41. El embrión que no quería morir

BERLÍN, 1942. Durante la semana que estuve en la casa de Berlín esperando a que Heinrich regresara, pasaba sin cesar del terror al abatimiento. Lo había puesto en el pelotón de cabeza de la lista de mis odios.

El que no me hubiese dicho la verdad sobre la suerte de Gabriel y los niños revelaba para mí su doble moral y la pura traición. Había decidido pedirle que me dejase regresar a París. Mientras tanto, intentaba matar el tiempo bebiendo infusiones de hipérico, ocupándome de Teo, paseando por Tiergarten, el gran parque de Berlín, o leyendo unas obras completas de Shakespeare, publicadas en 1921 y traducidas al alemán por Georg Müller, que había encontrado en la biblioteca de Heinrich. Pero Gabriel y los niños me atormentaban, no conseguía pensar en otra cosa.

Durante su viaje, Heinrich me llamó varias veces por teléfono. Su voz era cavernosa, lo que significaba que había bebido mucho o dormido poco, y su conversación carecía de interés, como la del empleado que viene a hacer la lectura del contador. Si no me equivoco, yo debía de ser la cuarta mujer de su lista, detrás de su mujer, su hija y su amante.

En cuanto al doctor Felix Kersten, que había vuelto a Holanda tras el episodio bávaro, me llamaba todas las noches y me hacía siempre, con voz inquieta, las mismas preguntas, sin esperar respuesta:

—¿Qué tal? ¿Está segura de que está bien? ¿Puedo hacer algo por usted?

Todo cambió el día en que Heinrich debía volver de su gira. Por la mañana, al despertar, observé que mis pechos se habían agrandado. Sin querer presumir, siempre he tenido un balcón respetable, pero entonces, francamente, era excesivo.

Me levanté y me miré en el espejo del cuarto de baño. Al palpar mis grandes senos rellenos, constaté que las glándulas de Montgomery habían crecido también y que la areola se había oscurecido. Aproveché para acariciarme el pecho que, a cada roce, se estremecía de placer.

La víspera, después de orinar, había descubierto pequeñas hemorragias marrones en el retrete. En ese momento no había prestado atención pero entonces salí de dudas: lancé un largo grito de espanto que hizo subir precipitadamente hasta el cuarto de baño a dos de los guardias SS encargados de la protección de la casa.

—Déjenme —les dije—. No es nada. Me he pillado el dedo con la puerta.

No soportaba la idea de dejar crecer en mi vientre la semilla de un nazi. Me sentía como la cigarra en la que la avispa ha inoculado su huevo tras haberla encerrado en el fondo de un agujero, tapado con una piedra, y a la que la repugnante larva comerá viva, hasta el último filamento de su carne, una vez salga de su membrana.

Para librarme del intruso, estaba dispuesta a todo. Cucharadas de aceite de ricino. Infusiones de perejil, de absenta, de artemisa, de laurel y de sauce blanco. Inyecciones de agua jabonosa o introducción de plantas abortivas en el útero. Correr, saltar a la comba, darme puñetazos en el vientre.

Ante la hipótesis aterradora de que el feto permaneciese agarrado a pesar de todo, debería encontrarle un padre sustituto, y, para interpretar ese papel, sólo se me ocurría Heinrich. Así que tenía que consumar mi relación con él lo más rápidamente posible, puesto que mis tentativas de aborto parecían destinadas al fracaso.

Esa noche, cuando Heinrich volvió a casa tras su gira por el Este, se sentó en el sofá suspirando y, tras haber pedido que me acercase, sacó una cajita de su bolsillo. Era un anillo de compromiso: un enorme rubí de Birmania, rodeado de una corona de diamantes.

Una vez me puse la sortija, me arrodillé ante él. Le abrí el pantalón, desabotoné su bragueta, extraje su miembro del calzoncillo y, tras rodearlo con mis labios, di a Heinrich lo mejor de mí, mi vida, mi dignidad, mi ciencia, como sólo las mujeres saben hacerlo, hasta que una descarga de Santa Crema me refrescó la boca y después la garganta.

Cuando me levanté, Heinrich estaba aplastado, los brazos extendidos sobre el respaldo del sofá, la cabeza ligeramente hacia atrás, con una amplia sonrisa de plenitud. Me tuteó por primera vez:

—Eres realmente la mujer de mi vida.

No iba a devolverle el cumplido. Me comportaba así porque necesitaba un progenitor para el niño que llevaba dentro. Sólo podía ser Heinrich, debía penetrarme urgentemente. Si no, me enfrentaría a graves problemas.

Además, me parecía que el paso al acto era el mejor medio para alejarlo de mí, porque en muchos casos son los amores imposibles los que permanecen eternos. En cuanto consumáramos el nuestro, era de esperar que Heinrich se cansase de mí y me dejase marchar en los siguientes días, lo que me habría permitido abortar en París.

Le encontraba cierto encanto con su aspecto tranquilo, que contradecían sus cejas interrogantes, por no hablar de la ironía que, intermitentemente, tensaba sus labios. De no ser por su bigote, demasiado arreglado, y sus labios tan finos, habría sido un hombre guapo. Pero desde que sabía lo que había sucedido con Gabriel y los niños, cada vez sentía más ganas de matarle.

Al final de la cena, cuando le anuncié que quería volver a Francia, me respondió con voz cavernosa y una expresión siniestra:

—Ni hablar.

*

Las noches que Heinrich venía a dormir a casa, le hacía un regalito según el mismo ritual: el Reichsführer-SS se sentaba en el sofá, le servía un vaso de oporto en una bandeja y después, mientras bebía los primeros tragos, me arrodillaba ante él.

No me disgustaba sentir su mano sobre mi cráneo para guiarme. Tampoco me privaba de jadear de placer cuando me agarraba por las mandíbulas para hundir su aparato en mi garganta o cuando introducía sus dedos en los agujeros de mi nariz para impedirme respirar.

Empezaba a sentir pánico. Los días pasaban y seguía sin conseguir hacerle pasar al acto. Mi devoción no servía de nada, sólo aceptaba inseminar mi boca y nada más. Sin embargo, para que Heinrich no pudiese dudar de que era el padre de mi hijo, debía acostarme con él, y no tenía tiempo que perder.

Comencé a hacerme a la idea de que mi resistente embrión no se dejaría matar en el útero. Hacía cinco semanas que intentaba erradicarlo de mi vientre, sin éxito. Ni con los saltos de tres escalones que daba en la escalera. Ni levantando y desplazando muebles sin cesar con la esperanza de provocarme un aborto.

Una noche, Felix Kersten vino a cenar a casa tras haber negociado el mismo día, mientras masajeaba al Reichsführer-SS, varias liberaciones de judíos en Holanda. Si mi memoria es buena, fue el 19 de diciembre de 1942, el día del cumpleaños de Emma Lempereur, por quien había ido a rezar esa misma mañana a la catedral de Santa Eduvigis, cuyo abad había muerto de camino a Dachau por haberse puesto del lado de los judíos tras la Noche de los Cristales Rotos.

Felix llegó, según su costumbre, con una hora de adelanto. Tuvimos tiempo de hablar frente a una botella de schnapps. Tras confesarle que estaba embarazada, suspiró:

—¿Y de quién?

—No lo sé.

—¿Cómo puede no saberlo?

—Estaba tan borracha que casi no recuerdo nada.

Se levantó y se acercó a mí.

—Le aconsejo firmemente no mentir a Himmler —murmuró—. Sólo diciéndole la verdad ganará su libertad.

—Le daré asco, ¿verdad?

—Más de lo que cree. Está obsesionado con las enfermedades sexuales, le aterrorizan. Y con razón —Felix dudó un instante antes de proseguir en voz baja—: Se sabe que Hitler contrajo la sífilis hace unos veinte años —se detuvo de pronto y apuntó su índice al techo, como si tuviera oídos, y después susurró—: No se lo diga a nadie, ¿me lo promete?

—A nadie. Le escucho.

—Desde hace cinco años, Hitler tiene toda clase de síntomas que demuestran que su sífilis, aunque fue curada en su época, continúa royéndole el cuerpo —bajó aún más el tono y con un hilillo de voz enumeró los síntomas del Führer—: El informe no deja lugar a dudas: Hitler sufre parálisis progresiva de los miembros, temblores en las manos, insomnio crónico y dolor de cabeza. A eso hay que añadir ataques de demencia y megalomanía. Son señales de que la sífilis continúa destruyéndole. Las únicas que faltan todavía en la lista son la mirada fija y la confusión verbal, aunque sus discursos me parecen más deshilachados que antes...

—¿Cree que Hitler va a morir? —susurré.

—Himmler está muy inquieto. Hay que oírle hablar de la enfermedad de Hitler. Él, tan higiénico, tiembla de asco.

—Así que va a dejarme tranquila.

—No tiene nada que temer. Himmler cree que toda la jerarquía nazi está infectada de sífilis. La pondrá en cuarentena.

Durante la cena, mientras disfrutábamos de mi sopa de alcachofas y trufa, Felix empezó a perorar contra la política antijudía del Reich. Puso a Heinrich muy en guardia contra el juicio que la posteridad ofrecería sobre él.

—Pero si no soy yo el responsable de todo esto —respondió Heinrich—. Es Goebbels.

—No, es usted —insistió Felix.

—Al contrario que Goebbels, nunca quise exterminar a los judíos, sólo quería expulsarlos de Alemania. Con todos sus bienes, vale, ¡pero que se largasen y pudiésemos olvidarnos de ellos! Por vía diplomática pedimos a Roosevelt que nos ayudara acogiéndolos en su país, tiene sitio en América, territorios vírgenes, pero ni siquiera se dignó a responder a nuestra demanda. En 1934, con el fin de evitar la masacre, propuse al Führer crear un Estado independiente para instalar allí a todos los judíos, lejos de nosotros.

—¿En Palestina? —pregunté.

—No, está demasiado cerca. Yo pensaba en Madagascar, donde hay un clima cálido como les gusta a los judíos. Y no hablemos de los abundantes recursos naturales: grafito, cromita o bauxita. Pues bien, todo el mundo se opuso a mi proyecto.

Me asqueaba su tono quejoso y desaparecí un momento en la cocina, dejando a Felix continuar su asalto. Me sentía tan irritada que rompí un plato de porcelana de Moustiers.

Felix también estaba bastante enfadado. En términos parecidos, relató esa conversación en sus Memorias.

Tras la cena, cuando conté a Heinrich que había sido violada en Berchtesgaden y me había quedado embarazada, todo pasó como Felix había previsto. Abrumado por la impresión, fue a buscar al mueble bar una botella de schnapps de la que bebió un buen cuarto a morro, y después dijo:

—Ésas no son formas. Göring, Bormann, Goebbels, son todos iguales. Unos cerdos sifilíticos. Dan mal ejemplo...

—¿No sería mejor que abortase?

—¡Ni lo sueñes, Rose! Necesitamos sangre nueva para el Reich.

Bebió otro largo trago:

—Ahora dejarás que me ocupe de todo y me prometerás no decir nada a nadie.

Se lo prometí. En el momento de darme las buenas noches, no me besó en la boca. Simplemente me dio una palmadita en el hombro como habría hecho con un animal de cría, para desearle buen provecho.