30. Una comida campestre
MARSELLA, 2012. Cuando Samir el Ratón llamó a mi puerta, era más de la una de la mañana. Mamadou acababa de dejarme en casa y yo estaba preparándome un baño. Antes de meterme en el agua, me desnudaba escuchando una canción de Patti Smith, People Have the Power.
Si pudiese rehacer mi vida, la suya me habría gustado: cantante, músico, pintora, poeta, drogadicta, fotógrafa, activista, escritora, madre de familia; Patti Smith lo ha hecho todo. Estoy segura de que grabará su nombre en la Historia de las mujeres, esa que los hombres lamentan vernos escribir.
Una noche que Patti Smith dio un concierto en Marsella, vino a mi restaurante después del espectáculo y me hice una foto con ella y su sonrisa de dientes podridos. Figura en un lugar destacado en mi Panteón de Grandes Mujeres.
Hice esperar a Samir el tiempo de ponerme un albornoz y cerrar el grifo de la bañera y, cuando le abrí, estaba ostensiblemente enfurruñado. Forma parte, hasta la caricatura, de lo que yo llamo la generación «todo-y-ahora-mismo». La que parece que siempre tiene trenes y aviones que perder cuando en realidad tienen todo el día libre. La que no sabe, al contrario que la mía, saborear cada gota de vida que Dios le da.
Samir tenía su tablet digital en una mano y me tendió la otra con aire pretendidamente amenazador:
—Mi investigación avanza. Tengo algo increíble que enseñarte.
—Enséñamelo.
—Antes, quería contarte la última historia que circula en la Red.
Entró y se sentó en el sofá del salón sin que le invitase.
—¿Qué pasa —comenzó— cuando una mosca cae en una taza de café durante una reunión internacional? —dejó pasar un instante de silencio y continuó—: El americano ni lo toca. El italiano tira la taza con el café. El ruso se bebe el café con la mosca. El chino se come la mosca y tira el café. El francés tira la mosca y se bebe el café. El israelí vende el café al francés, la mosca al chino, y se compra otro café con el dinero. El palestino acusa a Israel de haber puesto una mosca en su café, pide un préstamo al Banco Mundial y, con ese dinero, compra explosivos para volar la cafetería en el mismo momento en que los demás están pidiendo al israelí que le compre otra taza de café al palestino.
Sonreí:
—Es un chiste judío.
—Gracias, ya lo sabía. Gracioso, ¿no?
—No puedo decir lo contrario.
Patti Smith cantaba entonces Because the Night, su mayor éxito, escrito por Bruce Springsteen. Se metía tanto en la canción que ya no se podía dudar, al escucharla, que las mujeres han llegado a ser hombres como los demás.
Samir el Ratón se levantó y se acercó a mí, diciendo con ironía:
—Mira bien, tengo dinamita para ti. Es una foto que he encontrado en una página de archivos de la última guerra.
Me dio la tablet y me reconocí en la foto. Estaba de pie, detrás de Himmler sentado a la mesa, con una gran bandeja entre las manos. Creo recordar que llevaba pollo asado con puré a la albahaca, una de mis especialidades: al Reichsführer-SS le encantaba. La cabeza ligeramente girada hacia mí, me miraba con una sonrisa apenas perceptible y unos ojos no exentos de ternura. En último término, un parterre de flores y, más lejos, una arboleda con muchas coníferas. Era una comida campestre en Gmund, en Baviera.
Samir el Ratón me lanzaba la misma mirada del policía que, en las películas de cine negro, enseña las fotos de la escena del crimen al asesino para hacerle confesar, pero me resistí:
—¿Qué es?
—Eres tú.
—¿Yo? Perdona, pero yo era mucho más guapa.
—Déjate de cuentos, Rose.
Hubo entre nosotros un silencio que, por suerte, llenaba Patti Smith, sobre la que concentré mi atención.
—Ese tipo —dije por fin— ¿no es Himmler?
—Aparentemente.
—¿Y qué tengo yo que ver con Himmler?
—Eso es lo que me pregunto.
—Grotesco —protesté.
—Inquietante.
—Creo que deberías dejar de investigar sobre Renate Fröll.
—No tengo intención.
—Este asunto —concluí— no te saldrá bien.
No estaba convencida de que fuese lo suficientemente corrupto como para dejar de husmear en mi pasado a cambio de un soborno. Al contrario, corría el riesgo de excitarle más. Preferí mandarlo a su casa y me levanté para indicarle la salida.
—Es tarde, Samir. A mi edad, debería estar acostada hace mucho y todavía tengo que bañarme.
Se quedó sentado y soltó:
—Aún tendrás que explicarme qué hiciste entre 1942 y 1943. Entre esas dos fechas, no hay ningún rastro de ti en ninguna parte, desapareciste de todos los radares, antes de desaparecer de nuevo después. Resultan extrañas, ¿verdad?, todas esas desapariciones.
—Es normal: estaba escondida en la Provenza.
—Sin embargo, la policía no te buscaba.
Me volví a sentar.
—La policía me buscaba porque buscaba a mi exmarido, el hombre de mi vida, el padre de mis hijos, que era judío. ¿Estás satisfecho?
—Me estás ocultando cosas, Rose, y cuando se ocultan cosas, es que son interesantes.
—Soy una mujer muy anciana a la que le gustaría que la dejasen tranquila y a quien deberías, si no es mucho pedir, respetar más.
Cuando se marchó Samir, me metí en la bañera. El agua estaba ardiendo y, como tengo por costumbre, la recalentaba a intervalos regulares. Me estuve cociendo dentro mucho tiempo, con los ojos cerrados y las orejas sumergidas, dejando surgir los recuerdos que, mezclados con el vapor, flotaban por encima de mí.
Cuando salí del baño, estaba blanca como la carne del pescado hervido.