1. Bajo el signo de la Virgen

MARSELLA, 2012. Besé la carta y después crucé dos dedos, el índice y el corazón, para que me trajera buena suerte. Soy muy supersticiosa, es mi debilidad.

La carta había sido enviada desde Colonia, Alemania, según indicaba el matasellos, y la remitente había escrito su nombre en el dorso: Renate Fröll.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Me sentía angustiada y feliz al mismo tiempo. A mi edad, cuando ya se ha sobrevivido a todo el mundo, recibir una carta personal es sin duda todo un acontecimiento. Tras haber decidido abrirla más tarde, en algún otro momento del día, para conservar el mayor tiempo posible en mi interior la excitación que había sentido al recibirla, besé de nuevo el sobre. Esta vez en el dorso.

Hay días en los que tengo ganas de besar lo que sea, lo mismo las plantas que los muebles, pero me contengo. No me gustaría que me tomasen por una vieja loca de las que dan miedo a los niños. A punto de cumplir ciento cinco años, no me queda más que un hilo de voz, cinco dientes hábiles, una cara de búho, y no huelo precisamente a rosas.

En cambio, en cuestión de cocina todavía me las arreglo. Creo que hasta soy una de las reinas de Marsella, justo detrás de la otra Rose, una jovencita de ochenta y ocho años que cocina unos prodigiosos platos sicilianos en la rue Glandevès, cerca de la Ópera.

Pero en cuanto salgo de mi restaurante para pasear por las calles de la ciudad, tengo la impresión de que asusto a la gente. Sólo hay un sitio donde, aparentemente, mi presencia no desentona: la cima de la colina de caliza desde donde la estatua dorada de Notre-Dame-de-la-Garde parece llamar al amor al universo, al mar y a Marsella.

Mamadou es el que me lleva y me trae de vuelta a casa, en el asiento trasero de su moto. Es un buen mozo y mi álter ego en el restaurante. Se ocupa de la sala, me ayuda con la caja y carga conmigo a todas partes sobre su cacharro apestoso. Me gusta sentir su nuca en mis labios.

Los domingos por la tarde y los lunes, cuando cierro mi establecimiento por descanso, puedo pasarme horas sentada en un banco con el sol mordiéndome la piel. Paso lista mentalmente a todos los muertos con los que pronto me encontraré en el cielo. A una amiga a la que he perdido de vista le gustaba decir que la conversación de los muertos era mucho más agradable que la de los vivos. Tiene razón: no sólo son más tranquilos, sino que además tienen todo el tiempo del mundo. Me escuchan. Y me calman.

Una de las cosas que se comprenden a una edad tan avanzada como la mía es que la gente está mucho más viva dentro de una después de muerta. Por eso morir no es desaparecer sino, al contrario, renacer en la mente de los demás.

A mediodía, cuando el sol deja de contenerse y empieza a darme cuchilladas o, peor aún, picotazos bajo la negra vestimenta de mi luto, me largo a internarme en la sombra de la basílica.

Me arrodillo ante la Virgen de plata que domina el altar y hago como que rezo. Después me siento y echo una cabezada. Dios sabe por qué, allí es donde duermo mejor. Quizás porque la mirada amorosa de la estatua me apacigua. Los gritos y las risas estúpidas de los turistas no me molestan. Las campanas tampoco. También es verdad que estoy horriblemente cansada, es como si siempre estuviese de vuelta de un largo viaje. Cuando les haya contado mi historia, comprenderán por qué, y eso que mi historia no es nada, bueno, no mucho: un minúsculo charco en la Historia, ese fango en el que chapoteamos todos y que nos lleva hasta el fondo a lo largo de los siglos.

La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira al género humano.

Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que pronto volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente. El destino de la especie humana es dejarse llevar por la estupidez y el odio a través de las fosas comunes que las generaciones precedentes han llenado sin descanso.

Los humanos son como animales de camino al matadero. Se dirigen a su destino con la cabeza gacha, sin mirar nunca hacia delante ni hacia atrás. No saben lo que les espera, no quieren saberlo, y eso que no tiene secreto alguno: el futuro es un eructo, un hipo, una náusea, y a veces el vómito del pasado.

Hace mucho tiempo intenté avisar a la humanidad contra las tres lacras de nuestra era: el nihilismo, la codicia y la buena conciencia, que le han hecho perder la razón. Me propuse informar a los vecinos, especialmente al aprendiz de carnicero que vive en mi rellano, un alfeñique paliducho con manos de pianista, al que sé que molesto con mi perorata y al que alguna vez, cuando me lo he cruzado en la escalera, he llegado a agarrar por la manga para impedir que huyese. Siempre simula que está de acuerdo conmigo, pero tengo claro que es para que le deje en paz.

Pasa igual con todo el mundo. En estos últimos cincuenta años no me he cruzado con nadie dispuesto a escucharme. Harta, acabé callando hasta el día en que rompí el espejo. A lo largo de mi vida, había conseguido no romper ninguno, pero esa mañana, al observar los añicos esparcidos sobre las baldosas del cuarto de baño, comprendí que había sido atrapada por la mala suerte. Llegué a pensar que no pasaría del verano. A mi edad, sería lo normal.

Cuando una piensa que se va a morir y no hay nadie que la acompañe, ni siquiera un gato o un perro, no hay más que una solución: volverse interesante. Decidí escribir mis «Memorias» y salí a comprar cuatro cuadernos de espiral a la librería-papelería de la señora Mandonato, una sexagenaria bien conservada a la que llamo «la vieja» y que es una de las mujeres más cultas de Marsella. Cuando me disponía a pagarle, vi que algo la incomodaba y fingí buscar cambio para darle tiempo a formular su pregunta.

—¿Qué pretendes hacer con eso?

—Pues escribir un libro. ¡Vaya pregunta!

—Sí, pero ¿de qué género?

Dudé y dije:

—De todos los géneros a la vez, mi vieja amiga. Un libro para celebrar el amor y para prevenir a la humanidad de los peligros que corre. Para que no viva jamás lo que yo he vivido.

—Ya existen muchos libros sobre ese tema...

—Pues parece que no son lo bastante convincentes. El mío será la historia de mi vida. Ya tengo un título provisional: «Mis ciento y pico años».

—Es un buen título, Rose. La gente adora todo lo relacionado con los centenarios. Es un mercado en pleno crecimiento hoy en día, pronto serán millones. Lo malo de los libros sobre ellos es que están escritos por gente a la que le da igual.

—Pues bien, yo, en mis «Memorias», voy a intentar demostrar que no somos muertos vivientes y que todavía tenemos cosas que decir...

Escribo por las mañanas, pero también por las noches, frente a un vasito de vino tinto. Mojo mis labios de vez en cuando, por placer, y cuando se me va la inspiración bebo un trago para recuperar las ideas.

Esa noche eran las doce pasadas cuando decidí interrumpir mi tarea de escribir. No esperé a estar aseada y acostada para abrir la carta que había encontrado en el buzón aquella mañana. No sé si era la edad o la emoción, pero mis manos temblaban tanto que, al abrirlo, rompí el sobre varias veces. Cuando leí su contenido me dio un vahído, mi cerebro se detuvo en seco.