21. Una tortilla de setas

PARÍS, 1930. Todo iba demasiado bien, pero era necesario desequilibrar nuestra felicidad rutinaria para satisfacer los bajos instintos que bullían en mi vientre.

Era una promesa que me había hecho a mí misma. Sólo Teo fue puesta al corriente de mis proyectos, que aprobó en el acto con entusiasmo.

Gabriel y yo éramos como dos peces nadando en las tibias aguas del bienestar. Llevábamos casados más de un año y seguía amándolo todo de él, incluidos sus padres, a quienes había conocido en nuestra boda y que me habían seducido. Dos filósofos provenzales, como Emma y Scipion Lempereur.

Había que darse prisa en quererlos. Sus huesos ya habían llegado al límite de su vejez, algo que se veía en su mirada y que se verificó en los meses siguientes, mientras que en nuestro caso la vida comenzaba. Édouard tenía tres años, yo veintidós, y Gabriel, veintiséis, cuando decidí cerrar el restaurante durante las vacaciones de Semana Santa.

Fingí tener asuntos personales que resolver en Provenza, y él no me preguntó cuáles. Gabriel tenía una delicadeza que le prohibía pedirme cuentas de lo más ínfimo, pero es cierto que penetraba en mis pensamientos como un cuchillo en la mantequilla. Le dejé a Teo como prenda.

Con Gabriel no tenía dudas de que nuestro amor duraría toda la vida. En nuestra buhardilla, en el sexto piso de la rue Fabert, nunca se pronunció una palabra más alta que otra, incluso si Édouard nos hacía pasar una mala noche, lo que ocurría a menudo, con sinusitis que sucedían a las laringitis y a todas esas enfermedades que se ensañan con nuestros bebés.

Gabriel sabía perfectamente lo que yo estaba pensando. Conocía esos arrebatos de ira que, a veces, me oprimían el pecho. Me acompañó con Édouard a la estación de Lyon, y justo cuando tenía el pie en el estribo del vagón del tren, me dijo al oído:

—Sé prudente, amor mío. Piensa en nosotros.

Como la prudencia no es mi fuerte, toda la habilidad de Gabriel consistía en hacerme sentir culpable. No se oponía a mi proyecto, sopesaba los riesgos y fijaba los límites. Si no me hubiera dicho aquello, no creo que hubiese hecho escala en Marsella antes de coger el tren hasta Sainte-Tulle. Sólo habría escuchado mi deseo creciente, que me empujaba a acelerar el paso para satisfacerlo.

En Marsella, entré en una peluquería para cortarme el pelo a lo Juana de Arco, y después compré una cesta, carne y ropa para travestirme de hombre. Un pantalón, un abrigo, una camisa y una gorra, así como una bufanda para disimular una parte de la cara.

Cuando llegué a la estación de Sainte-Tulle, me dirigí hacia la granja de los Lempereur atajando a través de un bosquecillo de robles en el que conocía un recoveco donde crecían setas, y llené la cesta. Algunas morillas para colocar en la parte superior, pero sobre todo dos especies mortales cuyo olor y sabor engañan, desde hace generaciones, a sus víctimas: amanita phalloides e inocybe fastigiata. Suficientes para matar a un regimiento.

En el momento en el que aparecieron los dos canes, les lancé unos trozos de carne que había atiborrado con granos de cicuta de flor azul. Se los tragaron con la voracidad estúpida que sólo se da en los perros, los cerdos y los humanos. Así es como antaño se mataba a los lobos. Eficacia garantizada. Al cabo de unos minutos, los perros se dejaron caer al suelo sacudidos por espasmos, con los ojos desorbitados y las fauces llenas de espuma. Parecía que estaban muriendo de frío a fuego lento, si se me permite la expresión...

—Lo siento por vosotros —les dije—, pero no deberíais haber matado a mi gato.

Mientras agonizaban en el patio, llamé a la puerta de mis antiguos amos, la cesta de setas en una mano y un revólver en la otra. Una Astra 400, una pistola semiautomática de fabricación española que me había vendido un amigo periodista del Barrio Latino.

Fue Justin el que abrió. Aparte de que su tez rojiza tendía a violeta, no había cambiado nada. A pesar de mi disfraz, me reconoció enseguida y me estrechó la mano guardando las distancias, con una circunspección temerosa.

—¿Qué les ha pasado a los perros? —preguntó viendo cómo sus molosos se retorcían tumbados de espaldas.

—Se han puesto enfermos.

Fingiendo no ver el arma, dijo:

—Me alegro de verte. ¿Qué te trae por aquí?

—He vuelto por lo del gato.

—¿El gato?

A pesar de que tenía la boca seca y le temblaba la voz, había adoptado una expresión de falsa alegría a causa de la relación de fuerzas: mi arma apuntándole y sus perros agonizando a mi espalda.

—Si sólo es por eso, te podemos dar otro gato. Es fácil de reemplazar, hay tantos...

—Os pasé todo, todo, pero lo del gato, no —dije dirigiéndome a la cocina—. Llama a la gorda que vamos a comer, es la hora. Os voy a preparar una tortilla de setas como en los viejos tiempos, ¿te acuerdas?

—¡Claro que me acuerdo! Eres la reina de la tortilla de setas...

—... y de muchas otras cosas.

Intrigada por el ruido, Anaïs se acercó con su andar pesado. La retención de líquidos hacía que sus tobillos pareciesen bombonas. Cuando me vio en la cocina, con mi Astra modelo 400 en la mano, lanzó un grito de estupor, y se habría caído de espaldas si su marido no lo hubiese evitado.

—¿Por qué has venido con un arma? —dijo Justin gimoteando, con una voz perfectamente adaptada a la situación.

—No he querido arriesgarme con vosotros. Ha habido demasiados malentendidos entre nosotros, temía que no comprendieseis el sentido de mi visita, que es una visita de paz y amistad...

—Qué pena que no nos hayamos comprendido.

Justin estaba tan orgulloso de su frase que la repitió dos veces.

—Ésta es la ocasión de empezar de cero —dije—. Ahora o nunca.

Pelé las setas y las corté delante de ellos para después mezclarlas con los huevos batidos, quince en total. Cuando la tortilla estuvo tal y como les gustaba, poco hecha, serví una buena porción a cada uno pidiéndoles que no se la tragaran como tenían por costumbre, sino que la masticaran para apreciar mejor su sabor, en honor a los viejos tiempos. Asintieron con la glotonería profesional de los cerdos en fase de engorde.

—Quería mucho a mi gato —murmuré mientras se comían la tortilla.

—Nosotros también, no te creas.

—Entonces ¿por qué lo matasteis?

—No fuimos nosotros, fueron los perros —protestó Justin—, pero es cierto que no deberíamos habérselo lanzado, fue una estupidez, lo sentimos.

Cuando tuvieron la panza llena de tortilla, les preparé café. Estaban empezando a bebérselo cuando, al observar los primeros sudores, les dije que iban a morir: el proceso comenzaría en unos minutos y duraría varias horas.

Parecían sorprendidos. Por supuesto que imaginaban que me traía algo entre manos, pero no se esperaban caer en aquello en lo que tanto habían pecado: la manduca.

—Es por el gato —dije—. Tenía que vengarme, pienso en aquello todo el tiempo, me estaba quemando viva.

Justin se levantó, pero le obligué a sentarse amenazándole con mi semiautomática. Los abandoné a su suerte cuando empezaron las náuseas, los vómitos, las diarreas, los vértigos, y después las convulsiones y la destrucción del hígado. No quería verlo: no busco el morbo con la venganza.

Antes de marcharme, vacié una parte de los restos de tortilla de setas en las escudillas de los molosos y dejé sobre la mesa de la cocina la sartén con el cuarto restante, para que la policía no pudiese tener duda alguna sobre las razones de la muerte de los Lempereur y sus perros.

Dos semanas más tarde, recibí en París una citación de la comisaría de Manosque. De vuelta a la Alta Provenza, fui interrogada por un desconfiado inspector que me bombardeó a preguntas durante más de cuatro horas, pero que no encontró en mis respuestas ningún elemento que pudiese confirmar mi implicación en ese asunto.

Se llamaba Claude Mespolet y su nariz era como un punzón listo para taladrar, brotando de su cabeza de vieja momia amargada, que coronaba un cuerpecito de polichinela. Tenía apenas treinta años y llevaba una chaqueta roñosa sobre una camisa arrugada pero provista sin embargo de gemelos de oro. Se mostraba muy escéptico ante la historia del envenenamiento con setas; y tenía algo contra el mundo en general y contra mí en particular.

—Cuando se produce un asesinato —me dijo—, primero hay que buscar el móvil. Usted tiene un móvil.

—Quizás lo tenga, pero no ha habido asesinato.

—No hay nada que lo pruebe —objetó.

—Tampoco hay nada que pruebe lo contrario.

—Sí, señora: hemos encontrado restos de cicuta en los cadáveres de los perros. Lo que me permite imaginar que alguien, después de su muerte, a modo de puesta en escena, puso en las escudillas restos de setas venenosas.

El inspector Mespolet clavó su mirada en mis ojos hasta que los bajé.

—Ciertamente, no es más que una suposición mía —concluyó—, pero reconozca que hay algo que no encaja...

Sin saberlo, Claude Mespolet me había dado una buena lección. Aunque él no era un as de la policía, yo tampoco era una virtuosa del crimen. A partir de entonces, se acabaron las puestas en escena: despertaban demasiadas sospechas. Era mejor improvisar.

Meses después, recibí una carta del notario de Manosque anunciándome que, tras la «trágica desaparición» de Justin y de Anaïs Lempereur, yo era la única heredera de la granja de Sainte-Tulle. Le respondí que, tras haber alcanzado la mayoría de edad y deseando deshacerme de la propiedad, le encargaba que fuera vendida en el menor tiempo posible.

Con el fruto de la venta pude comprar, a finales de ese mismo año, un apartamento de dos dormitorios en París, en la rue du Faubourg-Poissonnière, para Gabriel, Édouard y yo. Allí fui, durante casi diez años, la mujer más feliz del mundo.