33. La estrategia Johnny

PARÍS, 1942. La tarde siguiente, el comisario Mespolet llegó a La Petite Provence con el gesto cerrado, la boca seca, la mirada perdida. Pensé que era el amor e hice, desde el aperitivo, todo lo posible por tranquilizarlo.

—Por todo lo que vamos a hacer juntos —dije, haciendo chocar mi copa de champán contra la suya.

—Por nosotros —murmuró, la cabeza gacha.

—Cuidado, hay que mirarse a los ojos. Si no, son siete años sin sexo.

—¿Lo cree de verdad?

—Soy supersticiosa.

Tuvimos que brindar de nuevo.

Prost —dije con aire provocativo, alzando mi copa.

Ni siquiera sonrió. El comisario Mespolet no era el mismo hombre que la víspera. Tenía la expresión del que está perdiendo el tiempo: no paraba de mover las piernas, que tocaban el tambor bajo la mesa, y mostraba algunos tics, como las miradas furtivas que lanzaba sin cesar a su alrededor.

Cuando terminamos la parmesana que había servido de entrante, el silencio se hizo tan sólido que acabé preguntándole qué marchaba mal.

—Es muy sencillo —contestó sin dudarlo—. Me ha decepcionado...

—¿Por qué?

—Ha traicionado usted mi confianza.

—Pero ¿qué he hecho?

—Apenas nos marchamos se presentó usted en casa de su exmarido...

Me hice la tonta:

—Perdone, ¡pero eso es una insensatez!

Es lo que llamo la estrategia Johnny, una estrategia que Johnny Hallyday me contó que había utilizado una vez que todo estaba en su contra. Una escapatoria tan grosera que desconcentra al contrario. Una negación primaria, el nivel máximo del desmentido.

Hace unos diez años, después de un concierto, el cantante vino a cenar y se quedó hasta muy tarde en mi restaurante actual, en Marsella. Me cayó bien desde el principio. Un hombre herido, consagrado a matarse a base de alcohol desde hace décadas, pero sin conseguirlo. Estaba borracho perdido, lo que en su caso es un eufemismo. Salvo cuando canta.

Con voz pastosa, y por tanto sincera, Johnny Hallyday me contó una historia estupenda que me recordó mi actitud, hacía ya tanto tiempo, ante el comisario Mespolet. Una noche, cuando empezaba su carrera, volvió a casa tarde, completamente ebrio, con una joven que se había encontrado Dios sabe dónde. Se metieron en la habitación de matrimonio y ya estaban desnudándose en la oscuridad cuando, de pronto, se encendió la luz. Era la mujer de Johnny. Gritó, indignada, a la chica medio desnuda:

—¿Qué hace usted aquí?

Entonces Johnny, igualmente indignado, se volvió hacia ella:

—Es cierto. ¿Qué hace usted aquí?

Recuerdo que, de pronto, los ojos del comisario Mespolet me hicieron ponerme en guardia. Vi en ellos el reflejo del filo de la navaja, su pálida cara expresaba un odio inexorable.

Mi corazón empezó a latir más deprisa. No podía controlarlo.

—Si sabe la dirección de Gabriel y los niños —pregunté al comisario—, ¿quiere decir que los han arrestado?

—Secreto profesional.

—¿No puede usted responderme y demostrar un poco de humanidad? —exclamé temblorosa.

Se levantó y se marchó con un gesto de cabeza que apenas tuve tiempo de ver. Me puse en marcha inmediatamente, y apenas salí del restaurante llamé, en la plaza del Trocadero, a un taxi que me condujo hasta el 68 de la rue La Fayette.

De camino nos cruzamos con muchos Torpedo, camiones de transporte, furgones negros y autobuses abarrotados. No comprendí lo que pasaba, sentía un gran cansancio y, al mismo tiempo, algo que gritaba dentro de mí...

Una vez en el número 68, subí las escaleras de cuatro en cuatro. En el quinto piso, pulsé temblorosa el timbre de la puerta. No hubo respuesta. Volví a bajar, sin aliento, a pedir noticias a la portera, que respondió, compasiva:

—Lo siento, señora, vino la policía a arrestarlos. Un comisario me dijo que era el día de limpieza de judíos, de todos los judíos.

—¿También los niños?

—Los niños también, ¿qué se creía? La policía se lleva todo lo de los judíos. Los niños, los viejos y las joyas, todo excepto los gatos. Siempre dejan los gatos. Y es un problema. He recogido ya cinco, y con los míos suman siete, ya no puedo adoptar más. Por suerte, el señor ese suyo no tenía gato. Hubiese sido un fastidio.

Lanzó un gran suspiro y prosiguió:

—¿No querría usted un gato?

—Ya tengo uno.

—Es mejor tener dos. Y tres aún mejor.

Cuando le pregunté si Gabriel y los niños se habían marchado con policías o milicianos, fue incapaz de responder.

—Son los mismos —dijo—, y el resultado siempre es igual, mi querida señora: se dejan los gatos.

Ella misma tenía cara de minino pero sin bigote, por eso hablaba de ellos con tanta pasión, lo que no le impedía simpatizar con mi desgracia.

Bajó la mirada:

—No debe hacerse ilusiones, se han ido por mucho tiempo. Llevaban equipaje y la policía pidió al señor que cerrara los contadores de agua, gas y electricidad.

Me invitó a entrar en la portería para sentarme y beber un ponche. Le respondí que ya tenía suficiente calor y me marché de inmediato a la comisaría del distrito IX.

Después de esperar tres horas sin obtener ninguna información, me encaminé hacia la prefectura de policía, que encontré cerrada, y finalmente volví al restaurante para llamar a Heinrich Himmler a su cuartel general en Berlín.

Como ya había terminado el turno de la cena, Paul Chassagnon, mi segundo, me esperaba cerca de La Petite Provence sentado en un banco que ya no existe, fumando un cigarrillo.

—¿Les ha pasado algo a los niños? —preguntó.

—¿Cómo lo sabes?

—Me dijeron que te habías marchado rápidamente sin decir nada. Me imaginé que se trataba de los niños.

—Una redada. Voy a telefonear a Himmler.

Cuando pronuncié el nombre del Reichsführer-SS con voz colérica, como si tuviera cuentas que ajustar con él, no era consciente de lo ridículo de la situación. Pero me hallaba en un estado de realidad paralela: revivía la pesadilla de mi infancia, perdía la razón, me había convertido en puro escalofrío.

Heinrich Himmler no estaba en su despacho, era el último sitio del mundo donde hubiese podido encontrarlo. Sin duda estaba en viaje de inspección en Rusia, en Bohemia, en Moravia o en Pomerania, supervisando ejecuciones en masa. Me respondió uno de sus ayudas de cámara, un tal Hans. Tras exponerle la situación, exclamó con un tono tan escandalizado como el mío:

—Se trata de un tremendo error. Se lo comunicaré al Reichsführer-SS en cuanto pueda llamarle. Las autoridades francesas tienen buenas intenciones, pero no hacen más que tonterías, si me permite decirlo. Se equivocan en las fichas, confunden los nombres, deberían dejarnos hacer a nosotros...

En cuanto colgué, me derrumbé en los brazos de Paul Chassagnon, que me dijo que el servicio de la cena se había desarrollado relativamente bien, aunque con cierta escasez de casi todo. En especial, de pan.

—¿Y qué me importa eso? —exclamé, para después disculparme y echarme a llorar.

Me moría. Me estuve muriendo durante mucho tiempo. Todos los que han perdido hijos saben que todavía hay vida después de la muerte. Me agarraba a esa vida para intentar encontrarlos.

Como temía que Himmler me llamara en mi camino a casa y luego no me volviese a llamar, preferí esperar en el restaurante. Cuando Paul Chassagnon se ofreció a quedarse conmigo, acepté: necesitaba sentir sus fuertes brazos velludos a mi lado. Además, no tenía nada que temer de él. Era homosexual.

Nos acostamos al pie de la caja, cerca del teléfono, sobre un colchón de manteles doblados. Posó su brazo sobre mi vientre, algo que me sentó muy bien, pero aun así no pude dormir en toda la noche. Recibí demasiadas visitas: bajo mis párpados hinchados por las lágrimas desfilaron hasta el amanecer Garance, Édouard, Gabriel, mi madre, mi padre, mi abuela, mis hermanos... todos arrastrados por el torrente de abominaciones del siglo XX.

Al alba, Heinrich Himmler seguía sin llamar.