48. Un fantasma del pasado
MARSELLA, 1969. Todos los caminos me llevan a Marsella. Como en 1917, durante mi primera estancia, la ciudad estaba llena de una suciedad metafísica. Atravesada en todas direcciones por ratas, mendigos, carteristas y recolectores de basura, seguía siendo alegre y ponía a todo el mundo en su lugar. En aquel desbarajuste, me sentí enseguida en casa. Alquilé un apartamento a la sombra de la basílica de Saint-Victor.
A la lista de mis odios había añadido los nombres de varios intelectuales, y al final me decanté por Louis Althusser, uno de los «papas» de Saint-Germain-des-Prés, que había seguido una senda intelectual completamente lógica: estalinista, maoísta y, para terminar, demente. Sin el valor necesario para matarse a sí mismo, estranguló a su mujer mucho después.
Louis Althusser tuvo la suerte de que yo fuese a Marsella, donde abandoné de inmediato mi plan, arrastrada por esa alegría de la ciudad que lo invade todo. Con el dinero de la venta del Frenchy’s, que había conservado en China, me compré un restaurante en el Quai des Belges, en el Puerto Viejo, un negocio de veintidós mesas con una pequeña terraza. Lo bauticé tontamente La Petite Provence, como en París, sin pensar que eso podría, algún día, meterme en problemas.
Mi establecimiento se llenó enseguida. Lo hacía todo menos la sala, para la que había contratado a Kady, una maliense de veintitrés años sin papeles ni complejos ni ropa interior. Desde la primera mirada soñé con desnudarla, cosa que a fin de cuentas hice esa misma noche, antes de meterme con ella bajo las sábanas. Tras haber conocido muchos hombres, había decidido, cumplidos los sesenta, pasarme a las mujeres. Aquello me sentaría bien.
Fui su primera hembra, y también la última. A la mañana siguiente me dijo con una gran sonrisa:
—Mejor de vieja que nunca.
Era su sentido del humor. Peinada a lo afro como Angela Davis, célebre activista de la que todos los chicos estaban enamorados, decía que tenía linaje real. Kady mentía a todas horas, pero a mí me daba igual mientras no afectara al trabajo. Por lo demás, era tan atractiva que le perdonaba todo. Sentía unas ganas locas de besarla a todas horas y no me contenía, antes o después del servicio. Eso sí, para hacerla patalear de placer bajo el efecto de mis fantasías esperaba a estar en casa, entre cuatro paredes, para sofocar sus cacareos y sus gritos. La discreción no era lo suyo; me abrumaba su temperamento.
Me volvía loca su voz sensual, teñida de ironía, su risa explosiva, sus ojos sentimentales, su nuez que bailaba sobre mi cuello, sus senos que daban saltitos cuando hablaba y sus labios pulposos, que parecían estar buscando algo que morder o comer. Intentaba darle lo que quería. Amor, por supuesto, pero también calor, seguridad, protección, comprensión y atención a cada instante. Todo lo que necesita una mujer.
Pero le faltaba algo. Un día, mientras comprábamos doradas vivas a nuestro pescador habitual, un barbudo neurasténico de vello grasiento que tenía un puesto en el muelle, frente al restaurante, Kady me dijo con voz decidida:
—Quiero un hijo.
Yo no veía la relación con las pobres doradas que se debatían lamentablemente en la bolsa donde acababa de meterlas. Tras un segundo de estupefacción, el pescador adoptó un aire mitad extrañado, mitad burlón, y su mirada comenzó a pasar de Kady a mí y a la inversa.
No sabía qué decir. Kady lo repitió alzando aún más el tono:
—Quiero un hijo.
—De acuerdo, de acuerdo —respondí, con un rictus de impaciencia, para cerrar el incidente.
No nos dirigimos la palabra en el camino de vuelta al restaurante. También es cierto que no me sentía muy cómoda cargando con la bolsa, que se revolvía entre hipidos y estertores de agonía. Sin haberme atrevido a pedirle al pescador que matara él mismo las doradas, por miedo a que me acusara de sensiblera, aceleraba el paso para poner fin yo misma a su sufrimiento sobre mi mesa de trabajo, partiéndoles la cabeza con el rodillo de pastelería.
Alrededor de la medianoche, tras volver del trabajo, Kady y yo retomamos el tema del niño. Nos sentamos las dos en el sofá, la una contra la otra, escuchando en el tocadiscos, mientras nos manoseábamos y nos besábamos, su canción preferida, cantada por Scott McKenzie:
If you’re going to San Francisco
Be sure to wear some flowers in your hair,
You’re gonna meet some gentle people there.
Todavía no he hablado de la lengua de Kady y es un olvido importante. Su órgano lingual era un instrumento carnoso que cambiaba a menudo de color, volviéndose violáceo a veces, y que ella utilizaba con virtuosismo. Una especie de aparato masculino, pero más móvil. Tras un beso que me dejó anonadada, Kady declaró, mientras yo recobraba el sentido:
—Quiero un hijo porque he encontrado al padre.
—¿Quién es?
—No lo conoces.
—¿Es un negro?
—Evidentemente. No quiero ni pensar que mi descendencia sea mancillada por la raza blanca, si es que todavía es una raza, de tanto que se ha degenerado.
—Como quieras.
El macho reproductor lavaba platos en la cervecería de al lado. Era maliense, como Kady. Alto y guapo, el cuello largo, la mirada orgullosa, caminaba igual que ella, lenta y aristocráticamente. El día que nos pareció más propicio para una fecundación lo llevamos a mi apartamento, donde se prestó sin mucho ánimo, como a disgusto, a la tarea que le habíamos encargado.
No sabía que, con su herramienta, estaba fabricando un hijo. Pensaba que sólo estaba participando en una sesión de voyeurismo en la que se suponía que yo disfrutaba mientras ellos se daban placer ante mis ojos. Al contrario, aquello no me hizo mucha gracia, sobre todo por el hecho de que creí ver, al aliviarse dentro de ella, brillos de gozo en la mirada de Kady.
A Dios gracias, no fue necesario repetir el trago. Nueve meses más tarde nacía Mamadou, 3,7 kilos, de padre desconocido, que llevaría el apellido de su madre: Diakité.
Mamadou cimentó nuestra pareja y nuestra felicidad, hasta el día en que, al saludar a los clientes tras haber cerrado la cocina, me di de bruces con un fantasma del pasado. No había cambiado nada. Los rostros tallados por el odio parecen siempre recién salidos del formol. Permanecen inmutables. Su pelo apenas había encanecido. En cuanto a sus dientes, cargaban con toda una existencia de sarro, lo que hacía pensar que no había nadie en su vida. Se habían fundido en un magma de desechos parduzcos, que miré con asco cuando, al levantarse melodramáticamente de la mesa, se dirigió hacia mí con una gran sonrisa, enarbolando su larga nariz:
—¿Madame Beaucaire? —preguntó estrechándome la mano.
—No —corregí—. Zhongling.
—No puedo creer lo que veo. ¿No es usted Madame Beaucaire, de soltera Lempereur?
—Se equivoca —insistí.
Sacudí la cabeza y me encogí de hombros mientras respiraba hondo, para librarme de la contracción que presionaba la sangre de mi cerebro.
—Pues entonces —dijo el hombre— perdóneme, estoy divagando. Me presento: Claude Mespolet, el nuevo prefecto de policía de Marsella. Conocí a una dama que tenía un restaurante en París que servía los mismos platos y tenía el mismo nombre que el suyo, La Petite Provence. He sido un tonto al imaginar que era usted la misma persona. Disculpe la confusión.
Me presentó a las personas con las que estaba comiendo. Dos diputados gordos y rubicundos, uno mucho más bajo que el otro. Tenían la boca brillante de grasa, como perros levantando el morro de sus escudillas.
—Aunque debo decir que se parece usted mucho a aquella señora que le digo —insistió Claude Mespolet examinándome de pies a cabeza—. Algo más llenita, porque ella era bastante delgada, pero siempre se gana un poco de peso con la edad. Fue hace un cuarto de siglo. ¡Cómo pasa el tiempo!
—Es cierto —asentí.
Al darle la cuenta, le invité a que se quedara un momento conmigo cuando los dos políticos se hubiesen marchado.
—Felicidades por su parmesana —dijo mientras me sentaba—. Ha conservado usted sus aptitudes.
—No estoy aquí para hablar de gastronomía con usted, sino de una cosa que le afecta directamente.
Y le comuniqué con una sonrisa socarrona que conservaba documentos comprometedores sobre él. En especial un informe fechado en 1942, firmado por él y dirigido al prefecto de policía de París, donde destacaba los orígenes judíos de mi primer marido. Era un farol, Himmler no me había dado los papeles tras haberme permitido leerlos, pero la sonrisita de superioridad de Mespolet desapareció inmediatamente de su cara. Sin embargo, no era de los que se dejaban intimidar.
—¿Qué propone? —dijo con cierto tono de indiferencia.
—Que me deje tranquila.
Reflexionó un momento y murmuró entre dientes:
—Cometió usted un crimen al matar a Jean-André Lavisse de forma totalmente innoble.
—Era un colaboracionista —respondí en voz baja.
—No del todo. Sirvió a los gaullistas de la Francia libre, hasta el punto de que, en la Liberación, recibió la medalla de la Resistencia a título póstumo.
—¿Ese cerdo?
—Las personas no son del todo negras o blancas, sino las dos cosas a la vez, eso cuando no son completamente grises. ¿La vida no se lo ha enseñado?
—Me ha enseñado lo contrario.
—En todo caso, su crimen no ha prescrito, me he informado a través del juez de instrucción encargado del caso, amigo mío.
—Pero todo eso pasó hace más de veinticinco años.
—La justicia tiene códigos que el código penal ignora.
Repitió su fórmula regodeándose en ella. Se tenía mucho aprecio a sí mismo y me hacía pensar en una rana a la que un bromista hubiese puesto una pluma de pavo en el trasero.
—Si mueve un dedo para poner en marcha la justicia —concluí—, yo lo moveré haciendo público el documento que tengo en mi posesión. Es lo que se llama disuasión o equilibrio del terror. Lo mejor sería que lo dejásemos así, ¿no cree?
—En efecto.
Cuando Claude Mespolet salió del restaurante, comencé a sentir un nudo desde el pecho hasta el estómago que durante los años siguientes no dejaría de crecer, a pesar de las alegrías que me daban Kady y Mamadou.