícil probar que él se lo administró. Sin embargo, con el permiso del alcalde y la bendición de la Iglesia, me gustaría tenderle una trampa al asesino.

—¿Qué tipo de trampa desea tenderle, don Julio? —preguntó el alcalde.

—La prueba de la sangre.

Los dos hombres murmuraron su aprobación. Yo permanecí callado, sumido en la ignorancia y en la humildad.

—Si pudiera pedirles al padre y a su excelencia que preparen al marido sembrando en él las semillas del miedo…

Cuando los dos abandonaron la habitación para hablar con el marido, don Julio dijo:

—Debemos apresurarnos.

Y comenzó a examinar el cuerpo de la señora.

—La palma de la mano presenta un corte, probablemente de cuando rompió esta copa por el dolor. —La herida era de forma irregular y había poca sangre en ella.

Junto a la cama, sobre la mesa y en el suelo, había trozos de la copa. Don Julio examinó algunos y los olió.

—Sospecho que el veneno estaba en esta copa.

—¿Cómo lo probará? ¿Qué es la prueba de la sangre?

—En realidad, es un cuento de viejas, pero muchas personas lo creen. —De su maletín sacó un tubo de cobre y una pequeña pelota, también de cobre. Yo lo había visto llenar esa pelota de líquido y unirla al tubo para insertarlo en la espalda de una persona y aplicar medicinas en ese lugar—. Cuando una persona muere, por razones desconocidas, la sangre se deposita en la parte inferior de su cuerpo. Como esta mujer está acostada de espaldas, la sangre se le acumulará a lo largo de la espalda, en la parte posterior de las piernas, etcétera.

—¿Porqué?

Él se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Muchos médicos creen que es parte de un proceso en el que el cuerpo es atraído hacia la tierra para su sepultura. Como sabes por los libros de mi biblioteca que has leído con mi permiso… y los que lees a escondidas, en la vida hay más misterios que respuestas.

—Esta acumulación de sangre… ¿ésa es la prueba de la sangre?

—No. Ayúdame a darle la vuelta. —Desenvainó su daga del cinturón—. Voy a extraerle sangre.

Llenó la pelotita con sangre e insertó el tubo, manteniendo el dispositivo hacia arriba para que el líquido no se derramara. Levantó la manga del camisón de la mujer y apoyó el dispositivo sobre su brazo desnudo, manteniendo un dedo sobre el extremo para que la sangre no se vertiera.

—Ven, pon el dedo donde lo tengo yo.

Me situé donde él se encontraba y mantuve el extremo del tubo sellado, mientras él bajaba la manga hasta que la pelota y el tubo quedaron cubiertos.

—Cuando quites el dedo, la sangre de ese recipiente fluirá lentamente hacia la palma de la mano. Si alguien entra en la habitación, pensará que la herida de la mano de la mujer sangra.

—¿Y por qué habría de sangrar esa herida?

—Muchas personas creen que las heridas infligidas a una persona sangrarán si el asesino de esa persona se acerca al cadáver. Cuando eso sucede, el asesino queda en descubierto. En eso consiste la prueba de la sangre, en que la sangre de la víctima señala a la persona que le quitó la vida.

—¿Y eso es cierto? ¿Realmente fluye la sangre?

—Sí, cuando uno hace lo necesario para que eso suceda, como nosotros acabamos de hacer. Les pedí al fraile y al alcalde que despertaran en el marido el temor hacia dicha prueba. Ha llegado el momento de llamarlos para que entren, seguidos por el marido. Cuando él entre en la habitación, aparta el dedo y da un paso atrás; yo señalaré que la palma de la mano ha comenzado a sangrar.

Un momento después, el marido huía del cuarto, aterrorizado. Lo vi por última vez balbuceando incoherentemente cuando los hombres del alcalde le ataron las manos a la espalda. No quise estar presente cuando lo ahorcaron: ya había visto suficientes muertes en mi vida.

De regreso a la hacienda, don Julio me habló de la manera apropiada de tratar la medicina con un sacerdote delante.

—La instrucción médica que necesita un sacerdote la encuentra en las Escrituras.

—¿Acaso en las Escrituras hay información médica?

—No. De eso se trata, precisamente. Para la mayoría de los sacerdotes, el médico no cura: lo hace Dios. Y Dios es mezquino con respecto a cuántas vida salva. Si un médico salva demasiadas, puede despertar la sospecha de que está aliado con el diablo. Cuando desafiaste al sacerdote, tenías razón, pero tu sabiduría era equivocada. Es peligroso para cualquier médico demostrar demasiados conocimientos médicos o lograr demasiadas curaciones. Cuando el médico es un converso, como yo, y los demás lo saben, los familiares de la Inquisición pueden sacarlo de la cama en mitad de la noche si demuestra demasiadas habilidades médicas.

Me disculpé profusamente con don Julio.

—Es preciso que adoptes esa misma actitud con respecto a tus conocimientos de las hierbas curativas indias. Con frecuencia, esas hierbas son más eficaces que cualquier medicina europea, pero hay que procurar no despertar la ira de los curas o de los médicos envidiosos.

Don Julio me dijo algo que me inquietó: en ocasiones, él recetaba remedios que sabía que no servían para nada, pero que tranquilizaban a los pacientes y a los sacerdotes.

—Existe una mezcolanza llamada mithradatium, que está compuesta por varias docenas de ingredientes y que se cree que lo cura todo, incluso el envenenamiento. Uno de sus principales ingredientes es la carne de una serpiente, pues se dice que los reptiles son inmunes a su propio veneno. En mi opinión, esa medicina no sólo es una estafa, sino que además es nociva. Cuando la administro, lo hago en dosis muy pequeñas para que no haga daño.

»Nuestros médicos saben más acerca de los venenos que matan a la gente que de las drogas que curan las enfermedades. Esos estúpidos con frecuencia no prestan atención a un remedio indio que se sabe que tiene poderes curativos, y aplican algo que no posee ningún valor medicinal. El propio virrey y la mitad de los hombres importantes de España ponen piedras de bezoar en sus bebidas porque creen que actúan como un antídoto que absorbe los venenos.

—¿Piedras de bezoar? Nunca he oído hablar de ese antídoto.

—Son piedras que se encuentran en los órganos de rumiantes muertos. Hombres que trazan el destino de naciones, reyes que gobiernan imperios, con frecuencia se niegan a beber cualquier cosa a menos que haya una piedra de bezoar en su copa.

—¿Y realmente impiden que uno sea envenenado?

—¡Bah! Son completamente inútiles. Algunas tienen cuernos que se cree que han pertenecido a unicornios. Beben de los cuernos o remueven la bebida con ellos porque creen que esos cuernos neutralizan el veneno.

Sacudí la cabeza, maravillado. Era precisamente para esa clase de personas que la víbora del Sanador surtía efecto.

Don Julio continuó hablando sin ocultar su desprecio.

—Cuando, hace unos años, el arzobispo agonizaba, junto a su lecho se encontraban los hombres que estaban considerados los mejores médicos de Nueva España. Una de las medicinas que le administraron para ayudarlo a dormir y a reducir su dolor fue excremento de ratón. —Sacudió la cabeza como si le resultara imposible entenderlo—. Tengo la certeza de que esa sustancia inmunda no hizo sino acelerar el viaje de ese pobre hombre hacia el cielo.

Después de escuchar a don Julio, comprendí que él y el Sanador no estaban tan alejados en sus prácticas médicas como en un principio podría suponerse.

Ni en su astucia. La prueba de la sangre era, sin duda, el equivalente español de un truco indio con víboras.

Una etapa de mi vida se cerró y otra se abrió cuando cumplí veintiún años. Había soñado muchísimas veces con ver la ciudad de Nueva España a la que se llamaba la «maravilla del mundo», una ciudad de canales y palacios, de hermosas mujeres e imponentes caballeros, de excelentes caballos y de carruajes dorados.

Ese día finalmente llegó cuando iba a conocer la Venecia del Nuevo Mundo.