12. El fusilado

ALTA PROVENZA, 1920. El año que cumplí trece y tuve mi primera regla el mundo comenzó a enloquecer. Quizás hubo señales que lo anunciaban en el cielo o en otra parte, pero debo reconocer que en Sainte-Tulle no había observado nada en particular.

No me preocupaba otra cosa más lejana que el día siguiente. Estaba demasiado ocupada preparando confituras, guardando el heno, terminando los deberes, jugando con los perros, amasando, podando los rosales, acariciando a mi gato, curando quesos, rezando al Señor, cocinando, dando de comer a las gallinas, recogiendo tomates, esquilando ovejas o soñando con chicos.

Por las noches, antes de dormirme junto a mi gato, leía libros como en casa de Salim Bey. El que más me marcó fue Les Pensées de Pascal, del que Emma me había dicho que era, de todos los libros de ese género, el que más se acercaba a la verdad, puesto que llegaba hasta el final en todas las contradicciones: Dios, la ciencia, la nada y la duda.

La amistad del mundo, de los árboles, de los animales y de los libros me impidió ver más allá del horizonte. La Historia había vuelto a dar un giro inesperado en pocos meses, pero necesité mucho tiempo para darme cuenta de eso y de que los culpables eran ciertos personajes, entre los que Georges Clemenceau no era uno de los menos importantes. Clemenceau, un genio perverso, un gran hombre, el rey de expresiones divertidas como aquella que convertí en mi lema: «Cuando se es joven, es para siempre».

En aquella época, Clemenceau era presidente del Consejo. Era un héroe en Sainte-Tulle y en toda Francia. El terror de los boches. El Padre de la Victoria. El Tigre sin sombra de duda en la mirada. Había ganado la guerra pero iba a perder la paz. «No humilles nunca al asno que has maltratado —decía mi abuela—. Es mejor matarlo».

El tratado de Versalles, impuesto a Alemania por Clemenceau y los vencedores de la guerra del 14, entró en vigor el 10 de enero de ese año: es cierto que creaba una república en Armenia, pero en cuanto al resto, era una estupidez incalificable que humillaba al Reich, lo desmembraba y lo desangraba económicamente, sembrando en su interior el germen de la siguiente guerra.

Un mes después de ser promulgado, un personaje de aliento apestoso y bigote recortado, Adolf Hitler, tomaba en Alemania el control del partido obrero. Después de rebautizarlo Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, lo dotó de un logo con una cruz gamada y un programa que nacionalizaba los cárteles, confiscaba los beneficios de la gran industria y abolía los beneficios que no eran fruto del trabajo. Al mismo tiempo, un ejército popular de varias decenas de miles de militantes comunistas ocupaba el Ruhr, y gobiernos obreros, apoyados por unidades proletarias, tomaban el control de Turinga.

Era el caos sobre un fondo de miseria social, como en Rusia, donde los bolcheviques y los blancos monárquicos se mataban entre ellos, mientras la estrella de Stalin ascendía hasta convertirse, en 1922, en secretario general del Partido Comunista.

Dios sabe que yo no tenía nada que ver con todo aquello. A la felicidad no le gustan las malas noticias y era como si no llegaran hasta nuestra casa, en la Alta Provenza: el olor de la cocina las había alejado. Creo que sólo oí hablar de Hitler mucho tiempo después, en los años treinta.

Aunque lo habría tenido que aprender en Armenia, yo ignoraba que es imposible escapar de la Historia cuando su rodillo se ha puesto en marcha. Por mucho que hagamos, al final nuestra suerte es la de esas hormigas que huyen de la crecida de las aguas los días de tormenta: más tarde o más temprano son atrapadas por su destino.

Ciertamente, yo era como ellas y como todo el mundo. No quería saber nada y no vi llegar nada. Todavía hoy, cuando una mitad de mi osamenta parece haberse marchado ya al otro mundo, sigo sin oír a la muerte llamando a mi puerta para que me vaya con ella. Tengo demasiadas cosas que hacer en la cocina, entre cacerolas, como para tomarme el tiempo de abrirla.

*

Corría todavía el año 1920 cuando recibimos la visita de un soldado veterano que había hecho la guerra en el mismo batallón que Jules, el tercer hijo de los Lempereur. Un hombretón alto de tez pálida y mirada perdida, que flotaba dentro de un abrigo de terciopelo lleno de manchas. Por su expresión parecía estar siempre pidiendo perdón, como si molestara sólo por hablar, por respirar o por vivir.

Sin ser francamente feo, inspiraba cierta repugnancia. Dos verrugas peludas se disputaban su mejilla derecha. En la comisura de los labios y en la punta de su lengua había siempre una espumilla blanca. Sin mencionar sus manos grandes como palas, llenas de nudos y con manchas violetas. Nunca sabía qué hacer con ellas.

Se llamaba Raymond Bruniol. Vaquero del norte, acababa de perder su trabajo, pero había encontrado un empleo de dos meses en una granja vecina. Mientras tanto, había decidido conocer el país. Se quedó varios días en Sainte-Tulle. Un buen chico, amable, siempre dispuesto a ayudar. Comprendí inmediatamente que había venido a decir algo a mis padres, pero no se sentía capaz.

Una hora después de llegar, mientras cenábamos, sacó de un bolsillo el reloj de Jules y lo dejó sobre la mesa de la cocina. Emma se echó a llorar y Scipion dijo:

—Pensábamos que se lo habrían robado.

—Me lo dio para que se lo entregase a ustedes —respondió—. No confiaba en el ejército.

—Razón no le faltaba —comentó Scipion.

Emma le lanzó una mirada de reproche y el soldado abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla súbitamente. Le temblaba la nuez.

—¿Fue valiente hasta el final? —preguntó Scipion con aire despreocupado, como si conociese la respuesta.

—Hasta el final.

Cuando Emma le preguntó cuáles habían sido sus últimas palabras, hubo un largo silencio. Le habían servido vino y bebió un largo trago para darse ánimos. Después dijo:

—Mamá.

Todo el mundo se miró, atónito, mientras Emma se echaba a llorar con más fuerza.

—Es lo que dicen muchos soldados cuando mueren —dijo él—. No hay que olvidar que no son más que niños. Niños que apenas han terminado de madurar.

Como si quisiera relativizar el asunto para consolar a mi madre adoptiva, Raymond Bruniol añadió:

—Dijo algo más pero fue un balbuceo y no lo entendí.

La víspera de su marcha, estábamos juntos recogiendo cestos de manzanas. Manzanas rojas y redondas como traseros de niñas tras una azotaina.

De vuelta a la casa me volví hacia él a medio camino para exclamar.

—¿Qué pasó que no nos ha contado?

Bajó los ojos, y cuando los levantó, tenían una expresión desconcertada.

—Resulta delicado.

—Quiero que me lo cuente —insistí.

Hubo un largo silencio durante el cual se quedó mirando fijamente la pequeña colina, como buscando inspiración. Y después, con un hilillo de voz, dijo:

—Jules fue llevado a un tribunal militar y fusilado, no hay mucho más que decir.

—¿Qué hizo?

—Nada.

—Eso es imposible.

—No, así eran las cosas durante la guerra. Uno se encontraba ante un pelotón sin hacer nada.

—¿Por qué fue condenado?

—Por indolente. El año antes había abierto la boca demasiado durante un amago de motín, pero sus superiores se lo habían perdonado. Al final se cansaron de que se moviese tan despacio. El general Pétain, esa rata de retaguardia, ese engendro de la Gran Guerra, no se andaba con bromas, ¿sabe? Para atemorizar a las tropas tenía un comandante a su servicio, un tal Morlinier, que presidía el tribunal militar. Si te llevaban ante él, podías estar seguro de terminar ante el pelotón de fusilamiento. Eso fue lo que pasó con el pobre Jules.

—¿Así que sus últimas palabras no fueron «mamá»?

—¿Y yo qué sé? No estaba allí cuando murió. Me lo inventé. Pero, sabe usted, en el frente todos decían eso antes del último suspiro.

Esa noche, después de cenar, escribí el nombre de Morlinier en la hojita de papel que llevaba conmigo desde Trebisonda, y a la que había bautizado como «la lista de mis odios».

La guardé en mi ejemplar de Les Pensées de Pascal.

La releía a menudo, y en cada ocasión sentía el mismo temblor dentro de mí ante el nombre del satánico manco que había matado a mi padre.

Al igual que Raymond Bruniol, nunca tuve el valor de decirles a mis padres que Jules había sido uno de los seiscientos soldados condenados a muerte y pasados por las armas, en nombre de Francia, por la victoria, al azar, sin razón aparente.