29. El hombre que nunca decía que no

PARÍS, 1940. Heinrich Himmler no dio señales de vida durante varias semanas. Hasta que una mañana, dos SS se presentaron en el restaurante y arrasaron con mis existencias de píldoras Rose para estar en buena forma y para dormir. Eso sí, se empeñaron en pagarlas sin olvidarse de añadir una jugosa gratificación.

Volvieron dos meses más tarde. Los mismos: un retaco mofletudo y un delgaducho anguloso a los que llamaba Don Quijote y Sancho Panza. Llegué a la conclusión de que Himmler quintuplicaba las dosis, cosa que, sin embargo, no me parecía su estilo, por lo que sabía de su carácter organizado y metódico, que tomaba todo en serio, incluyendo, estoy segura, la posología que había impreso en los frascos.

A partir de ahí tuve que rendirme a la evidencia: con mis píldoras, que favorecían la energía y el descanso de uno de los grandes jefes nazis, estaba trabajando muy a mi pesar por la victoria final de Alemania.

Pero ¿qué podía hacer? Les ahorraré las broncas que me echaba mi salamandra: Teo estaba furiosa conmigo y, por una vez, debía darle la razón. Pensé por un momento en añadir arsénico o cianuro a mis píldoras, pero habría sido una estupidez: como todos los industriales de la muerte, el Reichsführer-SS era un gran paranoico; se beneficiaba, con toda seguridad, de los servicios de un catador, lo que podía explicar en parte el consumo excesivo. En realidad, para quitarlo de en medio, no veía más que un método: la trampa amorosa.

Yo era del agrado de Himmler, se veía a kilómetros, o al menos lo veía yo, y las mujeres no se equivocan en esas cosas. Ya que el amor hace perder la razón, pensaba que me bastaría dejar que el Reichsführer-SS viniese a mí, echarle el guante en el momento adecuado y llevarlo a un sitio tranquilo para liquidarlo. Eso me permitiría recuperar a Gabriel, que caería en mis brazos cuando le dijese, sin aliento tras haber subido seis pisos con setenta mil SS pisándome los talones:

—Cariño, acabo de matar a Himmler.

Estoy segura de que no hubiese podido resistirse. El reencuentro habría comenzado por un beso ardiente, antes de continuar, una vez los niños se hallasen en su dormitorio y la puerta del nuestro cerrada con llave, con una noche de pasión que habría terminado en el suelo o en la cama. Las circunstancias me llevan a pensar que elegiríamos la primera opción, después de que él me susurrara al oído, molesto por que gimiera como una loca:

—No hagas ruido. No olvides que los niños están al lado.

Lo había intentado todo para volver con Gabriel. Romper a llorar, suplicarle de rodillas, amenazar con suicidarme; hacer propósito de enmienda, para que aceptase empezar de cero. Sin éxito. Al final concluí que sólo el asesinato de Himmler podría encender de nuevo la llama extinta.

Era una idiotez, pero necesitaba encontrar algo. No conseguía hacerme a la idea de que mi causa estaba perdida y tenía varias razones para no creerle. Por ejemplo, persistía en llamarle «cariño», a veces «mi amor», y a él no le disgustaba. Un enrojecimiento en sus mejillas traicionaba incluso sus sentimientos cuando me humillaba a sabiendas, diciéndole «mi amor», con tono lastimero, en cada uno de nuestros encuentros.

—Te echo de menos todos los días que Dios me da. Al despertar, por instinto, mi mano todavía se mueve bajo las sábanas buscando tu espalda, tu cuello, tu brazo. Cuando vuelve de vacío se me encoge el corazón.

Un domingo decidí jugarme el todo por el todo. Había propuesto a Gabriel pasar el día en el Jardín de Plantas con los niños, y empezamos visitando el zoo. Era un bonito día de otoño en el que el sol, cansado del verano, se doraba en su blando cielo.

Estábamos en el pabellón de los monos, con los que conversaban los niños, cuando me llevé a Gabriel aparte y le propuse retomar el curso de nuestra historia donde lo habíamos dejado. Él se negó de una manera poco convincente:

—No estoy seguro de que sea bueno para nosotros, Rose. No nos precipitemos, dejemos pasar el tiempo.

—No somos nosotros los que decidimos el tiempo que nos queda. Es el destino. Sabes bien que no se puede confiar en él.

No me dijo que no. Es verdad que Gabriel nunca decía no, por miedo a herir. Me parece que nunca escuché esa palabra salir de su boca.

—Vamos a reflexionar —murmuró.

—El amor no se reflexiona —me indigné—. Se vive.

—Tienes razón. Pero tampoco se vuelve a poner en marcha con un chasquido de dedos. Cuando ha sido herido, hay que dejarle tiempo para recuperar las fuerzas.

—Deberíamos dejar de hacernos daño, tú y yo. Estamos hechos el uno para el otro. Asumamos las consecuencias —le cogí de la mano—. ¿Estás con alguien? —pregunté.

—No, con nadie.

—Entonces, me gustaría que me dieses una segunda oportunidad.

—En la vida no hay segundas oportunidades, Rose.

—La vida no merecería ser vivida si no hubiese segundas oportunidades.

—Pues bien, precisamente yo me pregunto cada vez más si lo merece.

—No tienes derecho a hablar así, querido.

Cogí su rostro con ambas manos y besé a Gabriel con una fogosidad que su resistencia hacía ridícula. Tenía la boca seca. Me dejó un regusto a humus, un aroma a hojas viejas en descomposición.

—Gracias —dije cuando retiró sus labios—. ¿Me has perdonado?

Negó con la cabeza y me eché a llorar. Sacó del bolsillo un pañuelo a cuadros y me secó el rostro con una sonrisa de sufrimiento.

Menuda cara tenía. A Dios gracias, los niños estaban demasiado ocupados tirando cacahuetes a los monos.

—Si continúo rechazándote así —murmuró mientras terminaba de secar mis lágrimas—, soy yo el que acabará sintiéndose culpable.

—No des la vuelta a las cosas, Gabriel. Cuando pienso en lo que hice, me doy asco. Estoy terriblemente avergonzada. Yo soy la única culpable.

—No, seré yo si me niego a pasar página. Pero lo haré, necesito que me dejes dos o tres meses y creo que entonces podremos amarnos de nuevo, como los primeros días.

Nos quedamos un instante en brazos el uno del otro. Pero eso no gustó a los niños, que empezaron a separarnos tirando cada uno por un lado. Querían ir al pabellón de los cocodrilos.

Esa noche, cuando volví sola a casa, me parecía que el aire era música.

*

Las semanas siguientes, Gabriel continuó usando conmigo la estrategia de evitarme, que no hacía tanto tiempo me horrorizaba y que a partir de ese momento me enternecía. Su mirada se volvía cada vez más huidiza. A veces, queriendo decirme algo, se acercaba a mí y se quedaba paralizado, con la boca abierta, como si las palabras se hubiesen estancado. Fingía no estar nunca libre para pasar un domingo conmigo y los niños en el Bois de Boulogne o en otra parte. Pero mentía tan mal que resultaba patético.

Todas eran señales que demostraban que había en Gabriel una gran ebullición interior, y aquello no me disgustaba: iba por el buen camino. Pasaba lo mismo cuando se quejaba de migrañas o me daba cuenta de que había perdido una decena de kilos. El día que me informó de que sufría dolor de estómago, pensé que lo tenía en el bote. En varias ocasiones, estando yo en la cocina, me quemé la mano o la muñeca adrede, porque pensaba que era la mejor forma de acelerar su regreso. Mi superstición me decía que había que sufrir para obtener lo que se quiere.

Otra vez dejé una piedra en el zapato durante un día entero y cuando, para poner fin a mi calvario, me la quité antes de ir a acostarme, tenía la plantilla llena de sangre.

Una noche me clavé un tenedor en el dorso de la mano y me dañé uno de los cinco huesos del metacarpo: me avergüenza decirlo, pero creí escuchar una voz que susurraba que Gabriel volvería si lo hacía.

La voz me había engañado. Un domingo, cuando fui a buscar a los niños para pasar el día con ellos, Gabriel les pidió que fuesen a jugar a su habitación y me anunció en voz baja que había decidido irse a vivir con ellos a Cavaillon.

—No puedes hacerme eso —protesté—. ¿Qué voy a hacer sin ellos?

—No tengo elección, Rose.

—Si se van a la Provenza, no podré verlos, imagínate cómo será mi vida.

—Te lo vuelvo a repetir, tengo que marcharme. Hay una campaña en la prensa contra mí.

—¿Dónde?

—En los periódicos donde hacen estragos nuestros antiguos supuestos amigos. ¿No estás al corriente?

—No lo sabía.

—Me llaman judío, semita, cerdo y traidor en todas las columnas.

Fue a buscar un periódico a su habitación y volvió declamando:

Édouard Drumont evocaba antaño al «oblicuo y cauteloso enemigo» que ha invadido, corrompido y atontado Francia hasta el punto de «romper con sus propias manos todo lo que la había hecho antaño poderosa, respetada y feliz». Entre los que mejor se corresponden con esta definición, uno de los primeros rostros que me vienen a la mente, está Gabriel Beaucaire, falso amigo, falso escritor, falso patriota y falso maître, pero auténtico traidor ante el Eterno. Reúne todas las características del semita: codicioso, intrigante, sutil y astuto. Su traición sin límites ha permitido a ese vil personaje integrarse entre los nuestros para espiarlos y revender después sus supuestas informaciones, sin vergüenza alguna, a nuestros peores enemigos. Ha llegado el momento de acabar con los individuos de esa clase en general y con éste en particular, que, para desgracia de sus vecinos, está domiciliado en la rue Rambuteau, 23.

Agitaba el periódico como si fuese un trapo lleno de ácido que le quemara las manos:

—Toda la prensa antisemita se ha puesto manos a la obra. Je suis partout y los demás. Desde hace tres días. Un auténtico bombardeo, me extraña que nadie te lo haya comentado.

—No leo esa basura...

—Ahora entenderás mejor mi inquietud, ¿verdad?

—Claro que la entiendo, y puedes contar conmigo, querido.

Yo temblaba y transpiraba como una enamorada antes del primer beso, pero Gabriel se mantenía a distancia con una expresión de asco en el rostro, y dio un paso atrás en cuanto yo di otro en su dirección. Es cierto que un olor a orín y a vinagre flotaba a mi alrededor. Me quedé inmóvil para no expandirlo.

Reconocí enseguida ese olor: era el del miedo, el que sentía por él y por mis hijos. Mi cáncer de la pena atacaba de nuevo, y permanecería conmigo hasta el final de la guerra.

—En el trabajo, esta campaña de prensa ha puesto a mis jefes en una posición incómoda —dijo—. Son más amables que de costumbre, siento que me apoyan. Pero no podrán aguantar indefinidamente. Prefiero adelantarme a los acontecimientos y marcharme lo antes posible. Lo siento.

—Puedo quedarme con los niños —dije con voz suplicante.

—No sería buena idea, Rose. La sentencia de divorcio decidió lo contrario y sabes muy bien que no vas a tener tiempo de ocuparte de ellos. Una infancia en la Provenza, en medio de la naturaleza, es lo mejor que podemos ofrecerles.

Fingí que tenía una idea brillante:

—He encontrado la solución, querido. Puedo alojaros y esconderos en mi casa, bueno, nuestra casa, en la rue du Faubourg-Poissonnière, inmediatamente, hasta que pase el temporal.

—¿Me estás proponiendo volver a casa?

—No temas. Si no tienes ganas de mí, sabré aguantarme: no te violaré ni te tocaré.

—Eso espero. Pero tengo miedo de no poder resistir la tentación.

Sonrió, y yo adoré aquella sonrisa.

—De todas formas, algún día tenías que volver.

—Tenía, sí...

Hubo un silencio. Mi corazón parecía desbocado y podía oír el latido de la sangre en mi cabeza. Acabó suspirando:

—Quedarse es absurdo: París es una ratonera.

—Todos los fugitivos te dirán que París es mejor escondite que la provincia.

—No en tiempo de guerra, Rose. Estoy fichado como judío. Si me quedo en París, tendré que llevar la estrella amarilla a partir del 7 de junio.

—¿La semana que viene?

—Sí, acaban de promulgar la orden. Los niños y yo seremos corderos en la boca del lobo, incluso cuando no tengo intención de llevarla.

—¿Por qué no vas a explicar al ayuntamiento que no eres judío?

—Sabes bien que no es tan simple: si las autoridades han decidido que soy judío, por culpa de mi nombre o de cartas de denuncia, no puedo aportarles la prueba de lo contrario. Mi cara y mi sonrisa no bastarán para convencerlos. En los tiempos que corren, cuando eres judío es de por vida.

—Sólo te pido un favor —dije—. Quédate hasta el día de mi cumpleaños.

Balanceó la cabeza con esa seductora sonrisa que siempre me había vuelto loca:

—Treinta y tres años, no puedo dejarlos pasar.

—Tienes razón, sólo sucede una vez.

—Sólo tengo que mudarme sin tardar para fundirme en la masa. Hace unos días vi un apartamento de alquiler cerca de tu casa, en la rue La Fayette. Si todavía está libre, lo cogeré y me mudaré con un nombre falso.

Me acerqué para besarlo, pero Gabriel se metió en su habitación para dejar el periódico en la mesilla de noche.