37. El beso de Himmler
BAVIERA, 1942. Himmler me besó por primera vez en Gmund. Un beso ligero como una mariposa, que duró apenas el momento de un roce.
De todas las ciudades que he visitado, Gmund es sin duda una de las más limpias, diría incluso que la más lustrosa. Con los nazis al igual que bajo todos los regímenes, siempre ha parecido, vista de lejos, un ramillete de casas de muñecas pulcras y cuidadosamente dispuestas al borde del lago Tegernsee, rodeado de montañas cubiertas de abetos.
Pasamos seis días en el chalé de Himmler con parte de su familia, incluidas su esposa legítima, Marga, una vieja envarada que parecía bautizada con vinagre y que detestaba a todo el planeta porque su marido la engañaba, y su hija Gudrun, llamada Püppi, un bicho nazi de rizos dorados de trece años y que sufría, como su padre, dolores de estómago.
Sólo cuando paseaba en compañía de Himmler me libraba de que me siguiera una escolta de la guardia negra con casco de las SS. Él apreciaba nuestra intimidad, como solía decir con amplia sonrisa. Tenía siempre la misma idea en la cabeza, pero la retrasaba sin cesar hasta el día siguiente.
Esa noche, tras haber acostado a Püppi, Himmler me llevó hasta el bosque y, durante todo nuestro paseo a la luz de la luna, me habló de Federico II de Prusia, llamado Federico el Grande, el «rey filósofo», hijo de Federico Guillermo I, el «monarca soldado» del que ya me había hablado.
Durante su larguísimo reinado (1740-1786), Federico el Grande había convertido un pequeño reino en una gran potencia anexionándose sobre todo la Silesia y un pedazo de Polonia. Por muy culto que fuera, sabía hablar a sus soldados, como, por ejemplo, cuando les dijo, un día que se habían batido de manera lamentable en retirada: «¡Perros! ¿Queréis vivir eternamente?».
—Había en Federico el Grande —me dijo Himmler tomándome del brazo— ese rigor y esa constancia que tanto nos faltó después. Como yo, no dejaba nada al azar y se ocupaba de todo, incluso de cuestiones secundarias. Eso es Prusia.
—Así fue como Prusia se convirtió en Prusia —aprobé servilmente.
—Pero Prusia arrastra una rémora: Baviera. Los prusianos y los sajones serán siempre superiores a los bávaros, y se lo dice un bávaro.
—¿Por qué?
—Porque tienen los ojos claros y el pelo rubio mientras que los nuestros, por desgracia, son negros como la muerte. Una especie de maldición, y eso que mido mis palabras. Nos obliga imperiosamente, a nosotros los bávaros, a hacer más y a no rechistar ante los sacrificios que requiere el ideal germánico. Me hubiera gustado tanto tener el tipo nórdico como usted... ¿Ya le han dicho que es irresistible?
De pronto, el Reichsführer-SS me agarró la cabeza con las dos manos y se unió a mi boca en un beso más intenso que el primero. Yo, resignada a mi suerte, me veía ya montada en el sotobosque, sobre un lecho de hojas y musgo, por uno de los personajes más importantes de nuestra época y que iba quizás a ser el salvador de mis hijos, pero Himmler retiró súbitamente sus labios de los míos:
—Perdóneme, creo que no estamos siendo razonables.
—Es cierto.
Había decidido estar siempre de acuerdo con él, pero, en esa ocasión, lo estaba de verdad...
—Tengo demasiada presión en este momento —se excusó.
En el camino de vuelta, agarró mi mano y yo estreché la suya. Sesenta años después, cuando los hechos están prescritos, puedo decir que tuve ganas de gritarle a la cara: «Tómelo, aprovéchelo, es gratis, estúpido, absurdo: sólo es amor».
Obsesionada por la suerte de Gabriel y los niños, estaba dispuesta a llegar hasta el fondo de lo abyecto con tal de que los encontrase. Por inmunda que fuese, no podía dejar pasar esa oportunidad.
*
Sin duda Himmler sabía lo que les había pasado a Gabriel y a los niños, pero fingía estar esperando todavía los resultados de la búsqueda cuando las primeras hojas caídas anunciaron el otoño.
La última vez que había abordado el tema con él, había terminado montando en cólera. A partir de entonces, evitaba hablar de ello. Acabé comprendiendo por qué: si me hubiese dicho la verdad, habría vuelto a París. Pero no tenía intención de dejarme marchar. No podía estar sin mí: con mi dieta y mis píldoras se sentía bastante mejor, aunque todavía recurriese a las manos del doctor Kersten.
Una noche, Himmler me dijo que creía, antes de que yo entrase en su vida, que sus calambres estomacales eran de origen psicosomático, pero yo había dado prueba de lo contrario. Era, en parte, una cuestión de alimentación, aunque fuese innegable que las preocupaciones seguían repercutiendo, de una u otra manera, en su vientre, su punto débil.
Sus cumplidos no podían bastar. Sabía que yo no me contentaría mucho más tiempo con preparar sus cenas en una casa donde sólo venía a dormir dos o tres veces por semana. Mi salud mental estaba en juego.
Por esa razón me nombró consejera de su Estado Mayor, encargada de coordinar la investigación que se llevaba a cabo fundamentalmente en el centro de estudios de la nutrición, cerca de Salzburgo, o en el laboratorio de cosméticos y cuidados del cuerpo, al lado de Dachau. De esa forma se me autorizó a viajar, con escolta, por supuesto.
Además, Himmler me puso también bajo la protección del Sturmbannführer Ernst-Günther Schenck, inspector de nutrición de la Waffen-SS, y me pidió que velase por la aplicación de las instrucciones que le había dirigido a él y al gran patrón de su Administración el Obergruppenführer Oswald Pohl, sobre la alimentación de los soldados.
Conocía bien esas instrucciones, y con razón. Las había redactado junto a Himmler la noche del 11 al 12 de agosto de 1942. Entre sus directivas estaban:
—tostar el pan de los soldados para que sea más digestivo;
—aumentar las raciones de nueces, frutas con pepita y copos de avena;
—reducir el consumo de carne «lenta y discretamente, de forma razonable», para deshabituar a generaciones futuras.
Prácticamente yo se las había dictado, aunque él no estaba de acuerdo en la necesidad de comer fruta con pepitas, que, en su opinión, no eran eficaces. Pero Himmler, el arquitecto de la Solución Final, no tenía carácter alguno. Se descomponía ante el menor comentario descortés de Hitler y raramente contradecía al doctor Kersten o a mí misma.
Por esa razón lamento no estar de acuerdo con mi filósofa de cabecera, Hannah Arendt, cuando, tras haberle calificado erróneamente de filisteo inculto, defiende que Himmler era «el más normal» de todos los jefes nazis. Sin duda el Reichsführer-SS estaba rodeado de paranoicos, extravagantes, histéricos y sádicos que poblaban las altas esferas del Estado nazi, pero era un pobre cervatillo sufriente, un blandengue, débil de cuerpo y espíritu, como he conocido pocos en más de cien años. ¿Eso es ser un hombre normal?