27. Para dar ejemplo
PARÍS, 1939. Después de que Gabriel se fuese de casa con nuestros hijos, una enorme bola empezó a pudrirse en mi estómago. Puse nombre a ese dolor que te roe la carne y que todos sufrimos dos o tres veces en la vida: el cáncer de la pena.
Había sembrado su metástasis por todas partes y sobre todo en mi cerebro, que, negándose a detenerse o concentrarse, daba vueltas en el vacío. Sin olvidar los pulmones, que respiraban a duras penas; el gaznate, que no dejaba pasar nada; ni las tripas, que se retorcían a menudo entre retortijones.
Cuando cesaron las crisis de llanto, la bola se quedó y la pena continuó. Décadas más tarde, sigo sintiendo el desgarro en el pecho, en un lugar muy preciso bajo los pulmones. Estoy segura de que ahí hay un tumor. A Dios gracias, nunca se ha extendido. Gracias a mi alegría de vivir. Gracias a Teo, que me ayudó a aguantar el golpe. Cuando le anuncié la noticia, mi salamandra me dijo:
—Te había avisado, estúpida.
—Nunca lo superaré.
—Espero que a partir de ahora me escuches. Así que sonríe, sonríe todo el rato y verás, todo irá mejor.
Fue lo que hice y funcionó un poco, aunque mucho tiempo después y hasta hoy mismo sigo sintiendo una desazón interior, una devastación íntima, una quemazón sentimental.
Iba a Notre-Dame dos veces por semana con la sonrisa puesta a encender velas para que Gabriel volviese. Sin éxito. Cada vez que oía un ruido en la escalera, pensaba que la Virgen me había escuchado y esperaba, con el corazón en un puño, el chirrido de la llave en la cerradura. Pero no, siempre era el vecino o una falsa alarma.
Cuando veía a Gabriel para devolverle o recoger a los niños, su cuerpo estaba tenso como un arco. Nunca pronunciaba una palabra más alta que otra, pero mantenía un gesto sombrío y hablaba con una voz gutural que no le conocía, con los dientes apretados, como un ventrílocuo. Por esa razón me costaba comprenderle y debía hacerle repetir a menudo lo que decía.
Dieciocho días después de nuestra ruptura, había recobrado cierta esperanza. Así que le lancé una mirada suplicante, que él imitó con una mueca de desprecio:
—No creo en la resurrección. Ni de los muertos ni del amor.
—Los renacimientos existen.
—No. El árbol muerto brota por la raíz, pero nunca vuelve a crecer bien.
Una vez más, Gabriel no había articulado en condiciones lo que decía y le pedí que me lo repitiese empleando esa expresión ya en desuso en la época y que, desgraciadamente, ha desaparecido desde hace mucho tiempo: «¿Mande?». Sonrió con una sonrisa indefinible en la que creí entrever ternura, y que me dejó pensar que no todo estaba perdido entre nosotros.
Ahora que no lo tenía a mi alcance, lo quería más de lo que nunca lo había querido. La prueba es que sentía la boca seca todo el día, como cuando la pasión se halla en su apogeo. No dejaba de pensar en Gabriel y había vuelto a serle fiel, interrumpiendo de la noche a la mañana toda relación con Gilbert Jeanson-Brossard, cuya sola visión me horrorizaba y que, a petición mía, dejó de frecuentar el restaurante.
Mientras Gabriel no volviese, para mí el amor había terminado. En cuanto algún hombre ponía en marcha alguna maniobra de aproximación, no sentía más que asco y le soltaba, con tono misterioso, para desanimarle:
—Disculpe, estoy con alguien.
Durante semanas, escribí a Gabriel una carta al día para pedirle perdón, citando pasajes de los Evangelios que apoyaran mis argumentos. Nunca me respondió. Hasta un domingo por la tarde cuando, al llevarle a los niños, me llevó aparte y me dijo:
—¿Por qué quieres que te conceda el perdón que me pides?
—Por la redención, Gabriel. Todos tenemos un deber de redención.
—A condición de que sea recíproco. Las bonitas palabras del Evangelio no son creíbles cuando salen de tu boca, Rose. Eres ruin y vengativa, siempre te ha asqueado la idea del perdón. ¿Cómo podría perdonar a alguien que ha sido siempre incapaz de perdonar?
—No comprendo lo que quieres decir.
A modo de respuesta, Gabriel lanzó un gran suspiro y citó el Deuteronomio: «No tendrás compasión del culpable, sino que le obligarás a devolver vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie».
—Ésa es tu filosofía, ¿no? —preguntó.
Gabriel me conocía demasiado bien. En aquel instante tuve una iluminación. Comprendí lo que necesitaba hacer para sentirme mejor. Sería cosa de dos o tres días, no más. Mi salud tenía un nombre, el del comandante Morlinier, que, por haber amargado los últimos años de los Lempereur tras haber condenado a su hijo a muerte, merecía figurar en lo más alto de la lista de mis odios.
Sabía dónde encontrarlo y aligerar así durante un tiempo mi bola de pena. Hacía años que recogía información sobre Charles Morlinier. Los plenos poderes que había alcanzado el mariscal Pétain, otro aprendiz de carnicero de la guerra del 14, de quien era compañero de batallas y correrías, habían relanzado su carrera. Tras haber sido nombrado por el nuevo jefe del Estado miembro del Consejo y comendador de la orden de la Legión de Honor, estaba a punto de ser presidente del consejo de administración de Correos.
Tiempo atrás, mientras vegetaba en un puesto subalterno en la Dirección de Aguas y Bosques, Charles Morlinier, ascendido a general en 1925, había presidido durante tres años la Asociación de Amigos de Édouard Drumont. Nos habíamos visto varias veces cuando, junto a Gabriel, preparábamos el «acontecimiento Drumont». Un personaje de pose rígida y rostro amarillento, con una nariz como un cuchillo de cocina y las orejas despegadas. Cuando se desplazaba, parecía que pasaba revista a las tropas. Se le oía siempre venir de lejos: los refuerzos metálicos de las suelas de sus zapatos castañeteaban como herraduras de caballo.
Sin ser aristócrata, al general Morlinier la palabra «nobleza» no se le caía de la boca, una boca de lameculos degenerado. Nobleza en el combate, nobleza de sentimientos, nobleza de la raza francesa. Hablaba desde el vientre, con aspecto crispado, como si tuviera un nido de víboras retorciéndosele dentro. Junto a eso, siempre la misma expresión de las falsas estatuas antiguas del siglo XIX.
Fue un asunto que llevé a cabo con suma eficacia. Tenía previsto dejar las llaves del restaurante a mi número dos en la cocina, Paul Chassagnon, un gordo pelirrojo. Con él estaba segura de que todo iría bien. Pero los acontecimientos se precipitaron, bullían demasiado dentro de mí, no pude controlarme. Me bastó una hora.
Charles Morlinier vivía en la rue Raynouard, en el distrito XVI de París. Disfrazada de matrona gorda, con unos cojines debajo del abrigo, y tocada con una peluca rubia, me planté antes del amanecer al pie de su edificio haussmaniano, con la idea de seguirle durante un día entero. Hacía fresco pero yo sentía calor, y las mejillas me ardían igual que si fuese a tener un orgasmo.
Salió de su casa a las siete y media, como un ladrón, y tuve que acelerar para que no se me escapase. Caminaba en dirección a la rue Passy, y cuando llegamos al cruce, corrí hasta él y le grité agarrándole de la manga:
—Jules Lempereur, el joven de Sainte-Tulle fusilado para dar ejemplo, ¿lo recuerda usted, general?
El general Morlinier no tuvo tiempo de contestar. No pude contenerme. Con aspecto de no entender qué pasaba, lanzó un grito extraño, una especie de balido, sus ojos se salieron de sus órbitas y su boca se quedó abierta, bajo el efecto de la sorpresa o del dolor, y después cayó de golpe como un paquete sobre la acera. Me pareció que había muerto antes de perder la sangre. Muerto de miedo.
Dudé si recuperar el cuchillo que le había clavado como una barrena en el pecho, pero al final lo dejé en medio de los borbotones sanguinolentos: no tenía ganas de mancharme.
Bajé inmediatamente por los jardines del Trocadero y lancé al Sena los guantes manchados, que tomaron en el agua la dirección de Ruan, y a continuación lancé la peluca, el abrigo y los cojines.
Después me dirigí al restaurante. Me sentía tan bien, como liberada del mal, que al llegar poco más tarde al trabajo Paul Chassagnon dijo:
—Señora, no sé qué le ha pasado pero es un placer verla de nuevo tan feliz.