CIENTO VEINTIOCHO

—Usaremos la mascarada como tapadera para nuestro plan —me dijo Mateo.

Eh, amigos, ¿no os había dicho ya que en la colonia siempre había una excusa para celebrar algo? Salíamos a las calles para celebrar a los muertos, la llegada de la flota del tesoro, buenas noticias de victorias en las guerras en Europa, aniversarios de los santos, investiduras de obispos y virreyes… y cualquier otro acontecimiento importante que pudiéramos poner como excusa.

De todas las celebraciones, la atmósfera colorida de la mascarada de carnaval era mi favorita. Mateo dijo que la excusa para esta mascarada era el hecho de que la reina hubiera dado a luz a un príncipe sano. La hija viuda de don Silvestre le habló de esa celebración durante una de sus visitas.

—Ella dice que la razón de la mascarada es hacer que la gente se olvide que tiene el estómago vacío. El virrey conoce el ambiente que se vive en las calles. Cada vez que impone un impuesto especial para contribuir a las guerras del rey decreta una fiesta popular. La semana pasada convocó a los notables de la ciudad y les dijo que iba a haber una mascarada para celebrar ese nacimiento real. Eso nos permitirá salir a la calle disfrazados. Ella nos conseguirá esas máscaras.

Cuando su criada nos trajo los disfraces, Mateo los miró, horrorizado, y después dio rienda suelta a su furia.

—¡Me niego a llevar esto!

—Por supuesto —dije, casi sin poder reprimir la risa.

Le dio una patada al paquete que contenía los disfraces.

—El destino se ríe de mí.

En realidad, la hija de don Silvestre había elegido los disfraces más usados: el de don Quijote y su criado, el rollizo Sancho Panza. ¿Cómo iba a saber ella la rabia que Mateo sentía hacia el creador del caballero de la triste figura?

Mateo no advirtió lo apropiado de la elección, pero yo me di cuenta en seguida: en la mascarada habría cantidades de Quijotes y Sanchos, lo cual nos permitiría confundirnos con ellos.

Como no tenía otra alternativa, aceptó de mala gana. Evidentemente, eligió el papel principal para él, el del hidalgo, y dejó para mí el del gordo escudero Sancho.

—Ni se te ocurra mencionar el nombre de ese bandido que me robó el alma —me amenazó Mateo.

Salimos de la casa ataviados con nuestros disfraces.

—Iremos a la plaza principal. Estará repleta de gente, así que cuando la multitud comience a moverse, nadie notará que nos dirigimos hacia el depósito de maíz.

La plaza en efecto, estaba repleta de gente, había algunas personas disfrazadas, pero la mayoría sólo estaban allí para contemplar el espectáculo de los demás con sus disfraces y sus payasadas. El desfile lo encabezaban las trompetas. Detrás de ellas iba una larga procesión de carros que se había transformado en escenas de páginas de la historia, la literatura y la Biblia, junto con cientos de figuras disfrazadas.

Las carrozas alegóricas estaban elaboradamente diseñadas y las más llamativas eran las que atraían la atención de los espectadores. Los que contemplaban el espectáculo desde la calle solían ser los pequeños comerciantes, los obreros y los pobres, mientras que las personas de clase alta lo observaban desde balcones decorados o desde el tejado de las casas.

El primer grupo en desfilar fue el de los indios. Hombres y mujeres con el atuendo de diferentes naciones indias iniciaron la marcha, los guerreros con adornos de batalla, las mujeres con su vestimenta tradicional festiva. Un grupo, que llevaban la ropa justa para evitar el arresto, se habían cubierto el cuerpo con pinturas de vivos colores y marchaban por las calles balanceando sus garrotes. A juzgar por los comentarios de la gente, supuse que eran los partidarios del destructivo Pueblo de los Perros.

Detrás de los indios venía Cortés montado en su caballo y rodeado de reyes indios, a algunos de los cuales él había matado o derrotado: Netzahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco, que murió antes de la conquista; Moctezuma, que murió a manos de su propia gente furiosa; el desafortunado Chimalpopoca, que murió torturado a manos de los conquistadores, y el dios de la guerra Huitzilopochtli, que se cobró muchas vidas antes de que su templo cayera finalmente en manos de los españoles.

Después de las escenas y personajes de la historia vino la comparsa de las recreaciones de grandes escenas de la literatura. Siguiendo la tradición, el primer lugar lo ocupaba la carroza que mostraba al mío Cid al rescate del obispo guerrero Jerónimo, que había luchado solo contra los moros. La carroza mostraba al obispo abatiendo a un infiel con una cruz en lugar de la lanza mencionada en el poema, mientras que el Cid se acercaba montado a caballo.

Después era el turno de Amadís de Gaula, ese importantísimo personaje de la caballería. La escena mostraba a Amadís en el arco mágico de la ínsula Firme en la que no podía entrar ningún caballero salvo los más valientes de la Tierra. Amadís luchaba contra guerreros invisibles, cuya naturaleza fantasmal era representada con una tela transparente, de tipo tela de araña, que les cubría los uniformes.

—¿Oyes a los pobres que te rodean? —dijo Mateo—. Conocen el significado de cada escena e incluso pueden repetir las palabras exactas de los libros… y eso que nunca han leído ninguno. Han oído hablar de esos personajes y de las escenas de labios de otros. La mascarada les da vida y los convierte en reales para las personas que ni siquiera saben leer su propio nombre.

También les estaba dando vida para mí, y eso que yo había leído la mayor parte de las historias de esos personajes.

Bernardo del Carpió apareció, matando al paladín franco Roldan en la batalla de Roncesvalles, y de pronto recordé una escena entre dulce y amarga: la vez que vi por primera vez a Elena en la plaza de Veracruz, y traté de hacerme pasar por Bernardo.

Después se presentó Esplandián, el héroe del quinto libro de Amadís. Era uno de los libros que leía Don Quijote. Esa tontería propia de la caballería contribuyó a que el caballero errante perdiera el juicio y fue uno de los romances que su amigo, el cura, decidió quemar. La carroza alegórica mostraba a una hechicera llevando al dormido Esplandián a una misteriosa embarcación que llevaba por nombre el Barco de la Gran Serpiente. El barco tenía forma de dragón.

—Palmerín de Oliva —dijo alguien al ver la siguiente carroza. El heroico Palmerín de Oliva había emprendido una aventura y descubierto una fuente mágica custodiada por una enorme serpiente. Las aguas de la fuente podían curar al rey de Macedonia de una enfermedad mortal. En el camino encontró a hermosas princesas hadas que le lanzaron un conjuro para protegerlo del encantamiento de los monstruos y los magos.

La carroza de Palmerín era la que estaba mejor hecha y una serie de exclamaciones y gritos de aprobación saludaron su aparición. Mostraba a Palmerín de pie junto a la fuente, rodeado de hadas escasamente vestidas. Enroscada alrededor de la carroza había una serpiente gigantesca, el monstruo que había protegido la fuente. Su cabeza estaba levantada detrás de Palmerín, como si estuviera a punto de atacar al joven caballero.

Y, por supuesto, allí estaba nuestro amigo de La Mancha al final, siguiendo a los personajes literarios que habían trastornado su mente. Las aventuras de ese caballero errante eran las más nuevas de los personajes del desfile, pero ya habían ganado estatura legendaria. Y todos los que allí se encontraban, de los cuales eran pocos los que habían leído un libro, conocían su historia.

Don Quijote era Alonso Quijano, un hidalgo cuarentón que había pasado su vida haraganeando, sin dinero, y viviendo en la región árida y casi infértil de La Mancha. Su pasión era leer libros de caballerías. Estas historias de caballeros y princesas que estaban en peligro y dragones que había que matar eran tan descabelladas e irracionales que el pobre caballero perdió el control de su mente al leerlas. Muy pronto pulía la antigua armadura de su abuelo y preparaba a su corcel Rocinante, un jamelgo huesudo de establo, para que lo llevara al combate. Como necesitaba una princesa a la cual rescatar y amar, algo imprescindible para cualquier caballero errante, incluso los que confunden molinos con gigantes, él llama duquesa a una sencilla muchacha campesina, Aldonza Lorenzo. Como paje y criado, convenció a un campesino, el crédulo Sancho Panza, de que lo acompañara.

En la primera salida, don Quijote llega a una posada que, para su mundo de fantasía, imaginó era un gran castillo, rodeado por un foso y con imponentes torres. Allí lo atienden dos prostitutas, que él fantasea son damas de familias nobles. Esa noche, las dos damas lo ayudan a desvestirse.

La carroza alegórica muestra a don Quijote con ropa de cama pero con su yelmo de caballero en la cabeza. Hay dos mujeres junto a él. Las prostitutas de la posada lo habían ayudado a quitarse la oxidada armadura, pero no consiguieron quitarle el yelmo, con el que él debe dormir.

El atuendo de las mujeres es tal que, de un lado, el que se encuentra junto a don Quijote, su ropa es la propia de unas damas de la nobleza, y del otro, es decir, el lado que él no ve, su ropa es la ropa barata y cursi de las prostitutas.

Yo casi no miré esa carroza alegórica.

—Vamos —ordenó Mateo.

Ay, y así fue cómo yo, el crédulo, estúpido y rechoncho Sancho Panza, seguí a don Quijote en otra misión para luchar contra molinos de viento.