28. Roja como un tomate

PARÍS, 1940. El 17 de junio, las tropas alemanas desfilaron por los Campos Elíseos como lo venían haciendo a diario desde su entrada en París, tres días antes. El aire temblaba, las calles estaban desiertas y amedrentadas.

Fue ese día el que eligió Heinrich Himmler para venir a cenar a La Petite Provence. Nunca entendí cómo acabó allí. El oficial alemán encargado de hacer la reserva y visitar el local había dicho que el Reichsführer-SS quería un restaurante con vistas a la torre Eiffel, lo que no era exactamente el caso de mi establecimiento, donde sólo se podía ver desde una única mesa en la terraza, y eso si estiraba el cuello.

Llegó sobre las diez, cuando ya había anochecido. Himmler no se preocupó por ver la torre Eiffel que, desde la explanada del Trocadero, parecía emerger como una nave de las tinieblas marinas. Resultaba evidente que el Reichsführer-SS no había venido a hacer turismo. Protegido por una decena de soldados y acompañado por otros tantos colaboradores, por no hablar de los cuatro camiones militares estacionados en la plaza delante del restaurante, trabajó hasta altas horas de la noche desplegando mapas y haciendo mucho ruido.

Los franceses teníamos prohibido circular en París entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, así que la mayoría de mis proveedores me habían fallado. Preparé la cena con lo que tenía. Fundamentalmente bacalao desalado y patatas.

Tras mi foie gras al oporto con compota de cebollas e higos como entrante, Himmler y sus compañeros degustaron mi célebre brandada de bacalao, seguida por una charlota de fresas, y por último mi festival de infusiones. Me había superado a mí misma.

Sin embargo, mi moral estaba a cero. A las doce y media de ese mismo día había escuchado por la radio el discurso del mariscal Pétain, que decía haber «otorgado a Francia el regalo» de su persona «para aliviar su sufrimiento», para después soltar con su voz de viejo estreñido su famoso: «Con el corazón encogido tengo que deciros que debemos cesar el combate». Numerosas unidades del ejército francés se rindieron de inmediato, así que el ministro de Asuntos Exteriores, Paul Baudouin, creyó necesario rectificar esa misma tarde las declaraciones del nuevo presidente del Consejo recordando que el Gobierno no había «ni abandonado la lucha ni depuesto las armas». Al menos, no aún.

Al final de la cena, Heinrich Himmler pidió verme. Me peiné y me maquillé rápidamente y me presenté a su mesa con el corazón acelerado, la boca seca y temblando como una hoja.

—Bravo —dijo Himmler, dando la señal para que sus colaboradores, que no le dejaban ni un momento, aplaudiesen.

—Danke schön —contesté con voz tímida.

Era la primera vez que veía a un mandatario nazi. Antes de la cena, Paul Chassagnon me había advertido que Himmler era el que se encargaba de hacerle el trabajo sucio a Hitler, un personaje repugnante que sembraba la muerte allá por donde pasaba. A primera vista, sin embargo, el Reichsführer-SS inspiraba confianza. De no haber sido por su enorme culo, parecía completamente normal, iba a decir humano, cosa que no puedo decir hoy, ahora que sabemos todo lo que sabemos. Creí incluso atisbar en su expresión una mezcla de respeto y compasión hacia nosotros los franceses.

Himmler me interrogó sobre mis infusiones y sobre las plantas medicinales a través de su intérprete. Mi alemán era demasiado rudimentario como para atreverme a responder en su lengua, todavía necesitaría unos meses para tenerlo a punto. Mientras tanto, impresioné al Reichsführer-SS por el nivel de mis conocimientos en fitoterapia.

—Está usted en lo cierto —dijo—. El futuro está en las plantas. Previenen, calman y curan. Puedo asegurarle desde ya que en el nuevo Reich que estamos construyendo habrá hospitales fitoterapéuticos. ¿Le parece una buena idea, señora?

Le di la razón. Tenía la mirada iluminada por un fervor interior, creía tanto en lo que decía que no daban ganas de contradecirle.

Para continuar seduciendo al Reichsführer-SS le dije que mis conocimientos se debían en buena parte a una gran alemana del siglo XII, Santa Hildegard von Bingen, que escribió mucho sobre plantas, y cuyas obras completas yo poseía. Para demostrarle que sabía de qué hablaba, añadí que el Libro de las obras divinas era uno de mis libros de cabecera.

Hizo una mueca extraña, como si se hubiese comido una gamba en mal estado o hundido sus escarpines en el barro. Yo no sabía todavía que Himmler tenía cuatro enemigos en la vida, por este orden: los judíos, el comunismo, la Iglesia y la Wehrmacht.

—El cristianismo —dijo con mirada severa— es una de las peores plagas de la humanidad. Sobre todo su rama oriental. Una religión que decreta que la mujer es un pecado que nos lleva a la tumba. Nos libraremos de él. No se salva nada, ni siquiera Hildegard von Bingen, que no era más que una benedictina histérica y frígida...

Compensé mi torpeza citando el Ben Cao Jing chino que, tres mil años antes de Jesucristo, inventariaba las plantas medicinales y celebraba el ginseng, que, al estimular la sexualidad de los machos, tanto ha hecho por la reproducción del género humano.

Se rio con la risa de un padre de familia después de que su hija le contara un chiste. Todos sus colaboradores le imitaron, pero con esa risa nerviosa y artificial que yo llamo risa del coro.

—Yo, en todo caso —exclamó poniendo a todos por testigos—, ¡no necesito ginseng!

—Nunca viene mal, ¿sabe?

Pedí al maître que fuese a buscar un surtido de una decena de mis frascos de pastillas. Por la mañana, cuando hay que tonificar el organismo, se toman las que están hechas a base de ajo, ginseng, jengibre, albahaca y romero. Por la noche, cuando hay que calmar los ánimos, las que son una mezcla de hipérico, melisa, valeriana, verbena y amapola de California.

Himmler me felicitó por la belleza de mis frascos y sus etiquetas a la antigua.

Es ist gemütlich —dijo, y la mayoría de los oficiales repitió la última palabra. Rodeándole, parecían beber sus frases.

Tras anunciarme que quería continuar el «intercambio» conmigo, el Reichsführer-SS pidió a uno de sus colaboradores, un larguísimo fideo pálido, que apuntase mis señas.

—Volveré —dijo al marcharse—. No me gustan las cenas militares en los palacios. Me gusta mezclarme con pueblos como el suyo con los que vamos a trabajar para construir un mundo mejor, más limpio, más puro, con gente hermosa como usted.

Me puse roja como un tomate.