14. La reina de las reverencias
ALTA PROVENZA, 1924. Un día, mientras Emma Lempereur y yo cogíamos albaricoques, cayó de la escalera. Era el año en que yo terminaba el bachillerato y cumplía los diecisiete.
Fue también el año en el que, tras la muerte de Lenin, Stalin inició su conquista del poder absoluto. Y el año en que Hitler empezó a escribir Mein Kampf en la prisión de Landsberg donde había sido recluido tras un golpe de Estado fallido, tan ridículo que fue llamado el «golpe de la cervecería», contra la República de Weimar.
Mi madre adoptiva murió quince días después, en el hospital de Manosque, por culpa de un absceso en su columna vertebral. Al volver del entierro, Scipion Lempereur me dijo, mientras subía a su habitación:
—Me voy a morir.
Cuando protesté, respondió:
—Podría intentar vivir, pero eso no cambiaría nada, hay algo que se escapa de mí. No sé lo que es, pena, cansancio o muerte, pero se escapa con tanta fuerza que no podré pararlo: se acabó.
Se tumbó completamente vestido, con su sombrero de paja sobre la nariz, vuelto hacia la pared, para protegerse del mundo. No me alarmé: estaba segura de que uno no podía decidir su muerte por sí mismo y que era Dios el que elegía el momento, pero al día siguiente se habían formado burbujas secas en sus labios y ya no se movía: estaba en coma.
Cuando volví de buscar al médico, Scipion Lempereur había muerto. Ni el más mínimo estremecimiento, ni un gesto, ni una palabra, nada. Murió como había vivido: subrepticiamente. Así fue como me convertí en huérfana por segunda vez en mi vida.
Mis padres adoptivos lo habían previsto todo salvo que morirían con pocos días de diferencia antes de que yo alcanzara la mayoría de edad. Así que me fue asignado un tutor, Justin, un primo de Scipion Lempereur que llegó de Barcelonnette quince días después junto a su mujer, Anaïs, una carreta y dos grandes perros negros y estúpidos.
El invierno anterior, Emma Lempereur me había iniciado en la fisiognomía, el arte que nos enseñan Pitágoras y Aristóteles y que pretende determinar el carácter de una persona a partir de los rasgos de su cara. En las de los recién llegados, a los que veía por primera vez, detecté de inmediato una mezcla de violencia, voracidad e hipocresía por su nariz de perro rastreador, la mirada viciosa de la garduña al acecho y la grasa que, desde los labios inferiores, recubría la cabeza. No me equivocaba.
La primera noche me anunciaron que se hacían cargo de mí y me dieron unas instrucciones que puedo resumir de la siguiente forma:
«Ya no irás al colegio, no sirve para nada, y menos para una chica».
«No mires nunca a los ojos de tus amos si quieres conservar los tuyos.»
«No utilices el orinal de tus amos. Harás tus necesidades detrás de la casa, en un agujero que excavarás.»
«Cuando se te hable, mantén el tronco curvado, la cabeza gacha y las manos detrás de la espalda. No te quejes nunca y haz siempre lo que se te dice.»
«Si respondes o discutes las órdenes que se te den, tus palabras serán consideradas insolencia y serán castigadas como se merece.»
«Tu habitación será a partir de ahora para los perros: están acostumbrados a dormir a nuestro lado. Desde esta noche dormirás en la cuadra con los caballos.»
«Se acabaron las cursilerías, los vestidos, los zapatos y todo lo demás. A partir de ahora llevarás una blusa y te cortarás el pelo al ras, para que no caigan cuando cocines, no nos gustan los pelos en la comida.»
Comían como cuatro, despertándose incluso por las noches para seguir comiendo. Justin y Anaïs me convirtieron el mismo día de su llegada en su criada, tratándome peor que a un gusano y sin mostrar consideración alguna salvo por sus dos perros, tan hambrientos como ellos y menos inteligentes que una moscarda de la carne.
Y hablando de carne, Justin y Anaïs la adoraban, preferentemente bien roja, aunque no hacían ascos a los estofados, los ragús, los fricasés o los adobos. Me pasaba el día en la cocina pensando con qué llenar sus barrigas. Tenía la impresión de nadar en sangre.
Al cabo de unos días a su servicio, olía a carne a la brasa, carne muerta carbonizada, herida sangrante y cauterizada. No conseguía deshacerme de ese olor, me seguía a todas partes, incluida la paja del establo por las noches.
Justin y Anaïs no esperaron mucho tiempo para desvelar sus intenciones. Apenas llevaban allí tres semanas y ya habían vendido el caballo y una parte del mobiliario de los Lempereur. Un arcón, una mesa, un reloj, dos armarios y los sofás. Me estaban despojando viva. Al mostrarles mi preocupación, Justin suspiró:
—Tenemos gastos.
—¿Qué gastos?
—Hay que darte de comer.
—Yo no cuesto nada.
—Mucho más de lo que crees.
—Sabe usted muy bien que uno puede subsistir con la granja, está hecha para eso.
—Seguimos teniendo gastos —insistió Anaïs—. Creo que eres demasiado joven para comprenderlo.
Tras esa conversación, Anaïs me pidió que saliera y, detrás de la puerta, oí murmullos que me anunciaron que habían decidido castigarme por haber protestado: mi gato sería devorado por sus perros.
Tenía un gato, un gran minino blanco de Angora que me seguía a todas partes como un perro, cuando no se marchaba, durante la época de celo, a perseguir hembras. Como fui consciente desde su llegada de que sus molosos no se llevarían bien con él, lo había instalado en el granero, de donde sólo salía por la noche, cuando las dos bestias asquerosas dormían en mi antigua habitación.
Justin subió al granero, lo atrapó y lo lanzó a los perros como quien lanza restos de pollo. Prefiero no describir el grito que lanzó cuando lo mataron, un grito de cólera y rebelión que resonó durante mucho tiempo en mi caja craneal. Casi un siglo después, a veces lo escucho de nuevo.
—Eso te enseñará —me dijo Justin tras su acción—. Ahora espero que te tragues la lengua antes de decir más estupideces.
También fui invitada firmemente a no intentar huir: los perros, que me seguían a todas partes cuando estaba en la propiedad, no me dejarían escapar. Según Justin, me arrastrarían de inmediato ante ellos por la piel del cuello. Viva o muerta o entre esos dos estados.
Sobra decir que después de la primera lección empecé a hilar fino, además de esconder inmediatamente a Teo y su caja en la granja. Seguí dando de comer a mi salamandra, pero cuidándome bien de no llamar la atención sobre ella. Si no, también habría muerto.
Estaba muy enojada. Todas las noches, cuando le llevaba sus lombrices y sus insectos, exclamaba:
—¿Qué estás esperando para reaccionar? ¡Reacciona, maldita sea!
—No puedo hacer nada. No está en mi mano.
Como de costumbre, Teo ponía el dedo en la llaga: mientras urdía complots contra mis amos que nunca llegaba a poner en práctica, me comportaba como una criada dócil e incluso servil. Hundiéndome en el túnel del gozo por la mortificación, me convertí en la reina de las reverencias. Lo habría seguido siendo unos años más si el amor no me hubiese caído encima de repente un día de lluvia.