18. Los mil vientres del tío Alfred
CAVAILLON, 1925. Gabriel vivía en Cavaillon en una pequeña casa de piedra, a la sombra de la catedral de Saint-Véran, una de las maravillas de la Provenza, adornada por los cuadros de Nicolas Mignard, un gran pintor del XVII que se enamoró del edificio.
Antaño, las ciudades se escondían. Del calor o de los invasores. Todo el barrio de la catedral vivía en la oscuridad, incluso a mediodía, a pleno sol. La topografía del lugar estaba configurada de tal modo que el inmueble de dos plantas no veía nunca la luz del día.
Cuando Gabriel giró la llave de la puerta, la vecina de arriba, una vieja con bigote, bajó precipitadamente cojeando y exclamando:
—Me alegra verte, cariñito, pero no debes eternizarte aquí. Te están buscando los gendarmes, han pasado varias veces, dicen que has cometido un crimen abominable —dibujó una sonrisa sin dientes y dijo después—: ¿Así que ésta es la pequeña que has secuestrado? Pues te felicito, amorcito. Tienes buen gusto.
Después me besó, dejando en mi cara un olor a orina, antes de predecir con la seriedad de las que leen la buenaventura:
—Presiento que vais a amaros mucho y tenéis razón, siempre se tiene razón cuando se ama.
El piso de Gabriel estaba inundado de libros. La montaña se extendía hasta los armarios de la cocina. Novelas, relatos, obras filosóficas.
—¿Los has leído todos? —pregunté.
—Espero haberlos leído todos antes de morir.
—¿Y para qué sirve morir culto?
—Para no morir idiota.
Tras pedir a la anciana que devolviese la mula y la carreta a sus padres, en Cheval-Blanc, un municipio limítrofe con Cavaillon, Gabriel reunió a toda prisa algunas cosas en una maleta de cartón, y una hora más tarde estábamos en un tren en dirección a París.
Había decidido que nos refugiaríamos en la capital en casa de su tío Alfred, que se había casado en primeras nupcias con la hermana de su madre, ya fallecida, y a quien describía como un escritor de primera, uno de los clásicos del siglo XX, autor de ensayos, novelas, obras de teatro y antologías poéticas.
Cuando llegamos a París, la mañana del día siguiente, fuimos directamente a su casa. Alfred Bournissard vivía en un edificio acomodado, en la rue Fabert, cerca de los Inválidos. Estaba terminando de desayunar, los labios brillantes y salpicados de migas de cruasán. Cuando la doncella nos llevó ante él, se levantó y abrazó a Gabriel con efusión.
Estaba al tanto de nuestra historia y nos apodó inmediatamente «Romeo y Julieta». Había en él algo que impresionaba, una vivacidad de espíritu, un sentido de la réplica, así como una jocosidad benévola. Tenía, además, una mirada limpia que transmitía confianza; no quedaba duda de que había sido un hombre guapo en su juventud, lo que le había permitido casarse en segundas nupcias con una rica heredera tras la muerte durante el parto de su primera mujer, la tía de Gabriel.
Pero Alfred Bournissard también había llegado a esa edad en la que, pasados los cincuenta, uno es responsable de su rostro, y el suyo no le predisponía a ser declarado inocente el día del Juicio Final, de tal modo que parecía haber sido tallado por el odio, la abulia y la depravación.
Se diría que la palabra «seboso» había sido inventada para él. Tenía grasa por todas partes, en el mentón, en las mejillas y hasta en las muñecas, lo que contribuía a darle esa seguridad satisfecha, insoportable para sus enemigos, que le había impedido ser elegido miembro de la Academia Francesa a la que se había presentado en dos ocasiones. En cada una de ellas, había recogido más rechazos que votos favorables.
De natural expeditivo, el tío Alfred decidió, sin pedir nuestra opinión, que Gabriel sería el ayudante de su secretario particular, mientras yo sería destinada a la cocina, en un primer momento para pelar y fregar, antes de demostrar mi valía.
*
El tío Alfred trabajaba en un gran proyecto en el que contaba con nosotros para hacer de negros. Era lo que él llamaba el «acontecimiento Drumont». Un ensayo, una gran biografía y una obra de teatro que se publicarían simultáneamente en 1927 para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de ese grafómano iluminado, autor de La Francia judía, con el que había colaborado al final de su vida.
Por esa razón leí y anoté, junto a Gabriel, toda la obra de Édouard Drumont, periodista, diputado, fundador del comité nacional antijudío, que tanto fascinó a Charles Maurras, a Alphonse Daudet o a Georges Bernanos. Sin olvidar a Maurice Barrès, el tan acertadamente llamado «ruiseñor de la matanza».
Era como si formáramos un triángulo amoroso con Drumont. Fueron innumerables las veces que Gabriel y yo nos besamos o hicimos el amor en medio de sus obras, que nuestros revolcones, a pesar de las precauciones, arrugaron o mancharon en más de una ocasión. Mi embarazo excitaba su deseo.
Así fue como adquirí, en todos los sentidos del término, una cierta intimidad con Édouard Drumont. Un hijo del siglo romántico que, en La Francia judía, uno de los grandes éxitos editoriales de finales del XIX, imita profusamente a Victor Hugo en un estilo que fluye como la lava, o más bien como la baba.
Estaba poseído. Antes de morir en 1917, medio arruinado y ciego por las cataratas, Édouard Drumont había dicho a Maurice Barrès, que lo anotó en sus Cuadernos: «¿Puede usted creer que Dios me haga esto? ¡A mí! ¡A Drumont! ¡Después de lo mucho que he hecho por Él!».
En La Francia judía, Drumont describe las principales marcas por las que se puede reconocer a los judíos: «Esa famosa nariz retorcida, los ojos parpadeantes, los dientes apretados, las orejas salientes, las uñas cuadradas en vez de redondeadas en forma de almendra, el torso demasiado largo, los pies planos, las rodillas redondas, los tobillos extraordinariamente hacia fuera, la mano blanda e inconsistente del hipócrita y del traidor. A menudo tienen un brazo más corto que el otro».
Tras haber leído ese pasaje, Gabriel había bromeado: «¡Se diría que es mi vivo retrato!».
En su manual antisemita, Drumont anotó otros rasgos: «El judío posee una maravillosa aptitud para acostumbrarse a todos los climas». O también: «Por un fenómeno que quedó constatado cien veces en la Edad Media y que se afirmó de nuevo en la época del cólera, el judío parece gozar de una inmunidad especial frente a las epidemias. Parece que hubiera en él una peste permanente que lo librara de la peste ordinaria».
También escribió que el judío «huele mal»: «En los más acomodados hay un olor, fetor judaica, un relente, diría Zola, que indica la raza y que les ayuda a reconocerse entre ellos [...]. Ese hecho ha sido cien veces constatado: “Todo judío apesta”, dijo Victor Hugo».
Finalmente, la neurosis es, según Drumont, «la implacable enfermedad de los judíos. En ese pueblo tanto tiempo perseguido, que ha vivido siempre en medio de trances perpetuos e incesantes complots, ha sido sacudido por la fiebre de la especulación, y no ha ejercido más que profesiones en las que la actividad cerebral es la única en juego, el sistema nervioso acaba alterándose. En Prusia, la proporción de alienados es mucho más fuerte en los israelitas que en los católicos».
Para ilustrarlo, Édouard Drumont ofrece cifras elocuentes: por cada diez mil prusianos, existen 24,1 alienados entre los protestantes, 23,7 entre los católicos y 38,9 entre los israelitas. «En Italia —añade— hay un alienado por cada 384 judíos y uno por cada 778 católicos».
De libro en libro, con un éxito creciente, Édouard Drumont ponía siempre énfasis en la misma cosa: la judería que se ha abatido «como una plaga de saltamontes sobre este infortunado país», que ha «arruinado, sangrado, reducido a la miseria» organizando «la más espantosa explotación financiera jamás contemplada en este mundo». Aquí cito extractos de su libro La Francia judía ante la opinión, publicado en 1886, con el que vuelve a lograr el triunfo obtenido por su célebre ensayo, aparecido ese mismo año.
No puedo obligarles a leer las citas que siguen. Una especie de Hitler adelantado, escrito en francés literario. Sepan sin embargo que resumen bien el galimatías ideológico que, antes de culminar con la Alemania nazi, servía de pensamiento a tantos patriotas como el tío Alfred.
«La sociedad francesa de antaño era cristiana —escribe Édouard Drumont en La Francia judía ante la opinión—. Tenía por divisa: Trabajo, Sacrificio, Devoción. La sociedad actual de inspiración judía tiene por divisa: Parasitismo, Holgazanería y Egoísmo. La idea dominante en nuestro país ya no es trabajar por la colectividad, por la nación, como antaño, sino forzar a la colectividad, a la nación, a trabajar para ellos».
Édouard Drumont no era conservador. Lo prueba el hecho de que predecía que «toda Francia seguirá al jefe que será un justiciero y que, en lugar de golpear a los desgraciados obreros franceses, como los hombres de 1871, golpeará a los judíos cubiertos de oro»1. Jules Guesde, una de las grandes figuras de la izquierda socialista, se vio así autorizado a participar, durante un tiempo, en reuniones públicas a su lado. Sin duda compartía su análisis de ese capitalismo que, en todo Occidente, estaba surgiendo: «Sobre las únicas ruinas de la Iglesia se ha levantado ese ídolo devorador del capitalismo que, al igual que una divinidad monstruosa de Astoret, fecundándose a ella misma, se reproduce sin cesar, da a luz sin darse cuenta, en cierto modo, mientras se duerme, mientras se ama, mientras se trabaja, mientras que se lucha, y asfixia todo lo que no es ella, bajo su execrable multiplicación».
Se le puede reprochar todo a Édouard Drumont, pero nadie podrá negarle un don innato para la profecía cuando, al proponer acabar con el «sistema judío», escribe, más de cincuenta años antes del espantoso seísmo que arrasaría el viejo continente: «El gran organizador que reunirá en haz esos rencores, esas cóleras, esos sufrimientos, habrá cumplido una obra que dejará huella en la tierra. Habrá devuelto el aplomo a Europa para los siguientes doscientos años. ¿Quién dice que no se ha puesto ya manos a la obra?».
Adolf Hitler no había nacido aún. Habría que esperar hasta 1889, tres años más tarde, para que viniese al mundo ese hijo de Édouard Drumont. Y este último, como el arcángel, sirvió también de anunciador.