11. La felicidad en Sainte-Tulle
ALTA PROVENZA, 1918. Una tibia brisa peinaba los campos, hacía ondear los pastos y bailaba entre las copas de los árboles. Aquéllos eran sus dominios. Cuando hubo terminado de fundirse conmigo, me llevó muy lejos, hasta los míos, a los que escuchaba hablar dentro de mí.
En aquel viento habitaba el canto a la felicidad terrenal, un murmullo infinito de minúsculas cópulas y una amalgama de polen y partículas en la que se escuchaban claramente las salmodias del otro mundo.
Después de comer manzanas llenas de gusanos al borde de un olivar, me dormí en un foso de hierbas secas rodeada de voces familiares. El verano llegaba a su fin y la naturaleza ya no podía más. Mordida y desangrada durante semanas por los colmillos del sol, parecía estar en ese estado que a menudo precede a la muerte cuando, tras una larga agonía, el enfermo termina dejando caer los brazos y rindiéndose a una suave torpeza.
Para hacer que se recuperara, no tardarían en llegar desde el horizonte las grandes tormentas de septiembre, que golpearían sin piedad el suelo para que la felicidad resurgiese de la tierra jugosa hasta el día de Todos los Santos, como si se produjese una resurrección general. Pero, mientras tanto, los árboles, las plantas y las hierbas sufrían por todas sus fibras exangües: su crepitar rasgaba mis oídos como pequeños lamentos.
Cuando me desperté, el viento se había marchado y, tras haberme saciado de nuevo en los manzanos, retomé mi camino. Estaría a la altura de Aix, a primera hora de la tarde, cuando me llamó un anciano tocado con un sombrero de paja que guiaba una carreta tirada por un gran caballo blanco:
—Señorita, ¿quiere usted subir?
A los once años no tenía miedo de los hombres, así que acepté sin pensarlo la invitación del viejo, que me tendió la mano para ayudarme a subir a la carreta. Cuando me preguntó adónde iba, respondí:
—Más lejos.
—¿De dónde vienes?
—De Marsella.
—Pero tu acento no es de allí. ¿De qué país vienes?
—De Armenia, un país y un pueblo que han desaparecido.
—Si no sabes adónde ir, puedes dormir en nuestra casa.
Me regaló una sonrisa agrícola, esa sonrisa sufriente acompañada de una arruga en los ojos, con aire burlón. Su cabeza era negra como un sarmiento, parecía una rama que ha perdido el impulso vital y cuelga marchita en su árbol.
No respondí. La invitación me resultaba apresurada, pero algo en su rostro me decía que procedía del fondo de su corazón, que no había nada oculto.
Se llamaba Scipion Lempereur. Era un campesino de Sainte-Tulle, cerca de Manosque, que se dedicaba a las ovejas, los melones y los calabacines. Hasta entonces todo le había salido bien: el matrimonio, los hijos, el trabajo, las cosechas. Todo, hasta ese horrible año de 1918.
—La felicidad produce ceguera —dijo—, te vuelve ciego y sordo. No vi venir nada. La vida es repugnante. No se puede confiar en ella. Te lo da todo y después, un día, sin avisar, te lo vuelve a quitar, absolutamente todo.
Scipion Lempereur acababa de perder tres hijos en la guerra. El cuarto se debatía entre la vida y la muerte en el hospital militar de Amiens. Una esquirla de obús en la cabeza generalmente no perdonaba, pero Dios, decía, no podía quitarle a todos sus hijos a la vez, sería demasiado inhumano.
—Por mucho Dios que sea, no tiene derecho a hacerme esto —exclamó—. Siempre he intentado portarme lo mejor posible. No comprendo qué he hecho para que me castigue así.
Lanzó una risita nerviosa y se echó a llorar, y también lloré yo. Hacía mucho tiempo que no me pasaba y me sentó bien: muchas veces la pena se va con las lágrimas, o cuando menos se aligera tras derramarlas. Era la primera vez que conocía a alguien a quien la muerte de los suyos había transformado en cadáver andante. No se había repuesto.
Yo, en cambio, sí. Me avergonzaba no estar tan abatida por la tristeza como él y pedía perdón a mi familia por haber sobrevivido tan fácilmente.
—¿Por qué? —preguntó Scipion Lempereur mirando al cielo.
—¿Por qué? —repetí yo.
Después le conté mi vida. Empecé por Salim Bey y Nazim Enver y me extendí con mis aventuras marsellesas, que escuchó sin respirar. Cuando terminé el relato, reiteró su invitación para que me quedase al menos unos días con él y su mujer, en su granja de Sainte-Tulle.
—No serás ninguna molestia —insistió—. Hazlo por nosotros, nos vendrá bien, te lo aseguro: necesitamos pensar en otra cosa.
Esa vez acepté. Así fue como, bien entrada la tarde, llegué a la granja de los Lempereur, aislada en lo alto de una colina escarpada, a cuyos pies corría un paupérrimo arroyo, un regato viscoso y ridículo que esperaba la lluvia para recobrar la vida. Todo ello rodeado de una inmensa alfombra de lana, viva y bulliciosa, que pacía sobre la hierba dorada.
Emma, la mujer, tenía una mandíbula equina, con la dentadura a juego, y la envergadura de un hombre trabajador, roto por las tareas del campo. Sin embargo, aquello no había restado ternura a su altivo rostro: cubierto de arrugas, recordaba un barranco tras el paso de una riada durante el invierno.
Nunca había viajado más allá de Manosque, pero había vivido mucho gracias a los libros. Fue ella la que me descubrió, entre otros, al poeta John Keats, que dijo:
«Toda belleza es alegría que perdura».
En lo referente a la señora Lempereur, había que añadir a la palabra «alegría» las de «inteligencia» y «cultura». Desde esos tres puntos de vista, era una mujer hermosa como se conocen pocas en la vida.
Me adoptó a primera vista, y luego me besó como si fuese su hija. Más tarde lo sería de verdad: tras años de burocracia, acabé llevando su apellido. Con tres hijos caídos en el campo de batalla durante la guerra del 14, los Lempereur me convirtieron, tras la muerte del cuarto, en su única heredera por testamento firmado ante notario.
También adoptó a Teo, que vivió en Sainte-Tulle los años más felices de su existencia. Mi salamandra era feliz y ya no me agobiaba con reproches, como en el pasado.
Yo también era feliz, si esa palabra tiene algún sentido. Scipion y Emma Lempereur me lo dieron todo. Familia, valores y mucho amor. Mi madre adoptiva me enseñó además el arte de la cocina: fue ella, por ejemplo, la que me transmitió la receta del flan de caramelo que tanta fama me ha dado.
Otra receta contribuyó de igual manera a mi fama: la parmesana de Mamie Jo, una hermosa lugareña que visitaba a menudo a los Lempereur trayendo platos cocinados hasta que un día, para nuestra gran desgracia, se fue a Estados Unidos a vivir con un marino mercante.
En temporada baja, cuando había menos trabajo en el campo, Emma Lempereur organizaba con regularidad grandes comidas campestres con un centenar de comensales: invitaba a sus vecinos y amigos, que en algunos casos venían desde muy lejos. Un día le pregunté por qué hacía ese esfuerzo, y me respondió:
—La generosidad es un regalo que uno se hace a sí mismo. No hay nada mejor para sentirse bien.
De ella heredé un montón de frases de ese estilo que quedaron grabadas para siempre en mi memoria. Tras Salim Bey, Emma Lempereur me hizo descubrir muchos libros, especialmente la obra de George Sand o novelas románticas de Colette como Chéri o El trigo en la hierba, de las que debo reconocer que hoy en día se me caen de las manos sin dañarme los pies. Son tan ligeras...
Me avergüenzo de escribir eso. Es como si traicionara la memoria de Emma Lempereur, que, a pesar de todo el amor que profesaba por su marido, repetía que un día sería necesario que «los hombres dejen de frotarse los pies en el trasero de las mujeres». Por eso le gustaba Colette y todas las que contribuían al orgullo de ser mujer.
Era feminista y le gustaba exponer con ironía opiniones del tipo: «Es un secreto todavía muy bien guardado, pero un hombre de cada dos es una mujer. Así que todas las mujeres son hombres, mientras que, a Dios gracias, todos los hombres no son mujeres».
En casa de los Lempereur viví entre los once y los diecisiete años las suaves estaciones de la felicidad, en las que un día precede a otro pero nada cambia, y todo vuelve a su sitio, las golondrinas en el cielo, las ovejas en el redil, la polvareda en el horizonte, mientras una mezcla de alegría y embriaguez te invade sólo con respirar.
Me dirán que me estoy volviendo simplona, pero la felicidad siempre es simplona. Además, habiéndola conocido ya en la granja de mis padres, desconfiaba de ella: toda esa embriaguez dentro de mí me daba miedo. La experiencia me había enseñado que nunca dura.
Cuando todo va bien, la Historia viene a estropearlo.