45. Simone, Nelson y yo
NUEVA YORK, 1943. Paul Chassagnon me pagó el traspaso de La Petite Provence con el dinero que había ahorrado en mi ausencia, así que llegué a los Estados Unidos con un buen fajo de billetes que llevaba cosido en el forro de mi abrigo.
Gracias a una asociación de ayuda a armenios, encontré enseguida un puesto de cocinera en un pequeño restaurante de la calle 44, cerca del hotel Algonquin, no lejos de Times Square. Dormía allí mismo, en el sótano. Estoy segura de que no he trabajado tanto en toda mi vida.
No me incomodaba tanto el trabajo como la peste a azúcar, carne, cebolla y aceite hirviendo, los cuatro olores de Nueva York, entre los que vivía toda la jornada y que me llevaba cada noche hasta el fondo de mi saco de dormir.
Muchas veces sentía ganas de vomitarme encima.
El restaurante sólo cerraba el domingo a mediodía, así que no pasaba gran cosa en mi vida. Mi única salida semanal era la misa del domingo en la catedral de Saint-Patrick, revestida de mármol y oro, en la Quinta Avenida.
Al cabo de unos meses la cambié por la iglesia de Saint-Thomas, algo más abajo, en la misma avenida. No por su magnífico retablo donde figuran los doce apóstoles, George Washington o el antiguo primer ministro británico William Gladston, y que volvería neurasténico al más alegre de los católicos, sino porque prefería aguantar la tradición doliente del cristianismo al culto al Becerro de Oro, simbolizado hasta la caricatura por Saint-Patrick.
Había vuelto más creyente que nunca de mi estancia en Alemania. Acudía con regularidad a la iglesia para preguntarles a Jesús y a la Virgen cómo le iba a mi familia en el cielo. Si no son forzosamente más felices allá arriba, los muertos están menos cansados que los vivos en la tierra. No tienen que luchar. Disponen de todo su tiempo.
Cuando hacía bueno, iba a comerme un sándwich a Central Park después de misa y antes de volver al trabajo. Me gustaba ver cómo las ardillas se revolcaban sobre la hierba y cómo la registraban en busca de bellotas que pelaban con sus manos de niños, agitando de felicidad su tupida cola.
En Central Park conocí al hombre que me daría una nueva oportunidad, un representante comercial de dentífrico y espuma de afeitar. Tenía unos cincuenta años, una gran barriga, un bigote minúsculo y aspecto de bovino melancólico. Se llamaba Frankie Robarts y quería montar un restaurante en Chicago.
Decidí seguirle el mismo día que, tras haber venido a probar mi cocina en el antro de la calle 44, me propuso montar un negocio con él. América es un país donde uno no para de rehacer su vida hasta la muerte. Por eso ha terminado creyéndose eterno. Ésa es su debilidad. Y también su fortaleza.
*
En Chicago, Frankie y yo bautizamos a nuestro restaurante Frenchy’s. Los primeros meses fueron difíciles, mi cocina provenzal no tenía éxito, estábamos con el agua al cuello. Pero cuando me especialicé en hamburguesas nuestro pequeño local frente al lago despegó.
En el Frenchy’s, en cuanto empezó a oler a muerto, quiero decir a carne a la plancha, llegaron los clientes. Mi vegetarianismo se llevaba mal con ese horrible olor. No conseguía acostumbrarme, y comprendí que nunca podría convertirme en americana.
Estados Unidos es una sociedad de carnívoros que necesita su dosis de carne sangrienta; funciona a base de carne picada como otros a base de esperanza o alcohol. Tenía la sensación de vivir todo el tiempo en el pecado. Hasta apestaba a pecado.
En nuestro establecimiento, el cliente podía componer su hamburguesa a su gusto. Con finas hierbas, especias, piñones, copos de avena, mozzarella, queso rallado, cebolla, pimientos, tomate, berenjenas, espinacas, dados de piña, todo era posible. Como acompañamiento había ideado varias salsas, de mostaza, azul, de ajo o de eneldo, todas muy dulces.
De hecho, hacía el mejor strawberry shortcake de Chicago. Lo había rebautizado tarte aux fraises à l’américaine, en francés en la carta, y funcionaba incluso mejor que mi famoso flan de caramelo, que no me resignaba a endulzar más para ponerlo al nivel de la pastelería local.
En aquella época me gustaba tener un hombre en mi cama. Frankie Robarts no era muy competente y, además, roncaba. Por no hablar de esa especie de gelatina que conformaba su barriga, su trasero o sus muslos, que me daba la impresión, cuando hacíamos el amor, de estar nadando en porridge.
Teníamos un único punto en común, el restaurante, lo que bastaba para tener conversación. Cuando cambiábamos de tema, Frankie se volvía inmediatamente aburrido y se contentaba con desgranar frases manidas, como si temiese correr riesgos mostrando su verdadero rostro.
Era un personaje que se controlaba siempre. Si soportaba a Frankie, a pesar de todo, era porque admiraba mi ciencia culinaria y adoraba mis pechos o mi trasero. Por pesado que fuese, era el mejor antídoto contra todas mis angustias. Decía todo el tiempo que yo era su única familia. Y al revés también era cierto. Al cabo de un año de vida en común, acepté casarme con él.
Sin embargo, seguía buscando en otra parte. No había abandonado mi costumbre de darme una vuelta por las mesas al final de la hora punta, y me fijaba de vez en cuando en clientes que me gustaban, pero sin atreverme a dar el paso respondiendo a sus insinuaciones. Era como esa gente que busca la ocasión para dejar el hogar conyugal pero huye de ella en cuanto la encuentra.
Pensaba que estaba muerta para el amor. Pasaron dos años hasta que, una noche de invierno de 1946, me quedé de piedra ante un tipo de mirada tenebrosa del que no podía saberse, a primera vista, si era un artista o un obrero. Sólo en América y en Rusia existen ese tipo de personajes: el escritor con hombros de leñador, que parece recién llegado de cortar troncos en el bosque.
Boxeador, jugador, borracho, comunista y, además, novelista, se llamaba Nelson Algren y había escrito ya un libro destacable: Nunca llega la mañana. Supe enseguida que era tan violento como romántico: había en ese especialista de los bajos fondos una cólera que sentí ganas de beberme de inmediato. Él sería la tormenta, yo su tierra fértil. Deseaba que me arrasara. Sentí la urgencia como una herida que sólo sanó el día que consumamos.
La primera vez que lo vi estaba cenando con una aspirante a actriz peinada como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, que se había estrenado en Estados Unidos cuatro años antes. Era incapaz de encadenar dos frases seguidas. Por estupidez o timidez, no lo sé, pero el resultado era el mismo. Cuando supo que era francesa, Nelson Algren me preguntó cómo había podido dejar París para acabar en un nido de ratas como Chicago.
—La guerra —respondí—. La guerra es como un bombardeo: lanza las cosas y los cuerpos hasta lugares imprevistos.
Vi que había encontrado interesante mi respuesta y que, durante un instante, pensó en prolongar la pregunta, pero prefirió interrogarme sobre qué echaba más de menos.
—Nada —dije.
—¡Eso es imposible!
—Si vuelvo a París, sé que no dejaré de llorar.
—No puedo creerla.
—No quiero volver allí donde viven mis muertos. Nunca podría volver a vivir entre ellos.
—¿No tiene ganas de intentarlo?
—Me gusta demasiado la vida. ¿Por qué estropearla?
Repitió lo que yo acababa de decir, y observó:
—Es bonito todo lo que dice. ¿Me permitirá utilizarlo algún día en una novela?
—Sería muy halagador.
No era una ingenua. Pude comprobar después que utilizaba mucho ese método. Al contrario que otros escritores, era un seductor profesional.
Volvió a cenar al día siguiente con otra chica, una zorra de pelo teñido, y me dejó su número de teléfono en un papelito amarillo. Lo llamé a la mañana siguiente y fui a verlo a su apartamento al norte de Chicago. Tenía treinta y nueve años y unas ganas terribles de no perder el tiempo.
Cuando abrió la puerta, lancé mi boca sobre la suya con una fuerza tal que estuvo a punto de caerse de espaldas. Tras recuperar el equilibrio, me arrastró, mientras continuábamos besándonos, hasta su cama, donde hicimos el amor.
Después nos quedamos tumbados y hablamos mirando al techo durante un cuarto de hora, antes de que me decidiera a limpiar el antro de Nelson, que estaba repugnantemente sucio y donde proliferaban cadáveres de botellas.
Durante un mes, iba a su cuchitril dos o tres veces por semana, no sin avisarle antes. Ayudada por el amor, embellecía a ojos vista. A mi marido le contaba que iba a ver a un proveedor o que tenía cita con el dentista, no se enteraba de nada. Su credulidad agravaba aún más el peso de mi culpabilidad, especialmente cuando estábamos en plena acción y, mirando los ojos vidriosos de Nelson en pleno orgasmo, me imaginaba en la penumbra la mirada paupérrima de Frankie. Concentrándome bien, estoy segura de que habría podido descubrir tras esa mirada los rostros de Gabriel, Édouard, Garance, papá, mamá y los demás.
¿Qué pintaban ellos en esta historia? ¿Por qué tenía siempre que ver a los muertos y a los ausentes cada vez que sentía placer? Si yo no hacía daño a nadie haciéndome bien a mí misma.
Una tarde, a principios del año 1947, llamé a Nelson para avisarle de mi llegada, pero me pidió que no fuese a su casa:
—Hay alguien aquí.
Era Simone de Beauvoir, que estaba dando un ciclo de conferencias por Estados Unidos. Cuando Nelson vino a cenar con ella al día siguiente, nos reconocimos y nos abrazamos. Ella olía a alcohol, a cigarro y a olores que prefiero no calificar pero que había conocido en casa de él.
Estar con Nelson le había sentado estupendamente a ella también. Mucho mejor que Sartre, en todo caso. Nunca la había visto tan guapa y resplandeciente.
Me quedé en su mesa hasta la hora de cerrar. En un momento dado, la conversación giró alrededor de los Estados Unidos, donde, ayudada por el empobrecimiento de la clase obrera, la situación se convertía, según ellos, en «revolucionaria». El tono subió bastante deprisa. Se calentaban el uno al otro y empezaron a parecerme lamentables. Sólo la gente cultivada y con talento puede proferir tanta tontería junta con la autoridad que da el convencimiento.
—A pesar de las dificultades, los americanos no parecen tan infelices —protesté—. No veo por qué querrían cambiar de régimen.
—No negarás que están pasando cosas importantes en Rusia y en China —se indignó Nelson—. ¡No puedes permanecer ciega ante el futuro de la humanidad!
—Un gobierno no podrá traer nunca la felicidad, nunca creeré en esas sandeces.
—¿Ah, no? ¿Y quién puede traer la felicidad, si no?
—La felicidad vendrá de mí misma. Además, me gusta la vida aquí.
—Porque no tienes tiempo de pensar —suspiró Nelson con tono de desprecio—. Estás alienada por el sistema capitalista, ¡completamente alienada!
Simone se bebía las palabras de Nelson: tanto amor revelaba alienación, habría afirmado Sartre. A pesar de todo lo que se ha dicho sobre ella, no se prestaba, se entregaba. Más tarde me pregunté muchas veces si no habían sido sus hombres los que le habían hecho ver el mundo de forma equivocada.
Esa noche tenía las pupilas dilatadas. Bastaba con ver su mirada para comprender que mi antiguo amante había destronado a Sartre y que sería el hombre de su vida, al menos por algún tiempo.
Aunque puedo decir que no me extrañó cuando supe, mucho después, que si bien quería ser enterrada al lado de su Sartre, lo haría con el anillo que le había regalado Nelson. Tras su ruptura, se odiaban tanto que estoy segura de que se amaban todavía.
Los días siguientes, los enamorados se acostumbraron a venir al Frenchy’s. Me gustaba su felicidad. No me quitaba nada, al contrario. Mi matrimonio con Frankie, vagamente sacudido durante un momento por mi aventura con Nelson, había salido reforzado.
Cuando Simone volvió al otro lado del Atlántico, Nelson continuó viniendo al restaurante, pero menos a menudo y casi siempre acompañado. Yo sentía miedo por su amor, no parecía hecho a escala humana. Un día que estaba solo y tenía ganas de hablar, sacó de su cartera una carta de ella, fechada el 14 de enero de 1950, en la que pude leer: «¡Ay, Nelson! Seré buena, me portaré bien, ya verás, fregaré el suelo, haré todas las comidas, escribiré tu libro al tiempo que el mío, haré el amor contigo diez veces por noche y otro tanto durante el día incluso aunque tenga que cansarme un poco».
Todavía recuerdo la sonrisa de Nelson cuando le devolví la carta, la sonrisa del domador que ha dominado a la fiera.
—No se es menos mujer por ser feminista —comentó acariciándose los brazos.
Al cabo de un tiempo, después de cenar con unos periodistas con pinta de conspiradores, Nelson se quedó un momento conmigo y me abrió su corazón. Pensaba que debía de haber dos Beauvoir. La amante y la feminista. La mujer enamorada y la mujer que piensa. Él no pedía que cortase sus raíces y realizara un «suicidio espiritual». Sólo quería construir algo con ella. Un hijo y una casa juntos, aquello no era mucho pedir. Aparentemente, ella no quería saber nada.
No volví a acostarme con Nelson. No eran ganas lo que me faltaba, pero él no las compartía. Sin duda porque yo había engordado mucho, sobre todo en las caderas y las piernas. Quizás también temiese que se lo contara un día a Simone. En los años siguientes, mi conducta fue ejemplar, como si buscara el perdón por las faltas que mi marido apenas había presentido. No tuve que obligarme a nada: le fui cogiendo el gusto a esa sucesión de gestos repetidos en la que se había convertido nuestra vida de restauradores desbordados por el éxito. Eso me sosegaba. Nuestro futuro era un pasado que recomenzaba una y otra vez.
Frankie había engordado mucho. Ésas eran, en aquella época, las consecuencias del éxito. Había pasado de largo el quintal y desde hacía mucho tiempo nos estaba prohibida la posición del misionero: me hubiese costado la vida.
Chicago es la ciudad de los extremos. Tan pronto es Groenlandia como los trópicos. «Aquí el clima es muy exagerado», le gustaba decir a Frankie Robarts. Hace siempre demasiado frío o demasiado calor. A veces parecía que todo estaba hirviendo, como en una de mis ollas, y los peces ascendían, cocidos, a la superficie del lago Michigan, antes de ir a pudrirse sobre las playas de arena fina.
«Bienvenido a la playa de los peces muertos», solía decirse con sorna. Pero no tenía ninguna gracia. Algunos días, el olor alejaba a la clientela.
Mi marido soportaba la canícula poco mejor que los peces del Michigan. Cuando nos caía encima, pasaba el tiempo calado como una esponja y chorreando por todas partes. Maldecía esos periodos que podían condenarme a dos meses de abstinencia sexual. Cada noche se producía el mismo acontecimiento terrorífico: nada.
El 2 de julio de 1955, a la hora en que el sol comenzaba a dar sus primeros zarpazos sobre la tierra, Frankie Robarts acabó explotando. Murió en pleno trabajo, a causa de una crisis cardiaca desencadenada por un derrame cerebral, mientras servía una hamburguesa a una clienta a la que derribó de su silla y que acabó con el rostro embadurnado de salsa de tomate.
Días más tarde, recibí una carta de condolencias de Simone de Beauvoir, a quien Nelson Algren había avisado de la muerte de mi marido. «Para que me despejara», me invitaba a unirme a Jean-Paul Sartre y a ella que, en otoño, partían de viaje a China. «Con todos los gastos pagados», añadía. Me harían pasar por su secretaria ante las autoridades chinas.
Vendí el restaurante y me las arreglé para reunirme con los dos en Pekín tras pasar por Moscú: no quería poner los pies en suelo francés.