22. Regreso a Trebisonda

PARÍS, 1933. Decía Emma Lempereur que la felicidad no puede contarse. Es como una tarta de manzana, se come hasta la última miga que hay en el mantel y después se lame el zumo dorado que mancha los dedos.

La felicidad tampoco se muestra. La mejor forma de transformar a los amigos en enemigos es mostrarse feliz. No lo soportan. La felicidad es una obra de arte que debe permanecer oculta a cualquier precio: hay que guardarla para una misma si no se quiere crear enemistades o atraer la mala suerte.

Gabriel y yo alcanzamos el cénit de nuestra felicidad cuando llegó una hermana para Édouard: Garance, una niña rubia de ojos azules, como su madre, pero con rasgos mucho más finos, que manifestó una temprana pasión por el baile. Ya me la imaginaba bailarina en la Ópera de París.

En cuanto a Édouard, quería ser policía o maquinista, o quizá director de orquesta. Saltaba de flor en flor sin complejos, y detestaba los encasillamientos y las etiquetas. Pronto me pareció tan alejado del espíritu francés que sentí miedo por él.

Perdónenme si no puedo contar más de Édouard y Garance. En las páginas que siguen evitaré hablar de mis hijos. Deben comprenderme: sólo con escribir sus nombres en el papel, mi rostro se inunda de lágrimas y mi garganta estalla en sollozos.

Mientras escribo estas palabras, la tinta se mezcla con el llanto, transformando mis frases en grandes manchas azules sobre la hoja de mi cuaderno. No he empezado a contarles mi historia para hacerme daño. Ahora bien, todo se emborrona y el suelo desaparece bajo mis pies cada vez que intento evocar a mis hijos de palabra o por escrito. Después de la tragedia, vivo con ellos en mi mente, pero es mejor para mí que no salgan de allí.

Dios sabe por qué, me es más fácil rememorar a Gabriel, a pesar de que corrió la misma suerte que ellos. En aquella época sufría. Al menos profesionalmente. Se había convertido en el secretario oficial del tío Alfred, trabajando también como negro, e inundaba de prosa bournissardiana la prensa antisemita de la época, La Libre Parole, L’Ordre national o L’Antijuif.

Aunque nunca me lo dijo, yo intuía que su trabajo le avergonzaba, cosa que no me disgustaba. No hablaba casi nunca de él y cuando, por casualidad, lo evocábamos, a menudo bajaba la mirada y sus labios y sonrisa se llenaban de pliegues de amargura. Era cómplice de algo que yo abominaba, y, al mismo tiempo, sabía que él valía mucho más. Por eso se lo perdonaba, sobre todo porque además buscaba cambiar de rumbo trabajando de interino, por ejemplo, en la crónica musical de Le Figaro.

Tras la muerte de Alfred Bournissard en la primavera de 1933, a los cincuenta y dos años, a causa de un derrame cerebral que el atasco de sus arterias hacía presagiar desde hacía mucho tiempo, Gabriel intentó separarse de aquella extrema derecha lamentable donde chapoteaba su tío. Trabajó un tiempo para Jean Giraudoux, autor de La loca de Chaillot, que fue acusado a menudo de antisemitismo pero al que se le perdonarían muchas cosas por haber escrito una vez que «la raza francesa es una raza mezclada» y que no sólo está «el francés que nace. También está el francés que se hace». Incluso si huele un poco a chamusquina, nunca lo metí en el mismo saco que a los otros.

Meses más tarde, en busca de un empleo estable, Gabriel aceptó convertirse en secretario de redacción de La France réelle, un panfleto cuya sola visión me producía náuseas. No hubiese sido justo tirar la primera piedra a mi marido. La clientela del restaurante estaba compuesta sobre todo por individuos de esa ralea.

El asco que nos inspiraba, sin que lo expresásemos nunca, era sin duda el único límite a nuestra felicidad, límite imprescindible que nos permite aprovechar mejor lo que nos queda. Sabía que Gabriel no tenía nada que ver con todos esos vocingleros pretendidamente patriotas que proliferaban en los años treinta, y me gustaba que intentase compensarlo trabajando en una biografía a la mayor gloria de Salomon Reinach, descendiente de una familia de banqueros judíos alemanes, arqueólogo, humanista y especialista en historia de las religiones, uno de los más grandes intelectuales de su época, muerto un año antes que el tío Alfred.

Nada podía romper la armonía de nuestra pareja. Ni las miasmas de la época ni las dificultades profesionales de Gabriel. Ni siquiera necesitábamos hablarnos para comprendernos.

Leía en mi mente, como el año en que aceptó de buena gana que le dejase con los niños durante las vacaciones de verano de La Petite Provence, la primera quincena de agosto: en su sonrisa cómplice comprendí que sabía lo que tenía en mente cuando anuncié mi intención de regresar a Trebisonda y visitar el país de mi infancia «para ocuparme de asuntos personales».

*

1933 fue el año del nacimiento del Tercer Reich. Vino al mundo el 30 de enero, cuando el presidente Paul von Hindenburg, viejo carcamal a la imagen de su república terminal, consagró a Adolf Hitler nombrándole canciller. El gusano estaba en la fruta y la fruta estaba podrida.

Semanas más tarde, tras el incendio del Reichstag, Hitler se atribuyó plenos poderes para proteger el país contra un supuesto gran complot comunista. El 20 de marzo, Himmler, jefe de la policía de Múnich, anunció la apertura cerca de Dachau, dos días más tarde, del primer campo de concentración oficial, con «una capacidad para cinco mil personas», con el fin de acantonar a todos los elementos asociales que, al suscitar agitación, ponían en peligro sus vidas y su salud.

En el instituto de Manosque había elegido estudiar alemán. Apasionada por la cultura germánica, Emma Lempereur me había iniciado poniendo entre mis manos Las cuitas del joven Werther de Goethe. Después, todo llegó rodado: Bach, Schubert, Mendelssohn y los demás.

A pesar de ese tropismo germánico, yo no prestaba atención alguna al ascenso del nazismo, como tampoco me preocupaban los millones de muertos, cinco, seis o siete, que habían causado aquel mismo año las grandes hambrunas soviéticas.

El 22 de enero de 1933, Stalin, uno de los mayores criminales de la historia de la humanidad, firmó junto a su acólito Molotov una directiva que ordenaba el bloqueo a Ucrania y al Cáucaso del Norte, donde los habitantes fueron condenados a morir de inanición y se les prohibió terminantemente buscar en otro sitio el pan que necesitaban, mientras la Unión Soviética exportaba dieciocho millones de quintales de trigo.

La fiebre genocida estaba en marcha, nada podría pararla ya. Bajo la batuta de Hitler y Stalin, arrollaría uno tras otro o a la vez a los judíos, los ucranianos, los bielorrusos, los bálticos, los polacos y muchos otros.

Si me hubiese molestado en informarme de todo aquello, 1933 habría dejado cierto regusto a ceniza en mi boca. Por el contrario, ese año me dio una de las mayores alegrías de mi vida. Y en el verano del 33, esa alegría comenzó a vibrar en mí cuando, desde el puente del barco, vi acercarse Estambul.

No me abandonó durante mis tres días de estancia en la antigua Constantinopla, que había cambiado de nombre en 1930 y donde enseguida me sentí en mi casa. No sé si era por los olores que impregnaban el aire o por la amabilidad de las miradas con que me cruzaba pero tuve la sensación, caminando por la calle, de haberme reencontrado con esa parte de mí que había perdido al abandonar el mar Negro.

¿Dónde estaban los asesinos de mi familia? En este mundo, los verdugos se convierten rápidamente en víctimas y las víctimas, en verdugos. La muchedumbre era tan amable que no podía imaginarla, por un instante, masacrando a los míos. Yo era turca entre turcos, iba a decir para los turcos: los hombres me parecían mucho más guapos que en París, pero no cedí a la tentación.

Y sin embargo, faltó poco. Un tipo me siguió en el gran bazar de Estambul donde estaba comprando regalos para mi familia. Acabó abordándome y proponiéndome que diese un paseo con él, pero no acepté la invitación.

Fui a rezar a la mezquita de Santa Sofía, que durante casi diez siglos, desde el año 537 hasta 1453, fecha de su islamización, fue el monumento más importante de la cristiandad. Era el último año que servía de lugar de culto antes de ser convertida en museo. Estaba extasiada. Me pareció ver algo de divino en la blancura luminosa que entraba por las ventanas hasta golpear las paredes de la cúpula.

Días más tarde, mi alegría se redobló cuando el barco llegó frente al puerto de Trebisonda, que se levantaba sobre un mar lechoso, mezclado con el cielo cubierto y cremoso.

Mi gozo se mezclaba a veces con esa sensación de angustia que se experimenta, la primera vez, antes del intercambio amoroso, cuando se abre la puerta de la habitación donde espera el lecho del placer. Salvo que en aquel caso sería un lecho de muerte.

Sabía a quién iría a ver, pero todavía no sabía qué iba a hacerle.