8. Las hormigas y el jaramago de agua

MEDITERRÁNEO, 1917. Nazim Enver, mi nuevo amo, no era un poeta. Obeso y cincuentón, era la prueba viviente de que el hombre desciende más bien del cerdo que del mono. En su caso, además, no era cualquier cerdo, sino el verraco de concurso al que, en equilibrio precario sobre sus dos patas traseras, le cuesta arrastrar sus temblorosos jamones.

No me gustaba nada, pero soñaba con trincharlo, ponerlo en salazón, o transformar su cabeza en paté. Había calculado que, si hubiese tenido que comérmelo, a doscientos gramos diarios habría tardado más de un año.

Nada más llegar a su barco, El Otomano, un carguero fondeado en el puerto de Trebisonda, fui conducida hasta su camarote. Esperé mucho tiempo, sentada en su cama. Entre mis manos tenía la caja de Teo y, a mis pies, el hatillo con mi ropa y la lista de mis odios. Mataba el tiempo rezando a Jesús en su cielo, para que se moviese un poco, liquidase a algunos Jóvenes Turcos y encontrara a mi abuela.

Una hora después, cuando llegó Nazim Enver, sudando y en celo, me pidió que me desnudase y que me tumbase en la cama. Separándome las piernas y aplastándome bajo los pliegues de su carne blanduzca, pasó al acto sin pedirme opinión ni pronunciar palabra, ni siquiera por educación.

En el instante en que Nazim Enver se alivió en mí poco después de haberme penetrado, gritó como si acabara de asesinarle. Los verracos deben de lanzar el mismo grito cuando se corren.

Después permaneció mucho tiempo sobre mí, como postrado. Aterrorizada por la idea de haber cumplido mal mi trabajo, me quedé sin decir nada ni moverme bajo su pecho de mameluco gordinflón, y me habría asfixiado si él no hubiese acabado liberándome para sentarse en la cama. Se volvió; su mirada se posó en mí pero no me vio. Tenía en el rostro las marcas de un embelesamiento horripilante.

Cuando me levanté, descubrí que las sábanas estaban cubiertas de sangre, pero sabía lo que significaba, mi abuela me lo había explicado, Fátima también, y no pude, a pesar de mi asco, reprimir cierto orgullo.

Nazim Enver no me dejó tiempo para vestirme. Me arrastró desnuda, los muslos sangrantes y mis cosas en la mano, hasta un pequeño camarote que cerró con llave tras él y donde, después de haberme lavado, pasé el resto del día y los siguientes mirando el mar por el ojo de buey, rumiando mi pasado y rezando todo tipo de plegarias que nunca fueron escuchadas, como si el Todopoderoso me castigase por mi conducta.

Cada atardecer, mi amo venía a buscarme antes de acostarse. Pasé todas las noches en su cama durante el trayecto que nos debía conducir desde Trebisonda hasta Barcelona. Aparte de los momentos en los que me montaba, no existía para él, y las raras veces en las que me dirigió la palabra, sólo fue para reprocharme el no estimular suficientemente su deseo: «Concéntrate, tienes que esforzarte más, una piedra no basta para construir una pared».

De día, encerrada en mi camarote, el hombre con cara de ternero que me traía la comida raramente abría la boca, y me miraba, cuando se dignaba a hacerlo, con una mezcla de indiferencia y desgana. Si hubiese sido un mueble, le habría dado igual.

A Dios gracias, podía hablar con Teo. A mi salamandra no le gustó aquella travesía por el Mediterráneo. Sin duda porque la alimentaba exclusivamente con moscas y arañas que consumía de mala gana, pero no había otra cosa de comer en el barco. Además, ella estaba muy disgustada por mi suerte, la de una esclava sexual sometida al placer de su amo y tratada sin miramientos. Me pasaba los días intentando calmarla.

—No puedes continuar aceptando eso —protestaba Teo.

—Eso está muy bien, pero ¿qué puedo hacer?

—Rebelarte.

—¿Ah, sí?, ¿y cómo?

Teo no respondía nada porque no tenía respuesta. Incluso si simula ignorarlos, la moral siempre tiene límites, fijados por la razón.

Yo temía que Nazim Enver me dejase preñada. A pesar de las apariencias, no me había arrebatado nada. Ni mi dignidad, ni mi estima, ni nada de nada. Ignoraba que, al no tener todavía la regla, no estaba en edad de tener hijos. Pero yo había aprendido en la granja cómo los animales tenían a sus crías. Como nosotros.

No podía soportar la idea de que mi gordo y lúbrico verraco me hiciese un hijo con cara de cerdo. Sabía lo que había que hacer en ese caso, Fátima me lo había explicado cuando estaba en el pequeño harén. Si la cosa se cogía a tiempo, bastaba agua jabonosa. Así que después de cada penetración me embadurnaba bien el higo.

Me sentía como la ninfa que una colonia de hormigas ha robado a otra para convertirla en esclava. A nosotros, los seres humanos, nos gusta presumir de especie superior, pero en realidad no somos más que hormigas, como las que observaba en la granja de mis padres y que, obsesionadas por la idea de extender su territorio, se pasaban el tiempo guerreando.

Siempre dispuestas a erradicar la colonia vecina, su único estímulo es la voluntad de poder. La razón de que algo más de un millón de armenios fuesen exterminados entre 1915 y 1916 fue sencilla: eran menos numerosos y menos agresivos que los turcos, como esas grandes hormigas negras cuyos hormigueros he visto devastados por ejércitos de guerreras rojas, minúsculas y mecánicas.

Me enteré más tarde de que, durante la gran masacre de armenios, los niños menores de doce años eran arrancados de los brazos de sus padres para ser internados en «orfanatos» que en realidad no eran más que bandas de derviches más o menos incultos, donde se educaba a los niños en la fe musulmana.

Las hormigas se comportan igual cuando se dedican al saqueo de huevos, larvas y ninfas que, al llegar a la madurez, serán puestos al servicio de sus conquistadores. Salvo en la apariencia, no nos diferenciamos en nada, y es justo pensar que las hormigas son el futuro del mundo. Esclavistas, saqueadoras y guerreras, tienen todas las cualidades necesarias para sustituir a la especie humana cuando su codicia compulsiva la haga desaparecer de la faz del planeta.

La ciencia nos ha enseñado que ciertas plantas frenan de manera voluntaria el desarrollo de sus raíces cuando están rodeadas por miembros de su familia: no quieren molestar y comparten el agua y las sales minerales. Se ha observado especialmente en el jaramago de agua que crece en las aguas arenosas de los países fríos.

Vale que el jaramago de agua no es gran cosa y que no contribuye al avance del pensamiento ni de la filosofía. Pero en mi humilde opinión, al menos en lo referente a altruismo y fraternidad, está por encima de nosotros. Si los armenios lo hubiesen tenido como enemigo, no habrían sido exterminados.

Fue durante ese viaje cuando descubrí de verdad el arte de la simulación. Fingí amar perdidamente a ese gran cerdo que era Nazim Enver. En cuanto me encontraba entre las sábanas le decía, cubriéndole de besos y caricias, que no podía vivir sin él, hayatim, y que moriría si me abandonaba. La vanidad de los hombres es la fuerza de las mujeres. Así cedió su mala disposición.

Ésa fue la razón por la que al final del periplo, bordeando la costa italiana, Nazim Enver decidió que ya no me encerraría con llave y que podría salir de mi camarote. En el puente, durante horas, oteaba la blanda blancura del horizonte, me fundía con ella y partía muy lejos, más allá del mundo.