49. El último muerto

MARSELLA, 1970. El nudo no me dejaba en paz. Me levantaba y me acostaba con él. A veces se me hundía tan adentro, extendiendo por todo mi pecho su extenuante dolor, que me impedía respirar.

Aunque iba retrasando por falta de tiempo el momento de hacerme las pruebas que me había prescrito el médico, tenía la impresión de que estaba incubando un cáncer. Pero fue Kady la que lo sufrió. La enfermedad se la llevó en un año y medio, después de que le extirparan un seno, luego el otro, la mitad de un pulmón y un tumor en la vejiga, antes de descubrirle un glioma en el cerebro.

Kady no quería morir en el hospital, prefirió acabar sus días en nuestro apartamento. Para poder estar a su lado hasta el final, cerré el restaurante, con el pretexto de «vacaciones anuales». Duraron seis semanas.

La bravura no cede ante nada, ni siquiera ante la muerte. Fue su rechazo a rendirse ante el cáncer lo que hizo sufrir tanto a mi mujer, hasta el límite de lo razonable, hasta el punto de que en los últimos días tuve la tentación de acortar su martirio.

Pero no, Kady no cedería un ápice, ni siquiera un segundo, agarrándose hasta el último momento para saborear cada gota de vida con una sonrisa rota que todavía recuerdo al escribir estas líneas. Me había pedido que le buscase unas últimas palabras que pronunciar antes de marcharse. Yo le había propuesto las de Alfred de Musset: «¡Dormir, por fin voy a dormir!».

A Kady no le parecieron lo bastante «divertidas». Le gustaba más la célebre frase de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, escritor poco conocido que al menos triunfó con su mutis: «Anda que, ¡será difícil olvidar este planeta!».

Sin embargo, al final eligió una fórmula de mi cosecha: «¿Hay alguien ahí?». A pesar de todo, en el momento de expirar, cogida de mi mano, mientras Mamadou dormía en su cuna, susurró algo que no comprendí y que le obligué a repetir:

—Hasta pronto.

En mi cementerio craneal, figura desde entonces junto a los muertos en los que pienso varias veces al día: mis hijos, mis padres, mi abuela, todos los hombres de mi vida, Gabriel, Liu, incluso Frankie. Con Kady empezaba a ser demasiado, mi parcela personal comenzaba a quedarse pequeña.

En el plano intelectual, quedé completamente a la deriva. Es el problema de la edad: un día, se acaba teniendo tal batiburrillo de gente y de cosas en el cerebro que es imposible encontrar nada.

En el plano sexual, me contenté a partir de entonces conmigo misma. Lo que más me gusta del onanismo es que no hay preámbulos y que además una no está obligada a hablar al final: el ahorro de tiempo sólo es comparable al reposo del espíritu.

Tras la muerte de Kady tuve la sensación, por momentos, de tener todavía vida por delante. Doy las gracias a Mamadou por haberme ayudado, simplemente con su sonrisa, a reponerme. Pero había perdido la reviviscencia que, antaño, me hacía levantarme después de cada golpe del destino. Tenía tendencia a quedarme en mi cielo para mirar el mundo desde lo alto. A mis sesenta y tres años, no tenía edad para ello. Bueno, no todavía.

Había algo que me impedía dejarme llevar, como antes, por mi impulso vital. Ese nudo, acompañado de náuseas, que me atormentaba hasta el punto de despertarme por las noches. Me sometí a todo tipo de exámenes. Los médicos no encontraron nada. Así que ya sabía lo que tenía que hacer.

*

Investigando sobre Claude Mespolet, me enteré de que poseía una segunda residencia en Lourmarin, en el Luberon, que ocupaba con regularidad, especialmente en verano. Divorciado sin hijos, iba casi siempre solo, por lo general el sábado por la noche.

Con unos dientes con tanto sarro, habría sido un milagro que alguna mujer decente hubiera aceptado compartir su lecho, aunque fuese por una noche. En la prefectura de policía, sus subordinados decían que se pasaba el domingo cuidando el jardín, lo que hubiese debido convencerme de que no era una persona tan malvada.

Llegué a pensar que era impotente. A menos que fuese un aficionado a la masturbación. En ese caso, era un punto en común que nos hubiese ofrecido tema de conversación sobre sus ventajas. Practicado de esa manera, el amor deja de ser peligroso, la autarquía permite escapar a la angustia de la separación fatal.

Un sábado por la tarde, después de cerrar el restaurante y dejar al pequeño Mamadou con una vecina, fui a su casa a esperarle en su pinar. Estábamos en agosto y reinaba una gran excitación en el aire, donde los mosquitos y las golondrinas bailaban por encima de los timbales de las cigarras, mientras la tierra se cubría de hilos de oro.

Su chófer trajo a Claude Mespolet al final del día. Iba acompañado de su perro, un Jack Russell, el animal más egoísta y más infernal de la Creación después del hombre. No esperaba la presencia de aquel personaje suplementario, pero tenía con qué neutralizarlo: un frasco de cloroformo en el bolsillo de mi sahariana.

El prefecto se dio una vueltecita con su perro, deteniéndose para acariciar algunos árboles. Unos olivos nudosos, con ojos negros y cabellos de plata. Árboles para marchar a la guerra, de tanto que parecían haber resistido a todo, a la solana, a las heladas o a los diluvios. Aunque estaba demasiado lejos como para estar segura, creo que llegó a hablar con algunos.

Cuando Mespolet entró en la casa, el perro se quedó fuera, corriendo por todas partes, ladrando al mundo entero. A las cigarras, a las mariposas y a los pájaros. Al llegar a mi altura redobló sus ladridos, hasta que le tendí una mano amistosa que empezó a lamer de inmediato. Cuando lo tuve domado, lo inmovilicé de improviso agarrándolo por la espalda y le apliqué en el hocico un pañuelo en el que había vertido una cuarta parte del frasco de cloroformo.

—¡Castro! ¡Castro!

Claude Mespolet pasó buena parte de la tarde llamando a su perro, primero desde el porche y luego dando varias vueltas a la casa. No tenía posibilidad alguna de encontrarlo. Castro yacía lejos de allí, en la garriga, con las patas atadas y el hocico sujeto con cinta aislante.

Antes de subir a acostarse, Mespolet dejó la puerta de entrada abierta por si al perro se le ocurría volver a dormir a la casa. Esperé una hora más.

Cuando llegué ante él, dormía un sueño profundo, a juzgar por su respiración suave y regular. Lo observé un buen rato, en la penumbra, en un estado de éxtasis atroz que, años después, me sigue avergonzando.

No tenía ganas de oír a Mespolet. Me diría con tono plañidero lo que dicen todos y que, en cierto modo, es bastante cierto. Que no podía hacer otra cosa, era un funcionario, cumplía órdenes. Que procediesen del mariscal Pétain o del general De Gaulle, eso no importaba, debía obedecer y no sabía hacer otra cosa. Que había sido duro cambiar de amo, pasar del petainismo durante la Ocupación al sovietismo de la Liberación, cuando hubo que escapar de la depuración y ésa era la mejor manera, antes de reconvertirse al gaullismo de los años cincuenta. Ya me sabía el discursito: así es la vida, consiste en adaptarse a los cambios. Por un Camus que resistió realmente, ¿cuántos Sartre o Gide no se creyeron viento siendo veletas?

Tampoco tenía ganas de cruzarme con la mirada de Mespolet. Jacky, mi amigo mafioso de Marsella, me ha dicho muchas veces que los malhechores evitan siempre mirar a los ojos de los que van a matar, por miedo a ablandarse antes de disparar. Así que no encendí la luz cuando estampé siete balas de plomo en el cuerpo del prefecto de policía con mi Walther PPK, a la que había añadido un silenciador para la ocasión.

Tras dejar libre al perro volví a Marsella, el corazón aliviado, escuchando la Novena sinfonía de Beethoven que había puesto a todo volumen para celebrar mi último muerto.