42. El graznido de un ave enferma
BERLÍN, 1942. Con Heinrich todo ocurrió como me había anunciado Felix. Se mantuvo a distancia durante toda nuestra conversación y no dejó ni una vez que su asco aflorara por encima de su ironía habitual. Al final, tras la palmadita en mi hombro, no subió a su habitación. Se marchó a dormir a otra parte. Yo le horrorizaba como si también fuese sifilítica.
No volví a ver a Heinrich y no volvió a dar señales de vida. No lo lamenté: no me quedaba dignidad cuando le conocí; tampoco me quedaba cuando nuestra historia terminó. Ya no sentía ni amor ni indulgencia hacia mí. Se lo agradezco. Creo que nuestra propensión al narcisismo y al engreimiento es de lo peor, porque nos rebaja. Gracias a ese vacío dentro de mí, que él excavó, me convertí en invencible.
Me mantuvieron confinada en nuestro antiguo nido de amor hasta el parto, siete meses y medio más tarde. Mi monstruosa excrecencia parecía ser considerada por los nazis como algo sagrado. Me atendía un médico de las SS que venía a examinarme una vez a la semana, y me cuidaba las veinticuatro horas del día una enfermera taciturna que dormía en la habitación de Heinrich.
Se llamaba Gertraud. Una mujercita pequeña, con la chepa curvada, que parecía asustada de todo. Comprendí por qué el día en que me contó que era una prima lejana del carpintero Johann Georg Elser, quien, el 8 de noviembre de 1939, había intentado matar a Hitler colocando una bomba de efecto retardado en la cervecería de Múnich, la Bürgerbraükelle, donde el Führer conmemoraba todos los años su golpe fallido de 1923.
Elser había programado el reloj del explosivo para las 21.20, pero Hitler abandonó la cervecería a las 21.07 junto a todo su cortejo, escapando así del atentado que a pesar de todo mató a ocho personas.
Estaba claro que Gertraud no pensaba nada bueno del Tercer Reich, aunque prefería mantener la boca cerrada, y su mirada compasiva me fue útil y me ayudó a aguantar durante toda aquella prueba.
Todos los días rezaba a Cristo, a la Virgen y a los santos para que muriese lo que había en mi interior. Hacía votos y encendía velas. En el tercer mes, llegué incluso a clavarme una aguja de tejer.
Era evidente que se habían dado instrucciones a Felix Kersten para que no me llamase ni viniese a verme. Sin duda habían cambiado el número de teléfono de la casa. A partir de entonces no se me permitió comunicarme con nadie ni salir, salvo para dar un paseo ritual, bien vigilada, por el barrio de Wannsee, con el fin de que mi feto tomase el aire.
Me gustaba caminar por la playa del gran lago que el hielo hacía crujir bajo mis pies. Llegué a pasar también ante la gran villa blanca donde, como supe más tarde, había tenido lugar el 20 de enero de 1942 la conferencia de Wannsee. En ella varios dignatarios nazis, bajo la batuta de Reinhard Heydrich, el brazo derecho de Heinrich, decidieron las modalidades de exterminio de los judíos.
También me gustaba pasear al borde del pequeño lago donde el poeta Heinrich von Kleist se suicidó en 1811 tras haber matado a Henriette Vogel, la mujer de su vida, enferma de cáncer. Visitaba a menudo sus tumbas, una gran piedra para el escritor y una pequeña placa para la amante. Pensaba que habrían estado mucho mejor juntos, bajo la misma lápida.
En primavera, íbamos a veces a la isla de los Pavos, donde, alrededor del castillo romántico construido por Federico Guillermo II para su amante, las aves se pavoneaban anunciando a gritos su afán fornicador.
Alrededor del lago me parecía recuperar los paisajes de Trebisonda, especialmente por la mañana, cuando la bruma dormía sobre el agua y un suave oleaje abombaba la tierra antes de ser desgarrado por un viento tímido que abría ventanas cada vez más grandes hacia el cielo azulado. Era para mí la imagen del paraíso perdido.
Lo que más me indisponía durante esos paseos era ver niños. Enseguida pensaba en los míos y me echaba a llorar. Así que en cuanto mis guardias SS veían alguno venir hacia nosotros, me conducían en otra dirección. Nunca me sentí tan cerca de Édouard y Garance como en ese periodo. Bastaba con cerrar los párpados para que apareciesen en mi cabeza.
Durante uno de mis últimos paseos por el lago Wannsee solté a Teo, con la que llevaba enfadada varias semanas.
Un día, después de darle de comer, mi salamandra me había anunciado que quería recobrar su libertad:
—Ya no puedo hacer nada por ti.
—Eso es falso, Teo. Vivir es duro, pero sobrevivir lo es más.
—No soy más que tu mala conciencia. Te las arreglarás muy bien sin mí. Tengo casi treinta años, la edad límite para las salamandras, y no tengo ganas de morir en un acuario en el domicilio de un dirigente nazi.
Cuando me acerqué al lago, mi salamandra saltaba de alegría. Se metió en el agua sin darse la vuelta.
*
Heinrich había decidido que, en cuanto naciera, mi bebé sería internado en un Lebensborn, una de esas guarderías donde el Estado SS criaba niños nacidos de madres «racialmente válidas» que habían pasado un test de pureza.
Unos diez mil niños nacieron en esos Lebensborn, pero se cifra a veces en doscientos cincuenta mil el número de los que fueron secuestrados en territorios ocupados para ser «germanizados» en esos centros de educación nazi. Elegidos según criterios raciales, estaban destinados a convertirse en la aristocracia del pueblo de los germanos nórdicos, que según el Reichsführer-SS alcanzaría los ciento veinte millones de individuos en 1980.
Rubia con ojos azules, el tronco no demasiado largo, los muslos bien perfilados, las piernas rectas, yo era la reproductora ideal.
Dicho sea de paso, me costaba comprender la obsesión por lo rubio de una jerarquía nazi en la que ninguno de sus pilares, salvo Göring, tenía un solo pelo claro en el cráneo. Casi todos morenos, tirando a negruzcos, eran la antítesis del pueblo que Hitler decía desear: «Sufrimos todos la degeneración de la sangre mezclada y corrupta. ¿Qué podemos hacer para expiarnos y purificarnos? La vida eterna que confiere el Grial sólo está reservada a aquellos realmente puros y nobles».
Con el tinte mate, su complexión delgada, el mentón débil, los ojos almendrados y sus párpados caídos, Heinrich estaba lejos del canon. Sus enemigos decían a veces que se correspondía con la descripción de los judíos en los panfletos nazis. Quizás era por eso por lo que no me había parecido tan repugnante.
El día de nuestra última conversación, Heinrich me había explicado la filosofía del Lebensborn. Primero, pensando que me consolaba, me había dicho que nunca sería hombre de una sola mujer.
—Sacralizando el matrimonio —prosiguió—, la Iglesia, con sus principios satánicos, ha hecho bajar dramáticamente nuestra tasa de natalidad. Es normal: en cuanto se casan, las mujeres se descuidan y la indiferencia invade a las parejas. Por culpa de eso faltan millones de niños en nuestra demografía.
—¿Así que tú propones que los hombres puedan tener otra mujer? —pregunté, horrorizada.
—Exacto. La primera esposa, a la que llamaríamos la «Domina», conservaría un estatuto particular, pero habría que acabar con esas tonterías de la cristiandad y dejar al hombre reproducirse a voluntad. El Lebensborn es una primera etapa de nuestra política familiar: el hijo ilegítimo deja de estar marcado por el sello de la infamia, se convierte incluso en élite del pueblo germánico. Tu hijo será feliz, Rose.
No le dije lo poco que me importaba. Sólo tenía un deseo: librarme para siempre de la hidra que crecía dentro de mí y que vino definitivamente al mundo el 14 de agosto de 1943.
—¿Quiere usted verlo? —me preguntó la enfermera.
—Por nada del mundo —respondí cerrando los ojos.
Recuerdo bien su grito. Nunca había oído nada igual. Una especie de graznido de ave enferma, algo desgarrador. Es el único recuerdo que conservo de él. Partió enseguida en dirección al Lebensborn más cercano.
Los días siguientes permanecí sola en casa hasta que los dos guardias SS me llevaron al aeropuerto para meterme en un avión con destino a París, conforme a la promesa de Heinrich.