Epílogo

El «guepardo» se llamaba Ryan y vivía con su madre, en el barrio alto, en una casita barroca con vistas al mar. Fisioterapeuta de buena reputación, la señora Ravare, una viuda de cuarenta y seis años, recibía a sus clientes a domicilio, salvo los miércoles y los jueves por la tarde, que pasaba consulta a otros pacientes en el hospital de la Timone.

Había conseguido esa información y mucha más gracias a Jacky Valtamore, que había insistido en acompañarme. Acepté de mala gana pero, con ciento cinco años, como me recordó de forma poco elegante, todas las precauciones son pocas. Es cierto que la canícula de los últimos días no me había sentado bien, a pesar de haber cumplido al pie de la letra las recomendaciones del Ministerio de Sanidad, que aconsejaba a los ancianos, amenazados por la deshidratación, beber agua con regularidad. Además tenía la sensación de llevar las zapatillas engrasadas. A cada paso me parecía que iba a resbalar y caer.

Tras saludar a su esbirro, un tipo gordo y alelado que vigilaba la entrada, Jacky me pidió que le esperase en la puerta. Saltó por encima de una valla para llegar a la parte trasera de la casa de la señora Ravare, por el lado del mar, y me abrió minutos más tarde. Sonreí: a sus ochenta y dos años no había perdido la mano.

—¿Está dentro? —pregunté.

—Ya te lo he dicho —murmuró irritado—. Hace tres días que lo tengo vigilado, de la mañana a la noche. Si no, no habríamos venido.

Seguí a Jacky por la escalera de caracol que daba a la habitación del «guepardo». Estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados y los cascos en las orejas. Que estuviera dormido o no, no cambiaba gran cosa. Se escondía del mundo de los vivos.

—¿Duermes? —gritó Jacky.

Ryan Ravare abrió un ojo, y después el otro, y se levantó de un salto con cara aterrorizada. Me alegré de su sorpresa: me había reconocido.

—No, no estás viendo visiones, mentecato: soy yo, la vieja loca que te asustó tanto una noche en el Puerto Viejo.

Saqué la pistola, una Glock 17, del bolsillo de mi sahariana.

—Te había advertido —continué— de lo que te pasaría si volvías a las andadas. Pues bien, chaval, ha llegado la hora del juicio final.

Jacky me agarró de la manga, con el ceño fruncido, y me susurró al oído:

—¿Qué estás haciendo, Rose? Habíamos hablado sólo de una pequeña lección y nada más.

—Ya veremos —susurré—. Estoy improvisando.

Sintiendo un desacuerdo entre el enemigo, Ryan intentó sacar provecho:

—Permítame decirle, señora, que es usted muy agresiva.

—¿Acaso tú, mentecato, no eres agresivo con la gente que atracas?

—No sé de qué está hablando. ¡Yo no he hecho nada y entra en mi casa para acusarme! ¡Qué descaro! —y después adoptó el tono plañidero propio de las nuevas generaciones—: Por si no lo ha notado, en este momento estoy en plena depresión. No duermo, no como, mi madre está muy preocupada. Puede comprobarlo, estoy siguiendo un tratamiento.

Nos señaló un montón de medicamentos que juntos parecían una especie de pueblecito provenzal, erigido sobre su mesita de noche como sobre lo alto de una montaña.

—Estoy muy cansado —prosiguió—. Hace años que perdí el apego a la vida, es lo que me han diagnosticado en el hospital. Mi vida no tiene nada que envidiar, créanme. No consigo salir a flote, y últimamente ha ido a peor. Tengo incluso ganas de suicidarme.

Fingía dirigirse a mí pero sólo miraba a Jacky, el eslabón débil. Tosí para atraer su atención y dije:

—Te propongo un trato. Si te entregas a la policía con todo tu botín, te perdonaré la vida. Si no, te pego un tiro aquí mismo.

—Ya era hora —resopló Jacky entre dientes—. Por ahí sí que vamos mejor.

Ryan parecía dudar. Insistí:

—Si te niegas a pagar tu deuda con la sociedad, debes saber que estaré encantada de matarte. Lo que me impide disparar es única y exclusivamente mi amigo, que quiere darte una oportunidad.

—No me gusta la cárcel.

—No tienes elección.

Ryan respondió que su prioridad era salir de la mala racha, y que el encarcelamiento no le parecía la solución ideal. Le pedí que asumiera su responsabilidad y añadí que si se le ocurría denunciarnos, una vez entre rejas no duraría mucho: Jacky y yo teníamos muchos contactos en la cárcel. Viciosos y depravados a quienes les encantaría matar el tiempo con jovencitos de su estilo.

Tras acompañar a Ryan a la comisaría de la Canebière, fui a beber mi primer pastis del año con Jacky a la cervecería del Quai des Belges. Cuando pedí una segunda ronda, Jacky sacudió la cabeza.

—Sólo uno más —protesté—. La vida hay que bebérsela deprisa, antes de que nos quiten el vaso.

—Júrame que será la última.

—Siempre hay que beber como si fuese la última, Jacky. No serás tú el que me enseñe que se muere de no haber vivido y que, si no, acabamos muriendo también.

—Puestos a morir, Rose, que sea con plena consciencia y con buena salud. No ebria como una cuba.

—Perdona, pero eso no son más que frases de borracho. La única cosa que la vida no me ha quitado es morir. Y figúrate que todavía no tengo intención de marcharme.

La vida es como un libro que se aprecia, un relato, una novela, un ensayo histórico. Nos encariñamos con los personajes y nos dejamos llevar por los acontecimientos. Al final, ya lo estemos escribiendo o leyendo, no queremos terminarlo. Ése es mi caso. Tanto más teniendo en cuenta que me quedan muchas cosas por hacer y decir.

Sé que mis labios continuarán siempre en movimiento, incluso cuando estén mezclados con la tierra, y que continuarán diciendo sí a la vida, sí, sí, sí...

FIN