4. La primera vez que estuve muerta

MAR NEGRO, 1915. El olor a cebolla se podía sentir por todo el cuerpo de mi abuela: en los pies, en las axilas o en la boca. Incluso ahora que las como mucho menos, ese olor dulzón que heredé de ella me persigue desde la mañana hasta la noche, hasta debajo de las sábanas. El olor de Armenia.

En primavera cocinaba plaki para toda la semana. Con sólo escribir esa palabra, se me hace la boca agua. Es un plato de pobres a base de apio, zanahorias y judías blancas al que añadía, según los días o sus ganas, toda clase de verduras. A veces hasta avellanas o uvas pasas. Mi abuela era una cocinera imaginativa.

Me encantaba pelar verduras o preparar pasteles bajo su benévola mirada. Ella aprovechaba para filosofar o hablarme de la vida. Cuando cocinábamos, se quejaba a menudo de que la humanidad era esclava de la glotonería: esta comida nos ofrece el impulso vital, decía, pero cuando, por desgracia, sólo escuchamos a nuestros estómagos, estamos cavando nuestra propia tumba.

Seguramente le faltaba poco tiempo para terminar la suya, a juzgar por su enorme trasero que apenas pasaba por las puertas, sin mencionar sus piernas llenas de varices. Pero su preocupación estaba centrada en los demás, no en ella porque, tras la muerte de su marido, consideraba que su vida había terminado y sólo soñaba con reunirse con él en el cielo. Mi abuela citaba a menudo proverbios que le había transmitido la suya. Los tenía para todo tipo de situaciones.

Cuando los tiempos eran duros:

«Si fuese rica, comería todo el rato y habría muerto muy joven. Así que he hecho bien en ser pobre».

Cuando se evocaba la actualidad política:

«Siempre hay menos comida en el cielo que en el guiso propio. Las estrellas nunca han alimentado a nadie».

Cuando se hablaba de los nacionalistas turcos:

«El día que dejen al lobo vigilar el rebaño, no quedará una sola oveja sobre la tierra».

Es lo que no había comprendido el Imperio otomano al que vi hundirse en los primeros años de mi vida. Es una forma de hablar: desde mi rincón perdido no vi nada, por supuesto. La Historia entra siempre sin llamar y, a veces, ni siquiera nos damos cuenta cuando pasa. Salvo que nos pase por encima, cosa que acabó ocurriéndonos.

*

Nosotros, los armenios, estábamos seguros de nuestros derechos. Para sobrevivir pensábamos que bastaba con ser buenos. Con no molestar. Con pasar desapercibidos.

Ya hemos visto el resultado. Fue una lección que me ha servido toda la vida. Le debo esa maldad que hace de mí un mal bicho sin piedad ni remordimientos, siempre dispuesto a devolver el mal con el mal.

Resumiendo, cuando, en un mismo país, un pueblo quiere acabar con otro, es porque este último acaba de llegar. O porque estaba allí antes. Los armenios vivían en ese trozo de mundo desde la noche de los tiempos: ésa era su culpa, ése era su crimen.

Surgido en el siglo II antes de Cristo sobre los escombros del reino de Urartu, el suyo se extendió durante largo tiempo desde el mar Negro hasta el Caspio. Convertida, en el corazón de Oriente, en la primera nación cristiana de la historia, Armenia resistió la mayoría de las invasiones, árabes, mongolas o tártaras, antes de doblegarse durante el segundo milenio bajo el yugo de los turcos otomanos.

A mi abuela le gustaba decir que «los sátrapas de Persia y los pachás de Turquía han arrasado la tierra en la que Dios había creado el hombre a su imagen», citando al poeta británico Lord Byron, el primer nombre de escritor que escuché de sus labios.

Si creemos a Byron y a muchos otros, fue en la tierra armenia donde nació Adán, el primer hombre, y es también allí donde hay que situar el Paraíso de la Biblia. Ésa sería la explicación de esa especie de melancolía teñida de nostalgia que, desde hace siglos, se lee en la mirada de los armenios, la de toda mi familia en aquella época, pero ahora no en la mía: la gravedad no es mi fuerte.

No por el hecho de haberme pasado la vida calzando zuecos delante de los fogones o en zapatillas el resto del tiempo se me debe tomar por una inculta. He leído casi todos los libros que tratan del genocidio armenio de 1915 y 1916. Sin hablar de otros. Mi intelecto puede dejar que desear, pero hay algo que todavía no consigo entender: ¿por qué hubo que liquidar a una población que no amenazaba a nadie?

Un día le hice esa pregunta a Elie Wiesel, que había venido a cenar con Marion, su mujer, a mi restaurante. Una estupenda persona, superviviente de Auschwitz, que ha escrito uno de los libros más importantes del siglo XX: La noche. Me respondió que había que creer en el hombre a pesar de los hombres.

Tiene razón, y le aplaudo. Incluso si la Historia nos dice lo contrario, hay que creer también en el futuro a pesar del pasado y en Dios a pesar de sus ausencias. Si no, la vida no valdría la pena de ser vivida.

Así que no lanzaré piedras contra mis antepasados. Tras haber sido conquistados por los musulmanes, a los armenios se les prohibió llevar armas para que quedaran a merced de sus nuevos amos, que podrían así exterminarlos de vez en cuando, con toda impunidad, con el beneplácito del sultán.

Entre agresión y agresión, los armenios siguieron dedicándose a sus ocupaciones, en la banca, el comercio o la agricultura. Hasta que llegó la solución final.

Fueron los éxitos del Imperio otomano los que causaron su propia caída. Incorregiblemente glotón, murió, a principios de mi siglo, por culpa de una mezcla de estupidez, codicia y obesidad. No tenía suficientes manos para someter a su poder al pueblo armenio, a Grecia, Bulgaria, Bosnia, Serbia, Irak, Siria y tantas otras naciones que soñaban con vivir su propia vida. Terminaron dejando que se cociera en su propio jugo, es decir, Turquía, que emprendió entonces la purificación, étnica y religiosa, de su territorio, erradicando a griegos y armenios. Sin olvidar, por supuesto, apropiarse de sus bienes.

Era necesario eliminar a la población cristiana, considerada separatista. Presentes desde el Cáucaso hasta la costa mediterránea, los armenios constituían a priori la amenaza más peligrosa, en el interior mismo de la Turquía musulmana. Hartos de persecuciones, proyectaban a veces la creación de un estado independiente en Anatolia. Incluso habían llegado a manifestarse, aunque nunca fue el caso de mis padres.

Talat y Enver, dos asesinos de masas con rostro feliz, pondrían orden en aquella situación. Bajo la disciplina del partido revolucionario de los Jóvenes Turcos y del Comité de Unión y Progreso, se puso en marcha la turquificación; nada la detendría.

Pero eso los armenios no lo sabían. Ni yo tampoco. Se habían olvidado de decírnoslo, habrá que acordarse la próxima vez. Así que no me esperaba que una tarde desembarcara ante nuestra casa una banda de hombres vociferantes con los ojos desorbitados por el odio, armados con palos y fusiles; fanáticos de la Organización Especial, apoyados por gendarmes. Asesinos de Estado.

*

Tras llamar a la puerta, el jefe local de la Organización Especial, un manco gordo con bigote, hizo salir a todo el mundo salvo a mí, que hui por detrás sin que nadie me viera escapar.

El jefe pidió a mi padre que se uniera a un convoy de trabajadores armenios que aseguraba que iba a llevar a Erzurum. Papá se negó a obedecer con una bravura que no me extrañó en él:

—Tenemos que hablar.

—Ya hablaremos después.

—No es demasiado tarde para buscar un entendimiento y evitar lo peor. Nunca es demasiado tarde.

—Pero si no tiene nada que temer. Nuestras intenciones son pacíficas.

—¿Con todas esas armas?

A modo de respuesta, el jefe de los asesinos dio un bastonazo a mi padre, que soltó un gruñido y que, con la cabeza gacha de los derrotados por la Historia, fue a colocarse detrás del convoy.

Mi madre, mi abuela y mis hermanos y hermanas partieron en dirección opuesta con otro grupo que, con sus maletas y petates, parecía preparado para realizar un largo viaje.

Después de saquear la casa, sacar los muebles o las máquinas y llevarse todos los animales, pollitos incluidos, los criminales incendiaron la granja, como si quisieran purificar el lugar después de una epidemia.

Yo observaba todo desde mi escondite detrás de los frambuesos. No sabía a quién seguir. Al final me decidí por mi padre, que me parecía en mayor peligro. Tenía razón.

En el camino de Erzurum, los hombres armados alinearon a su veintena de prisioneros en la parte inferior de la cuneta, junto a un campo de avena. Formados en pelotón de ejecución, dispararon al grupo. Papá intentó salvarse pero fue atrapado por las balas. Cojeó un momento y cayó. El manco le disparó el tiro de gracia.

Después, los asesinos de la Organización Especial se marcharon tranquilamente, con aspecto de haber cumplido su deber, mientras yo sentía ascender en mi interior una especie de gran espasmo, una mezcla de tristeza y odio que me cortaba la respiración.

En cuanto se alejaron fui a ver a papá. Tumbado en el suelo con los brazos en cruz, tenía lo que mamá llamaba ojos de otro mundo: miraban algo que no existía, detrás de mí, detrás del azul del cielo. Las cabras tienen la misma mirada tras ser degolladas.

No pude observar ningún otro detalle porque un torrente de lágrimas nubló mi vista. Tras besar a mi padre y hacerle la señal de la cruz cristiana o la ortodoxa, preferí marcharme: una pequeña jauría de perros salvajes se acercaba ladrando.

Cuando volví a casa, todavía ardía y humeaba en algunas partes. Parecía arrasada por una tormenta. Estuve un buen rato llamando a mi gato pero no respondió. Llegué a la conclusión de que había muerto en el incendio. A menos que también hubiese huido: odiaba el ruido y que le molestasen.

Sin saber adónde ir, me dirigí mecánicamente a la granja de los Efendi, pero, cuando llegué, algo me dijo que no debía mostrarme y me escondí entre la maleza esperando ver a Mustafá. Me había enseñado a imitar el cacareo de la gallina cuando pone sus huevos. Tenía que mejorarlo, pero era nuestra forma de decirnos hola.

En cuanto lo vi, imité a la gallina y se dirigió hacia mí con aire contrariado.

—No deben verte —murmuró al acercarse—. Mi padre está con los Jóvenes Turcos. Se han vuelto locos, quieren matar a todos los infieles.

—Han matado a mi padre.

Estallé en sollozos y, de golpe, él también.

—Y tú, si te atrapan, correrás la misma suerte. A menos que te conviertan en esclava... Tienes que abandonar inmediatamente la región. Aquí eres armenia. En otra parte serás turca.

—Quiero reunirme con mi madre y los demás.

—Ni lo sueñes, seguramente ya estén sentenciados. ¡Te digo que todo el mundo se ha vuelto loco, incluso papá!

Su padre le había encargado que fuese a llevar estiércol de oveja a un hortelano que vivía a una decena de kilómetros de allí. Así fue como Mustafá ideó la estratagema que sin duda me salvó la vida.

Excavó con la pala un gran agujero en el estiércol negro y húmedo, en la carreta a la que iba a enganchar la mula. Tras pedirme que me escondiese en aquel fango, me dio dos tallos de junco para que pudiese respirar metiéndomelos en la boca y me cubrió con paletadas de boñiga tibia, llena de vida, bajo la que me sentí reducida al estado de un cadáver.

Los guardianes de cementerio dicen que hacen falta cuarenta días para matar a un cadáver. Dicho de otro modo, para que se mezcle con la tierra, para que desaparezca todo indicio de vida y se disperse el olor. Yo me sentía como un cadáver reciente, cuando todavía está vivo: estoy segura de que apestaba a muerte.

Mierda eres, y en mierda te convertirás, eso es lo que los curas deberían habernos dicho en lugar de hablar todo el tiempo del polvo, que no tiene olor. Qué manía de embellecerlo todo.

Tenía mierda hasta en las orejas y los agujeros de la nariz. Sin mencionar los gusanos que me hacían cosquillas sin insistir demasiado, sin duda porque no sabían a ciencia cierta si estaba viva o muerta.

Fue la primera vez en mi vida que estuve muerta.