13. La cocina del amor
MARSELLA, 2012. Tantas décadas más tarde, y Emma Lempereur sigue viviendo dentro de mí. En el restaurante no me faltan ocasiones para pensar en ella. A veces, sobre el crepitar de la fritura, me parece escucharla proferir los preceptos gastronómicos que me repetía una y otra vez para que se grabaran en mi cabeza cuando estábamos en la cocina preparando las grandes comidas:
—No pongas demasiada sal en los platos. Tampoco endulces mucho los postres. Escatima siempre el aceite, la mantequilla y las salsas. Lo más importante de la cocina es el producto, lo segundo el producto y al final el producto.
Gracias a ella y a mi abuela me convertí en cocinera, una cocinera de éxito, aunque nunca haya recibido los honores de la guía Michelin. Le debo tanto a Emma que al pensar en ella me invade la nostalgia mientras escribo estas líneas en el pupitre donde normalmente preparo la cuenta de los clientes y tras el que reina la caja registradora. Pero la tristeza no me dura mucho: al mismo tiempo, el goce me invade mientras Mamadou y Leila terminan de colocar la sala iluminada, por las gotas de sol de la mañana. Me siento rica, muy rica: estoy rodeada de oro, tanto en los vasos como en los cubiertos.
El deseo es demasiado fuerte, no puedo evitar fijarme en Mamadou y en Leila mientras ponen las mesas. Del primero me gustan sobre todo los brazos y las piernas, que me recuerdan las de su madre. De la segunda me fascina su trasero, el más hermoso de Marsella. Es como un tomate pulposo de piel tersa. Con más de cien años, me dirán que ya no tengo edad, pero no me importa, siento un cosquilleo interior cuando los miro: son dos auténticos cantos al amor.
Todavía encuentro amor en las páginas de contactos que visito por las noches, en Internet. Sólo es virtual, por supuesto, pero me sienta bien. Hasta el día en que, atrapada mi presa, acepto con desgana quitarme el velo: hay que ver la cara de susto que se les queda a los hombres cuando por fin me ven, después de haberles hecho suspirar durante un tiempo.
El último fue un septuagenario barrigón y alcohólico, divorciado, agente de seguros, padre de siete hijos, al que conocí en una página de aficionados al aceite de oliva. Lo contrario de un buen partido. Nos llevábamos bien en la Red. Teníamos los mismos gustos culinarios. Llegamos a tutearnos.
Me sentí decepcionada. Me había mentido sobre su edad. Es cierto que yo también. Cuando se sentó ante mí en el café donde nos habíamos citado, me llamó de usted, el ceño fruncido, tras haber apartado de su rostro una mosca imaginaria:
—¿Es usted?
—Pues sí, soy yo.
—No se parece mucho a la foto.
—Usted tampoco.
—¿Qué edad tiene exactamente?
—Exactamente —respondí con calma— es imposible de decir, mi edad cambia sin cesar, ¿sabe?
—Sí, pero ¿cuántos años tiene?
—Tengo los años que tengo y me los guardo para mí, eso es todo.
—Me va usted a perdonar, pero parece mucho más vieja en la realidad.
Estallé:
—Escúcheme, gilipollas. Si no le gusta mi aspecto, debo informarle, por si acaso lo ignorara, que a usted tampoco le han hecho ningún favor, se lo aseguro. ¿Se ha mirado usted en un espejo, joder, maldito tonto del culo?
Cuanto más conozco a los hombres, más aprecio a las mujeres. Pero con ellas también me he llevado decepciones tan grandes como la de mi obeso asegurador. Sé que es mejor dejar el amor antes de que él te deje a ti, aunque no consigo acostumbrarme. Por eso continúo castigando la Red bajo el seudónimo «rozz-corazonsolitario».
Multitud de internautas acceden cada día a mi cuenta, donde expreso mi opinión sobre la actualidad de los famosos o mi pena de vivir sola desgranando una sarta de estupideces salpicadas de expresiones propias de una gata en celo. Trato de emplear las nuevas palabras o expresiones de última generación, como «cojonudo» o «qué guay». Vivo con mis tiempos.
*
En La Petite Provence, mi restaurante marsellés, en el Quai des Belges, frente al Puerto Viejo, no hay foto alguna de Emma Lempereur ni de todos los que la siguieron y compartieron la cama de «rozz-corazonsolitario». Y sin embargo, el establecimiento es un resumen de mi vida. La veo desfilar con sólo oler los platos o mirando la carta donde figuran, entre otros, el plaki de mi abuela, las berenjenas a la provenzal de Barnabé Bartavelle o el flan de caramelo de Emma Lempereur. A mi madre adoptiva le debo sin duda una gran parte de mis recetas, a las que agregaba, cosa que también yo hago a veces, hierbas medicinales.
Se inspiraba en un libro antiguo que consultaba con asiduidad, el Petit Albert, publicado en el siglo XVIII, que decía revelarnos todos los «maravillosos secretos de la magia natural y cabalística». Siempre tengo un ejemplar en el restaurante y sigo sus más o menos estrafalarias indicaciones a tenor de los deseos de la clientela, sobre todo en lo referente a asuntos amorosos.
El libro trataba con tanta amplitud ese tema que se editó un Albert moderno contra el antiguo, al que los autores del primero acusaban de tratar «ciertas materias con demasiada libertad y poca conveniencia con respecto a la decencia que debe conservarse en una obra pública». También se mofaban de su inclinación por la astrología o por las fórmulas mágicas que abrían las puertas del amor.
Para seducir al ser amado, el antiguo Albert recomienda hacerle ingerir extracto de hipómanes, un trozo de tejido de diez a quince centímetros que se encuentra en el líquido amniótico de los jumentos y no, como pretendía Aristóteles, en la frente de los potros, sin olvidar el corazón de golondrina o de gorrión, el testículo de liebre y el hígado de paloma. Por mi parte, me contento con plantas medicinales como el ojo de caballo o énula campana, que crece en las cunetas y puede alcanzar los dos metros de alto. Tomada en polvo o en decocción, es muy eficaz contra la anemia, la inapetencia, los problemas digestivos, la diarrea y el desamor crónico.
La añado a mis platos cuando me la piden, al igual que el jaramago, la mejorana, la verbena, las raíces de hinojo y las hojas de chopo. Cada vez que lo hago, tengo la impresión de resucitar a Emma Lempereur. «Somos lo que comemos —decía—. Por eso debemos comer amor, cocina de amor».
También utilizaba con regularidad otro libro, Las plantas medicinales y útiles de un tal Rodier, publicado en la editorial Rothschild, del que encontré una edición de 1876, y que celebra las virtudes emolientes del malvavisco y la verbena o las propiedades estimulantes del romero y la menta silvestre. Es de agradecer a esta obra el haber rehabilitado la ortiga, que tanto ha hecho por la salud de los bovinos, los pavos y los hombres. Yo la sirvo a menudo en forma de sopa.
Es uno de los platos preferidos de Jacky Valtamore, un caíd al que conozco desde hace mucho tiempo y que se ha convertido, junto con el fiscal jefe y el presidente del consejo regional, en uno de los pilares de mi restaurante. Un hombre atractivo de mirada azul mediterránea, que conoce y puede cantar muchas arias de ópera italiana. Un romántico como los que me gustan. El amante ideal, que sobrevivió contra todo pronóstico a un intento de asesinato en el que se le llegó a dar por muerto. Una lástima que sea demasiado viejo para mí. Pasados los sesenta, los hombres y las mujeres dejan de atraerme, y éste hace ya tiempo que se encuentra en el círculo de los octogenarios.
Me gusta cuando me abraza con su mirada protectora. Es mi seguro de vida. Me hace más fuerte. La otra noche, entraron en mi cocina dos mequetrefes engominados. Me ofrecieron protección a cambio de un pago mensual.
—¡Pero eso es un chantaje!
—Sólo se trata de una colaboración mutua...
—Vayan a hablar de eso con mi apoderado. Es el que se ocupa de todo.
Les arreglé una cita con Jacky Valtamore. No volví a oír hablar de ellos. Su sola presencia hizo que se volatilizaran.
Un día, después de que Jacky me confesara que tenía la impresión de haber malgastado su vida, le pregunté qué tipo de hombre le hubiese gustado ser. Me respondió sin dudarlo:
—Una mujer.
Viniendo de un hombre como él, ése es el tipo de respuesta que hubiese complacido a Emma Lempereur. Durante mi adolescencia, pasé por una fase en la que sólo leía novelas cuyo personaje central era una mujer: Una vida de Maupassant, Madame Bovary de Flaubert, Nêne de Ernest Pérochon o Maria Chapdelaine de Louis Hémon. Las heroínas de esos libros eran todas víctimas de los hombres y de la sociedad que éstos habían construido para su uso exclusivo. Un día que confesé a mi madre adoptiva que hubiera querido ser un hombre, me disuadió con tono horrorizado:
—¡Ni lo pienses, hija mía! Ya verás, la vida te lo enseñará: la mujer desciende del mono pero, a la inversa, es el mono el que desciende del hombre —se rió y añadió—: Cuidado, no estoy hablando de Scipion. Él es mi marido. No es un hombre como los demás.