36. El hombre que comía sin cuchara con el Diablo
BERLÍN, 1942. A la mañana siguiente, muy temprano, bajé a la cocina para preparar el desayuno. La víspera, Himmler me había dicho que le gustaban los crêpes flambeados con ron. Todo estaba listo, la masa y la botella, cuando apareció en la cocina sobre las seis menos cuarto, vestido y afeitado, la cabeza enharinada, la mirada atontada de una vaca pariendo.
Aunque conocía la respuesta, le pregunté de todos modos:
—¿Ha dormido bien?
—En absoluto, pero no tiene importancia. He leído y trabajado. Tendré todo el tiempo del mundo para dormir cuando hayamos ganado la guerra. El teléfono ha sonado varias veces durante la noche, ¿no le habrá molestado?
—He dormido como un tronco —mentí.
Leyéndome el pensamiento, declaró:
—Todavía no hay noticias de su familia.
Tras lo cual, el Reichsführer-SS se quejó de su estómago, que durante la noche le había hecho sufrir de forma atroz. Unos calambres repetidos de los que se ocupaba regularmente su masajista estonio de «origen alemán», al que había formado un gran maestro tibetano, el doctor Ko. Se llamaba Felix Kersten y había cuidado de varios miembros de la familia real de Holanda. «Un encanto de hombre.»
—Vendrá a cenar esta noche —dijo Himmler—. Estoy seguro de que Felix y usted se llevarán bien. Son de una especie cada vez más rara, la de los seres auténticos.
Cuando le pregunté si era razonable que con ese dolor de estómago se comiese los crêpes que le estaba cocinando, el Reichsführer-SS protestó de forma irónica:
—Sería inhumano privarme de ellos.
Hundió el dedo en la masa, la lamió y declaró:
—Si no consigo digerir estos crêpes, pediré a Felix que repare los daños. Sólo con sus manos es capaz de terminar con dolores abominables contra los que la morfina no puede hacer nada. A veces son tan violentos que me desvanezco: parecen un cáncer en su paroxismo, como el que afectó a mi padre en las glándulas salivares. ¿Cree que podría ayudarme también con su medicina a base de plantas?
Asentí con la cabeza: existían muchas plantas que podrían aliviarle. Por ejemplo, el anís, el eneldo, el cilantro y el hinojo, muy eficaces contra la acumulación de gases.
—Yo no tengo gases —dijo.
—Todo el mundo tiene. Pero si los dolores proceden del estómago y de los intestinos...
—Ése es mi problema.
—Pues bien, en ese caso, la melisa y la menta piperita pueden ser muy eficaces. Le prepararé unas píldoras.
Aprovechando la ocasión, le recomendé revisar toda su alimentación y evitar la grasa, las verduras crudas, la fruta y los quesos.
—Pero entonces ¿qué voy a comer? —preguntó desesperado.
—Arroz, pasta, puré.
—Digo que soy vegetariano para hacer como el Führer, pero ya ha visto los resultados en él: hay algo en su régimen que le fatiga mucho, ya no puede más, está agotado. Para sentirse bien hace falta hierro, y el hierro está en la carne. A veces la como, pero discretamente.
—La carne no es buena para la salud. Al menos en un primer momento, le aconsejo que se limite a los pescados bajos en grasa y a la verdura hervida.
—¿Y la sopa de guisantes? ¡Adoro la sopa de guisantes!
—Deberá evitar los guisantes secos.
Después de que Himmler se fuese, me pasé el resto de la jornada preparando la cena. Allí no tenía otra cosa que hacer, salvo desesperarme pensando en Gabriel y en los niños.
Una vez compuesto el menú, fui a comprar las provisiones con tres de los soldados SS que custodiaban la casa. Las calles y comercios de Berlín estaban invadidos por nubes de moscas excitadas y zumbonas que parecían no haber comido desde hacía mucho tiempo y se lanzaban sobre cualquier cosa, incluido el sudor que me cubría el rostro.
—Es lo nunca visto —suspiró uno de los soldados.
—Quizás sea una señal —dije—. O más bien un castigo.
No contestó. A mediodía volví a la cocina para no volver a salir hasta el final de la tarde cuando mi menú, salvo el plato principal, estuvo listo.
Para comenzar, varios entrantes:
Pastel de berenjenas, alcachofas y gruesos langostinos con albahaca.
Después, el plato principal:
Bacalao al ajo, con leche y eneldo.
Por fin, el festival de postres:
Tarta de manzana sin masa, suflé helado al Grand Marnier y melocotones flambeados con kirsch.
Me atrevo a decir que, viendo mis platos sobre la mesa de la cocina, sentía bocanadas de una felicidad que no estaba nada justificada teniendo en cuenta que, veinticuatro horas después de mi llegada a Berlín, seguía sin noticias de Gabriel y los niños. Cuando a nuestro alrededor todo va mal, no hay nada mejor que la cocina, todas las mujeres lo saben.
*
Felix Kersten llegó a las ocho. Empezó excusándose por llegar puntual. Era alguien que necesitaba que le perdonasen las faltas que no había cometido.
Como en la víspera, Himmler llegaba con mucho retraso y tuvimos tiempo de hablar mientras le esperábamos. El doctor Kersten era un buen hombre grueso y sudoroso, que sin embargo parecía flotar dentro de su ropa. Resoplando como un buey e invadido por una especie de picor permanente, se rascaba la cara, el estómago, los brazos, los muslos, cuando no metía las manos en los bolsillos de su chaqueta para remover o juguetear con los papeles que llevaba encima. Si se añaden las moscas que espantaba con furor, el masajista del Reichsführer-SS estaba siempre en movimiento.
—¿Es usted nazi? —me preguntó inmediatamente después de presentarse.
—No, he venido en busca de mis hijos y de mi antiguo marido, que han sido deportados.
—Encantado —dijo, estrechándome la mano—. Yo tampoco soy nazi. Pero sepa que aunque Himmler lo sea, y de los mayores, puede confiar en él cuando se trata de temas personales. He hecho la prueba —luego dijo, bajando la voz—: Creo que está siempre un poco del mismo ánimo que la última persona que acaba de ver. Si sale del despacho de Hitler, es aburrido. Pero si acaba de verme a mí, entonces es muy diferente...
El tío Alfred Bournissard decía a menudo que «los héroes son unos inútiles». Felix Kersten era la viva encarnación de esa fórmula. La primera vez que lo vi, agitado y desordenado, no hubiese podido creer que sería considerado más tarde uno de los personajes más extraordinarios de la Segunda Guerra Mundial, hasta el punto de ser canonizado, por así decirlo, por uno de los grandes historiadores de ese periodo, H. R. Trevor-Roper.
El doctor Kersten era en efecto una especie de santo laico, capaz de comer sin cuchara con el Diablo para robarle algunas vidas. Gracias a sus manos de masajista, tomó el control del cerebro de Himmler y obtuvo muchas cosas de su paciente, sobre todo cuando se encontraba mal. Tras la guerra, al final de una violenta polémica, quedó establecido que en 1941 había evitado que tres millones de holandeses, llamados «irreconciliables», fueran deportados a Galitzia o a Ucrania. Además, el Congreso Judío Mundial acreditó oficialmente que había salvado a sesenta mil judíos. Sin mencionar a todos los prisioneros o condenados a muerte que supo retirar de las garras del Tercer Reich.
Me aconsejó desconfiar de todo el mundo, salvo de él y de Rudolf Brandt, el secretario de Himmler, «un hombre sin personalidad, pero un tipo valiente».
—Al final —dijo—, hay una única cosa que permite soportar todo esto. Beber.
Dicho esto, me pidió akvavit, que le serví en un gran vaso antes de seguir, armada con un matamoscas, a la caza de bichos volantes.
Apoltronado en el sillón, empezó a galantear, la voz dulce y la mirada amorosa. Era pesado, pero me sentaba bien.
Se tomó otros tres o cuatro vasos y cuando llegó el Reichsführer-SS, sobre las once de la noche, el doctor estaba completamente ebrio. No tenía importancia. Con Himmler no era necesario mantener conversación: siempre era él quien hablaba. Durante la cena, nos dio una conferencia sobre el sacrificio y el honor a partir del ejemplo edificante de Federico Guillermo I, rey de Prusia de 1713 a 1740, que vivió con humildad en dos residencias en el campo tras haber recortado de manera drástica los gastos de la corte.
Un «monarca soldado» que cambió Prusia, reorganizó el Estado y desarrolló el ejército hasta doblar sus efectivos. Cuando su hijo, el futuro Federico II al que se llamaría el Grande, un letrado conmocionado por la incultura enciclopédica de su padre, estuvo tentado de huir a Inglaterra, no dudó en encarcelarlo en una fortaleza y hacer decapitar ante él a su amigo Hans Hermann von Katte. «Cuando se trata de los más allegados —concluyó Himmler con la boca llena de suflé al Grand Marnier—, los castigos deben ser excepcionales, pero justos y severos».
*
Los días pasaron, y después las semanas. Seguía sin tener información sobre Gabriel ni sobre los niños. Heinrich Himmler parecía desolado, creo que sobre todo se sentía humillado, él, el rey de los policías, por no poder resolver mi problema.
De vez en cuando, Hans, el ayuda de cámara, pasaba por la casa y, conforme a su promesa, me instruía en las técnicas de combate cuerpo a cuerpo llamadas hoy krav maga y que le había enseñado en su juventud un amigo judío, compañero de universidad originario de Bratislava, del que no tenía noticias desde hacía mucho tiempo.
Eran métodos de autodefensa ideados por los judíos de Eslovaquia, que los utilizaban en los años treinta para protegerse de las ligas fascistas y antisemitas. Consistían en actuar muy deprisa, sin correr riesgos personales, atacando, con las manos o con cualquier objeto cercano, las partes más sensibles del enemigo: los ojos, la nuca, la garganta, las rodillas y los genitales.
—Es como en la vida —repetía Hans—. Todos los golpes están permitidos.
Me había acostumbrado a su doble rostro, Adonis por un lado, Frankenstein por el otro. Me fascinaba la herida de su brazo, con un trozo de carne arrancada, cerca del codo. Había en él algo que me atraía.
Un día, sin duda porque Himmler se lo prohibió, Hans dejó de venir a la casa. Aquello me desoló, y cuando le pregunté qué había pasado con mi pretendiente de la cara rota, el Reichsführer-SS pareció molesto.
—Está en una misión —respondió.
Me daba cuenta de que el Reichsführer-SS se sentía atraído por mí, pero tardaba en declararse. Una noche, su hermano Gebhard vino a cenar a la casa. Himmler parecía muy contento de verlo y yo me había superado en la cocina: en concreto mi pastel de berenjenas había sido objeto de repetidos elogios.
Antes de subir a acostarse, el Reichsführer-SS me invitó a dar un paseo junto a él en el jardín, y comprendí que tenía algo importante que decirme.
Había llovido recientemente y Berlín estaba muy verde. El aire olía a hierba tibia. Me gustaba ese olor; me llenaba de felicidad pero también de nostalgia: era el mismo que en Sainte-Tulle cuando las tormentas refrescaban la tierra, que parecía resucitar.
Himmler me invitó a sentarme en un banco de piedra, después dijo con tono penetrante, los ojos perdidos en las estrellas:
—Me siento desesperado por el hecho de que nuestra búsqueda lleve tanto tiempo. Si tuviésemos que hacer autocrítica, diría que, en nuestro intento de rediseñar el mapa demográfico de Europa, Adolf Hitler y yo hemos actuado demasiado rápido y hemos intentado abarcar demasiado. Lo que hemos llevado a cabo es del todo sobrehumano, pero no hemos preparado suficientemente esos desplazamientos de población.
—Pero todavía existen esperanzas de encontrar a mi familia, ¿verdad?
—Eso espero.
Sentado a mi izquierda, Himmler cogió mi mano derecha y acarició la palma con su índice. Era su primera tentativa seria desde la noche de mi llegada, y mis carnes temblaban como el cuerpo de un animal recién sacrificado.
—¿Cómo hace para estar tan resplandeciente? —murmuró acercando ligeramente su rostro—. No sé qué me pasa con usted pero...
No terminó la frase. Yo preferí cambiar de conversación.
—¿No tiene ninguna pista nueva?
Sentí que le irritaba, aunque continuó acariciándome la palma mientras canturreaba una canción que no conocía. Temblorosa y resignada, me dije que el momento tan temido había llegado, pero llevó mi mano a sus labios y posó sobre ella un beso delicado antes de liberarla.
—Siempre repite la misma pregunta, le responderé cuando sepa más. Su antiguo marido está forzosamente en alguna parte de nuestro continente, que por la fuerza del destino se ha convertido en una inmensa leonera. Piense que en pocos meses hemos trasladado masas de personas de origen alemán a Rumanía, Besarabia, Rusia, Lituania y muchos otros países. Y lo mismo con los judíos. Ellos son nuestra auténtica cruz. Ay, los judíos...
—Nada permite aprobar lo que hacen ustedes con ellos —me atreví a murmurar pensando que Teo, si me hubiese escuchado, habría estado orgullosa de mí.
Himmler volvió a cogerme la mano, la estrechó muy fuerte y dijo:
—Habla usted como Felix, se deja intoxicar por su propaganda. Debe comprendernos. En lugar de dejar que los judíos pudran el alma europea, hemos decidido hacer frente al problema. De nada sirve intentar germanizar a los judíos, ¿sabe? Son ellos los que nos judaízan. No se les puede cambiar, siempre estarán a sueldo del Imperio judío, su única y verdadera patria, que se ha propuesto liquidar nuestra civilización. Sé que esta política es cruel, pero de ella depende la preservación de la raza germánica. Habría preferido que les dejásemos construir su propio Estado lejos de nosotros, pero, bajo la presión de Goebbels, el Führer ha decidido algo distinto y, lo digo sin ironía, el Führer tiene siempre razón...
Himmler parecía cada vez más febril. Quizás era el amor, pero también el placer de hablar, su actividad preferida. Incluso muerto, en el fondo de su ataúd, ese hombre habría continuado hablando. Hijo del director del célebre instituto de Wittelsbach en Múnich, había comenzado su vida como criador de gallinas, pero tenía alma de profesor y yo me comportaba, para su gran satisfacción, como una ardiente alumna. Era un asesino, pero también un pedagogo. Esa noche me dio un curso de historia sobre Carlomagno:
—Desde el punto de vista patriótico, tengo todas las razones para odiarle. Masacró a los sajones, que sin embargo eran lo más puro de la raza germánica. Pero fue gracias a eso que pudo construir un imperio que resistió a las hordas asiáticas. No olvide esto nunca, Rose: en muchas ocasiones en la Historia, es el Mal el que genera el Bien.