19. La Petite Provence
PARÍS, 1926. Mis relaciones con Teo se deterioraron bastante durante los meses que trabajamos para el tío Alfred. Cada vez que llevaba moscas o arañas a mi salamandra, que había sido instalada en un acuario, recibía una lluvia de reproches:
—¿Qué te ha pasado, Rose? ¿Qué has hecho con tu alma?
—Intento sobrevivir, como todo el mundo, Teo.
—¿Y no podrías haber encontrado causas menos inmundas?
—Hago lo que puedo, pero saldré de ésta, confía en mí.
—Mírate. Te has convertido en un guiñapo. Recupera el sentido común antes de terminar hecha una mierda dentro de esa letrina donde has caído, hasta que un día alguien tire de la cadena en tu lugar.
Oía a Teo, pero no la escuchaba. El tío Alfred quedó tan satisfecho con nuestro trabajo sobre Édouard Drumont que nos gratificó con una suma sustancial, gracias a la cual pude, meses más tarde, abrir mi restaurante.
No podía montar un negocio por mí misma: tenía diecinueve años, y a esa edad, en aquella época, era todavía una menor. A pesar de estar en busca y captura desde el «secuestro» de Sainte-Tulle, Gabriel correría, por mí, el riesgo de poner el establecimiento a su nombre.
—Presiento que vamos a continuar haciendo grandes cosas juntos —dijo el tío Alfred mientras tamborileaba sobre su barrigón con aire satisfecho—. Lo tenéis todo. Talento, pasión, convicciones. Sólo os falta el éxito, y eso os lo daré yo. Llegará, jovencitos, ya veréis como llegará.
Nos había pedido que despejásemos el terreno y le preparásemos algunas notas sobre el autor de La Francia judía. Pero en nuestro ímpetu, trabajando a todas horas, habíamos escrito los primeros esbozos de la obra de teatro, del ensayo y de la biografía, que utilizó casi sin modificarlos, sin olvidar rendirnos homenaje en la introducción de los tres libros.
—Sois la prueba de que existen negros inteligentes —se rió el tío Alfred con una expresión de satisfacción repugnante.
Su imponente barrigón temblaba de excitación. Nos encargó, sobre la marcha, la redacción de un diccionario de Judíos de Francia, pero declinamos su proposición. Aparte de que yo ya tenía decidido pasar mi vida en la cocina, y no entre libros, no me gustaba el proyecto. Y a Gabriel tampoco: lo comprendí por su expresión cuando el tío Alfred nos lo propuso.
Como Gabriel era una persona hábil, rechazó la oferta con tacto, sin herir a su tío:
—Es un trabajo inmenso, no me siento a la altura. Además, nuestro hijo llegará dentro de unos días y no estaremos disponibles, no me gustaría decepcionarle.
—Como queráis, jovencitos.
El tío Alfred no insistió. Tenía otras ideas para nosotros. Una biografía de Carlomagno, un ensayo sobre Napoleón y los judíos, una historia de las mentalidades europeas, un atlas de razas del mundo y otros.
—Carlomagno siempre me ha atraído —dijo Gabriel.
—Cuidado, daba trabajo a muchos judíos —observó el tío Alfred—. Su administración estaba repleta, habría que profundizar en ello interrogándose sobre sus propios orígenes.
—¿Carlomagno era judío?
—No lo sé, pero es muy posible. Se puede reconocer a un judío porque contrata siempre a judíos, esa gente se ayuda entre ellos, es una obsesión suya. Si se les deja hacer, sólo habrá para ellos. Debo añadir que Carlomagno era un cosmopolita, una especie de apátrida militante, y ése es uno de los principios característicos del alma judía, que no se siente de ningún lugar y considera cualquier sitio su propia casa..., ¡sobre todo aquí, por desgracia!
—Para escribir una obra así —concluyó Gabriel— hay que ser historiador. Me temo que le decepcionaría.
El tío Alfred nunca se daba por vencido. Era un torrente de ideas, y nos propuso entonces escribir para él el guión de una película de la que ya tenía la trama y el título: Moloch. Sacó del cajón de su escritorio un ejemplar de la revista científica Cosmos, datado el 30 de marzo de 1885, en el que figuraba el grabado de un tal Sadler que representaba «el suplicio de un niño de Múnich cuya muerte había provocado la masacre de judíos de 1285».
«El niño —apuntaba el texto que acompañaba al grabado— fue encontrado gracias a las indicaciones de la mujer que se lo había entregado a sus torturadores; la víctima, que había sido atada a una mesa de la sinagoga y atravesada con estiletes, tenía los ojos arrancados. La sangre había sido recogida por niños. El pueblo exaltado cometió los más graves excesos contra los judíos de la ciudad y se necesitó toda la autoridad del obispo para calmar la efervescencia popular y detener la masacre».
—Ésas son las bases del guión —dijo el tío Alfred—. Es una película que podría tener mucho éxito, porque provocaría una polémica a propósito de una realidad que nos negamos a ver: a los judíos les gusta la sangre, es un hecho. Édouard Drumont encontró un Talmud editado en Ámsterdam en 1646 en el que está escrito, negro sobre blanco, que derramar sangre de jóvenes no judías es un medio para reconciliarse con Dios. Moloch, a quien hay que atiborrar de carne humana bien fresca, es la divinidad semítica por excelencia. Nada sacia su sed ni su hambre. Sacrificios como el de Múnich ha habido por todas partes en el pasado, tanto en Constantinopla como en Ratisbona, y seguramente siguen existiendo. Ha llegado el momento de decirlo e incluso de proclamarlo: los judíos adoran la sangre caliente. Si no fuera el caso, el Pentateuco no les prohibiría beberla.
Yo estaba horrorizada por el sonido chirriante de su voz y, al mismo tiempo, enternecida por esa bondad dolorosa que emanaba de él. Ese hombre que sólo quería nuestro bien era odioso y conmovedor. Ante él me sentía desgarrada, y me refugiaba detrás de una sonrisa estúpida, dejando hablar a Gabriel, que sabía ocultar sus intenciones mejor que nadie.
No es algo de lo que me enorgullezca, pero llamamos a nuestro hijo Édouard por Drumont, nuestro benefactor póstumo, y también para contentar al tío Alfred, quien de hecho se convirtió en el padrino de ese hijo concebido y alumbrado en pecado.
Tendríamos que esperar todavía dos años para poder casarnos. Mientras no fuera mayor de edad, necesitaba pedir autorización previa a mis tutores de Sainte-Tulle. Hubiese sido igual que entregarse a la policía.
El día del nacimiento de Édouard fue el más hermoso de mi vida. Con todos los respetos, Chateaubriand estuvo un poco obtuso cuando se atrevió a escribir en sus Memorias de ultratumba: «Tras la de nacer, no conozco mayor desgracia que la de dar a luz un hombre».
Si hubiese sido una mujer, Chateaubriand habría conocido la atroz felicidad de alumbrar, esa elevación interior; esa alegría sangrante, sumada a un sentimiento religioso. Tras el parto, mientras Édouard dormía sobre mi vientre, bajo la mirada de Gabriel, yo lloraba de alegría. Era como si viviese por encima de mí misma. Hubiese podido quedarme en esa posición hasta mi muerte.
Pero el mundo me esperaba. Debía ganarme la vida y producir mi leche. Di de mamar a Édouard hasta los seis meses, cuando lo tomó como nodriza una vecina del sexto, una gruesa mujer que todavía producía un buen litro de leche diario, siete años después del nacimiento de su último retoño.
A finales de año, encontré un garito en la rue des Saints-Pères, en el distrito VI de París. Una sala de dieciséis metros cuadrados con una exigua cocina que no me permitía dar más de treinta comidas al día. El restaurante se llamaba Le Petit Parisien, nombre que cambié por el de La Petite Provence.
Cada día servía mis especialidades, el plaki, la parmesana y los flanes de caramelo. A esto añadía mi sopa de albahaca en la que no racaneaba ni con el ajo ni con el queso. En pocos meses me hice con una buena clientela de escritores, intelectuales y burgueses del barrio.
Alfred Bournissard venía a menudo a comer o cenar en La Petite Provence, donde se reunía con todo el mundo. A él le debo el haber llevado a mi establecimiento a personajes como la cantante Lucienne Boyer y los escritores Jean Giraudoux o Marcel Jouhandeau. Sin olvidar a un señor muy anciano, Louis Andrieux, antiguo prefecto de policía, que también había sido diputado, senador, embajador, y que era el padre natural de Louis Aragon. Personajes que contribuyeron a la gloria de mi restaurante.
El tío Alfred nos había dado tanto que muchas veces le excusaba cuando profería sus monstruosidades. Y aunque me guardaba mucho de rechazarla, su generosidad me incomodaba. Tras la muerte de su primera mujer, se había casado en segundas nupcias con la heredera de las ferreterías Plantin, que moriría aplastada por un tren por haber salido demasiado tarde de su coche, calado en un paso a nivel. Viudo por segunda vez, nunca se recuperó de su pérdida. Tenía la lágrima fácil y sufría una especie de falta de amor que buscaba en todas partes, hasta en la mirada de su teckel, y me sentía culpable por no detestarle ni plantearme romper un día con él.
Me consolaba diciendo que es siempre más difícil recibir que dar.