39. El aliento del Diablo

BERCHTESGADEN, 1942. Era un paisaje que dejaba sin aliento, y no sólo en sentido figurado: me costaba respirar. Mientras atravesábamos Baviera desde el aeródromo de Ainring, en el que había aterrizado nuestro trimotor Ju 52, hasta Berchtesgaden, el refugio de Hitler, tenía la impresión de encontrarme en una escena pintada por Gustave Doré inspirado por Richard Wagner, de cuya obertura de Tannhäuser me parecía oír fragmentos en el viento que golpeaba los cristales del coche.

Los jerarcas nazis debían de estar completamente ciegos para seguir declarándose ateos ante tanta belleza natural, sobre el Nido del Águila de Hitler, frente al lago Königssee, cuyos reflejos verde esmeralda se filtraban entre las montañas dominadas por el Watzmann, entre acantilados, bosques, pastos, cascadas y glaciares.

Un entorno de esos en los que es inútil buscar en el cielo para descubrir a Dios. Está por todas partes. La luz que atraviesa una nube, la tormenta que lo abate todo o el velo de oro en la noche estrellada nos dicen más que los textos sagrados. Basta con mirarlos. Era curioso que me encontrara en ese lugar divino al lado de Heinrich, martillo y asesino de curas, a quien no habría hecho falta animar mucho para que asegurase que era Hitler, y no el Señor, el que había creado el universo.

Mientras se ocupaban de nuestro equipaje y Himmler se dirigía a la gran sala del Berghof, la residencia de Hitler, con su ventana de ocho metros por cuatro, fui conducida hasta las cocinas, donde una brigada uniformada, compuesta sobre todo por mujeres jóvenes, preparaba la comida. Me saludaron respetuosamente, esbozando una especie de reverencia, antes de volver al trabajo con la cabeza baja. Al contrario de lo que hubiese creído, fui muy bien acogida por la chef, una señorita regordeta cuyo nombre he olvidado, pero que no era ni Marlene von Exner ni Constanze Manziarly, las dos dietistas que trabajaban para el Führer. No podría jurarlo, pero me parece que se llamaba Traudl.

Parecía una carmelita. No había en su mirada ni en su expresión un solo rastro de vicio. El tipo de mujer que hace perder la cabeza a los hombres: tras esa inocencia aparente imaginan, a menudo equivocadamente, una prometedora perversidad. Aunque no perteneciese al sexo opuesto, debo reconocer, no sin sentirme incómoda, que Traudl me excitaba, como también excitaba, lo supe más tarde, a Martin Bormann, a quien su dominio de la cortesía había llevado mucho más alto que sus méritos en la jerarquía del Reich, y que ejercía sin freno su derecho de pernada en las habitaciones del Berghof, ante las narices de su mujer.

Cuando pregunté por los gustos culinarios de Hitler, Traudl me llevó aparte:

—Le encantan los dulces. Por lo demás, es muy complicado, su alimentación es un auténtico quebradero de cabeza...

Le pregunté si Hitler seguía algún régimen y murmuró:

—Sufre continuas flatulencias y calambres de estómago. Muchas veces, justo después de las comidas, se tumba bruscamente por culpa del dolor. Es horrible ver a alguien sufrir así.

—Horrible —asentí.

—Es como si recibiera un flechazo en el vientre, y empieza a transpirar abundantemente. El pobre vive una pesadilla, ¿sabe?

Me guardé mucho de responder: «Igual que Heinrich», aunque no me faltaron las ganas. Me limité a declarar:

—Ya he cocinado para personas con problemas digestivos. En esos casos, sé lo que hay que hacer.

—Estamos aquí para servirla. Pero deberá informar de todo a Herr Kannenberg.

Pronunció ese nombre con una voz tan solemne que comprendí la importancia del personaje. Ese antiguo restaurador, un cuarentón regordete, era el mayordomo de Hitler. En Berghof le llamaban el Doble-Grasa.

Cuando Doble-Grasa apareció de repente, precedido por la risa que hacía estremecer su bigote, las dudas se disiparon. Imponente, Arthur «Willi» Kannenberg lo era en efecto, tanto en sentido estricto como figurado. Había en él esa euforia sumada a una autoridad natural que se da en los grandes gastrólatras que, décadas después de haber venido al mundo, siguen sin poder ocultar su alegría por estar en la tierra. No se acostumbran: se diría que la desgracia nunca se ha abatido sobre ellos.

—Bienvenida al paraíso —dijo estrechándome enérgicamente la mano—. Bueno, no es el paraíso para todo el mundo. Cuento con usted para introducir felicidad en el vientre del Führer. Su estómago le está dando mucha guerra en este momento.

—¿Qué es lo que no soporta Herr Hitler?

—Pues bien, muchas cosas, salvo zanahorias, huevos cocidos o patatas.

—Es triste.

—Así es. Como sigue la dieta Bircher-Benner, sus únicas fantasías son las nueces, las manzanas y el porridge, no digo más. El resto del tiempo está condenado a la fruta y las verduras crudas.

—Las verduras crudas son perjudiciales para lo que tiene.

—Eso se lo explicará usted. De todas formas, en este punto, está dispuesto a probarlo todo.

Para que pudiese preparar mi menú de la cena con conocimiento de causa, Kannenberg me hizo visitar los gigantescos invernaderos que aseguraban la producción de verduras para Hitler y sus invitados. Había de todo. Incluso tomates tardíos, salpicados en su parte superior por pequeñas manchas pardas. Era como una alegoría del nazismo, que soñaba con la autarquía y la autosuficiencia.

Me enamoré de los puerros. En Berghof, me dijo Kannenberg, acababan sus días en la sopa junto con las patatas. Yo los serviría de entrada, con una vinagreta a la trufa.

Para el plato principal no lo dudé: ante esa profusión de verdura, se imponía la lasaña vegetariana. La presentaría como una milhoja veteada de distintas composiciones, en las que siempre reinaría la zanahoria, la más digestiva de las verduras, rallada y ligeramente hervida.

En la despensa de frutas había manzanas a porrillo. Opté pues por una tarta de manzana con un dedo de ron, un pellizco de vainilla molida y dos cucharaditas de zumo de limón. Una receta de mi invención que luego ha sido muy copiada.

La comida debía estar lista una hora antes de ser servida para que las probadoras de Hitler comiesen una parte de los platos que le estaban destinados y tuviesen tiempo de verificar que ningún veneno actuaba sobre su organismo.

Tuve un éxito rotundo. Como los nazis eran bastante gregarios, bastó que Hitler apreciara la cena sin verse atacado por calambres durante el postre para ser consagrada reina de una noche. Heinrich vino a buscarme y toda la mesa me aplaudió, empezando por el Führer.

Veinte minutos más tarde, mientras contemplaba desde la ventana de mi habitación cómo se desencadenaba una tormenta, Heinrich entró con el rostro deshecho:

—El Führer quiere verla.

—Bien, ¿y?

—Debe usted jurarme que no le hablará de sus hijos y su antiguo marido. Si supiese que ha estado casada con un judío, no me perdonaría haberla traído aquí.

—Quizás lo sabe ya.

—No. Ese tipo de información sólo pasa a través de mí.

Heinrich me condujo hasta el despacho de Hitler. Parecía tan tenso que, en el pasillo, para relajarle, acaricié su brazo y después su nuca. Me sonrió.

La puerta estaba abierta y permanecimos un momento en el vano. Sin duda Hitler nos había oído llegar, pero no podía vernos. Estaba sentado de espaldas a nosotros, frente a la ventana, acariciando con una mano a su perro, un pastor alemán, mientras que en la otra sostenía un documento que estaba leyendo.

—Entren —acabó diciendo sin volverse.

No están obligados a creerme, pero les aseguro que en el preciso instante en el que nuestras miradas se cruzaron un relámpago iluminó la ventana antes de desplomarse sobre el flanco de la montaña, con un estruendo al que sucedieron ecos y ruido de desprendimientos. Hitler bromeó:

—He preparado esto para impresionarla.

Tras haber señalado a Heinrich que podía retirarse, me invitó a contemplar con él la tormenta por la ventana. El espectáculo era grandioso.

—Me pregunto —dijo levantándose— qué habría pensado Pannini de esto. Otra obra maestra, sin duda.

El Führer me explicó que Giovanni Paolo Pannini, pintor italiano del Barroco, aficionado a las escenografías y a los efectos monumentales, era uno de sus artistas preferidos.

—Me encanta ese pintor —dijo— porque no tiene miedo. Los verdaderos artistas nunca tienen miedo. Los grandes hombres tampoco. Los demás no valen nada.

Hitler me cogió del brazo y me llevó hasta el sofá de la esquina. Nos sentamos en el mismo sofá de cuero negro.

—Tengo aquí telas de Pannini —prosiguió—. Ruinas romanas. Tengo que enseñárselas.

Su aliento hizo estremecer mi nariz. No creo haber sentido nunca un olor tan inmundo, incluso durante el genocidio armenio, cuando bordeaba el río de Trebisonda, donde flotaban montones de cadáveres.

Me sentía incómoda. Para relajarme o hacerme hablar, Hitler me invitó a un vaso de licor de ciruela. Me bebí tres seguidos, lo que explica que no recuerde lo que se dijo después.

Joseph Goebbels se unió a nosotros. Un hombrecillo de pelo negro y engominado, que cojeaba y no se estaba quieto. Aún no sabía que era uno de los pilares del Tercer Reich y el director de escena del culto a Hitler, por quien, anticristiano fanático, decía profesar «un sentimiento sagrado». Pero su histeria de aquella noche permanece grabada todavía en mi memoria.

Goebbels me hizo beber más aún. Esta vez kirsch. No lo juraría, porque mis recuerdos son muy confusos, pero me parece que salí del despacho de Hitler con él.

¿Qué hicimos después? Nada, que yo recuerde. Deambulé un rato zigzagueando por los pasillos hasta que me crucé con un grupo de hombres entre los que creí reconocer a Martin Bormann, el jefe de la Cancillería. Hubo empujones y risas, y después uno de ellos me llevó hasta una habitación donde, tras empujarme contra la ventana, me forzó.

Cuando el hombre se apartó de mí, me sentía como desmayada y permanecí mucho tiempo en esa posición, jadeante y alelada, mirando por la ventana.

Me arreglé el vestido y, minutos más tarde, no había nadie en la habitación. Me tumbé en la cama y dormí un poco.