20. El arte de la venganza
MARSELLA, 2012. Debo interrumpir provisionalmente mi relato. Mientras terminaba el capítulo precedente, Samir el Ratón ha llamado a mi puerta, sobre la una de la mañana.
—¿Molesto?
Me lo preguntó con la expresión pusilánime de esos jovencitos descocados que, detrás de sus gafas de sol, en las terrazas de los cafés se burlan de nosotros, los ancianos, para quienes dar un solo paso supone un suplicio indescriptible.
—Iba a acostarme —respondí.
—Tengo algo inmenso para ti.
Odié la sonrisa equívoca que dibujó cuando me lo dijo.
—Es dinamita pura —insistió—. He encontrado esto en un registro oficial: Renate Fröll fue internada en un Lebensborn en 1943. ¿Sabes lo que eran los Lebensborn?
—No exactamente —respondí haciéndome la despistada antes de invitar a Samir el Ratón a sentarse, lo que de todas formas iba a hacer sin pedirme permiso, con su habitual falta de educación.
Me explicó lo que eran los Lebensborn, aunque yo ya lo sabía: criaderos de niños creados por Himmler y gestionados por las SS para desarrollar una «raza superior» a base de niños robados o abandonados cuyos padres fuesen ambos arios garantizados, tuviesen los ojos azules, el pelo rubio y todo lo demás. Se suprimía su estado civil y eran adoptados por modélicas familias alemanas para así regenerar la sangre del Tercer Reich.
Me quedé un buen rato en silencio para incomodarle, y un rayo de inquietud atravesó la mirada de Samir el Ratón:
—Bueno, ¿no me felicitas?
—Estoy esperando el resto.
—Tenemos que ir a Alemania los dos a investigar, así lo veremos más claro.
—Sabes que no puedo viajar —me opuse—. Tengo un restaurante del que ocuparme.
—No serán más que unos días.
—Ahora que ya sé lo que quería saber, no tengo ganas de profundizar más. Te daré la consola que te prometí a cambio de tu trabajo y estaremos en paz.
—No, quiero seguir.
—¿Por qué?
—Para identificar a los padres biológicos de Renate Fröll. Para conocer su vida después del Lebensborn. Para comprender por qué te interesaba tanto.
Había en su mirada una mezcla de ironía y suspicacia que me horripilaba. Tenía el presentimiento de que sabía más de lo que decía.
—Joder, joder, joder —exclamé de repente—, ¿te estás quedando conmigo, tonto del culo? Si sigues por ese camino, te vas a tragar una ensalada de dedos en la jeta. ¿Me vas a dejar en paz de una vez? ¿Sabes la edad que tengo, niñato? ¿No crees que me debes un poco de respeto?
Samir el Ratón se levantó de golpe y me señaló con el índice, amenazante:
—Deja de hablarme así, Rose. Me has insultado. Pídeme disculpas.
Reflexioné durante un instante y me arrepentí de mi ataque de mal humor.
—Perdóname —respondí para cerrar el incidente—. Últimamente me dedico a remover un montón de recuerdos para escribir el libro sobre mi vida y me está afectando. Tengo los nervios a flor de piel, compréndelo.
—Lo comprendo —dijo—, pero no lo repitas. No me vuelvas a hablar así, ¿vale? ¡Nunca más! Si no, lo vas a pasar mal.
Para hacerme perdonar, le invité a un vaso de agua con sirope de menta y bebimos en mi balcón mirando el brillo del cielo estrellado. Era una de esas noches iluminadas en las que se huele a Dios al final del firmamento, en esa especie de luz velada que hace vibrar todo.
Samir el Ratón parecía un caramelo, y me hizo falta mucha voluntad para resistirme a las ganas de agarrarlo, morderlo y chupetearlo. Él sentía el fuego que surgía de mi carcasa de centenaria y, a juzgar por su expresión, le divertía.
—Eres una tía extraña —terminó diciendo—. Creo que voy a investigar sobre ti.
—Es inútil. Pronto sabrás todo sobre mí, cuando hayas leído mis memorias.
—¿Lo vas a contar todo de verdad?
—Todo.
—¿Hablarás incluso de la gente que has matado?
Aquello pasaba de castaño oscuro. Me callé y le miré fijamente a los ojos con expresión de desprecio, para que quedara claro mi descontento.
—Sé que has matado a gente —repitió al cabo de un momento—, se te ve en los ojos. A veces tienen tanta violencia que te juro que me das miedo.
—Es la primera vez que escucho algo así.
No me faltaban ganas, pero no podía dar por terminada aquella conversación. Hubo de nuevo un silencio que él terminó rompiendo:
—Siempre dices que para sentirse bien hay que vengarse...
—Es verdad que lo digo. La venganza es la única justicia que vale, los que dicen lo contrario no han vivido. Además, creo que sólo se perdona de verdad una vez que uno se ha vengado. Por eso nos sentimos tan bien después. Mira en qué buena forma me encuentro a mi edad. No siento ni arrepentimiento ni remordimiento porque durante toda mi vida he observado la ley del talión y he devuelto golpe por golpe.
—Gracias por confirmarlo.
—No, no te estoy confirmando nada. Podemos vengarnos perfectamente sin matar, Samir. La venganza es todo un arte y se practica con lentitud, sadismo y a traición, a menudo sin derramar una sola gota de sangre.
Sacudió la cabeza dos o tres veces y suspiró, encogiéndose de hombros ostensiblemente:
—Rose, ni tú te crees una sola palabra de lo que acabas de decir. Sólo la sangre venga a la sangre.
—Te equivocas, también está la inteligencia.
Me sentía orgullosa de mi respuesta, era un buen remate. La discusión debía terminar ahí. Para demostrarle mi buena fe, propuse a Samir el Ratón que volviésemos a entrar en el salón a leer los primeros capítulos de mi libro.
Él era el típico producto de una época, la nuestra, en la que la ignorancia literaria no deja de progresar. A pesar de que lo negaba, me parece que todavía no había leído un solo libro en toda su vida, ni siquiera alguno de los que debía comentar en el colegio y cuyo resumen habría ojeado en Internet antes de copiarlo al pie de la letra.
Tropezando continuamente con las palabras, le llevó más de una hora leer el prólogo y los diecisiete primeros capítulos. Al final estaba aturdido. No por mi genio, sino por el cansancio, como si acabara de realizar un esfuerzo sobrehumano.
Por todo comentario, antes de ir a acostarse, soltó con tono chantajista:
—Vamos a tener que hablar de todo esto cara a cara.
No sabía muy bien lo que había querido decir, pero me impidió volver a dormirme.