40. Tres dedos en la boca
BERCHTESGADEN, 1942. No volví a ver a Hitler. Me encargué de la cena del Berghof tres días seguidos y, a juzgar por los cumplidos de los comensales, tuve un éxito rotundo, aunque al Führer no le hiciesen demasiada gracia mis postres. Sólo le gustaban los pastelotes de mantequilla y nata montada, que nunca han formado parte de mi repertorio. Parece ser que se comía tres trozos seguidos. En cambio, no repitió ni de mi tarta del primer día, ni de mi charlota de peras del día siguiente, ni de mi babà al ron del último.
Hitler se declaraba vegetariano en nombre del sufrimiento animal y evocaba a menudo, sobre todo en presencia de su amante Eva Braun, gran carnívora, una visita a los mataderos ucranianos que lo había traumatizado. Pero Willi, su cocinero, me confió bajo alto secreto que el Führer no despreciaba siempre la carne: las salchichas bávaras y los pichones rellenos le volvían loco. Como vegetariana, me sentí muy feliz de saberlo.
Terminada la cena, los invitados del Berghof veían a menudo una película en el salón tras haber tomado un té o un café repantingados en los sillones, mientras escuchaban al Führer hablar del tiempo o de las últimas aventuras de Blondi, su pastor alemán. Eso si no les soltaba una pesada charla sobre Wagner, el comercio de huevos o los avances de la ciencia. Todo el mundo le escuchaba con una atención que revelaba abnegación. Yo pensaba que un pueblo capaz de aburrirse hasta ese punto, sin rechistar, conservando la sonrisa, era forzosamente invencible: tenía el sentido de la eternidad y lo demostraba a cada instante.
La última noche tuve la idea de servir después de la cena, a modo de sorpresa, unos scones con sésamo, uvas pasas y confitura de fresa. Como se comían untados con mantequilla o rellenos de crema, al Führer le encantaron. Hasta el momento en que preguntó qué eran. Al descubrir el origen inglés de mis pastelitos, emitió un gruñido equivalente a una condena.
Heinrich no soportaba el clima de ociosidad que reinaba en Berchtesgaden. A pesar del aire de los Alpes, todo allí era emoliente. Las jornadas eran una sucesión de comidas interminables, paseos digestivos y tentempiés de dulces. Nada cansa más que el ocio, que transforma a los más férreos en blandengues.
La primera noche, cuando me visitó en mi habitación cerca de las doce para tirarme de la lengua sobre mi entrevista con Hitler, yo todavía seguía bajo los efectos del alcohol, a pesar del litro y medio de agua que había bebido. Según se sentaba en mi cama, Heinrich declaró:
—Tiene la mirada de alguien que ha bebido.
—Creo que tiene mucha razón.
—No hay gran cosa que hacer aquí. ¡Qué aburrido es esto! ¡El pueblo alemán es el único pueblo al que le parece normal aburrirse, Rose! —se acercó a mí—: Los alemanes harían mejor dedicándose a ganar la guerra lo antes posible, ¿no cree?
Su inquietud me hizo enrojecer de alegría. Resulta que nada estaba perdido para nosotros. Yo estaba convencida, hasta ese instante, de que los nazis habían ganado la guerra. No sabía que las cosas iban peor de lo previsto en el frente ruso.
—Estamos convirtiéndonos en una nación que ya no da miedo —gimió—. Hitler acaba de recibir a Laval, el presidente del Consejo francés, una especie de excremento ennegrecido que se ha reído de él negándose a declarar la guerra a Inglaterra y a los Estados Unidos con el pretexto de que Pétain se opondría. No comprendo cómo le han dejado marcharse vivo. Un poder débil es un poder muerto.
De pronto, clavó sus ojos en mí:
—Apesta usted a aguardiente. ¿Ha sido con Hitler con quien ha bebido tanto?
Preferí no mentir.
—La ha obligado a beber para que le hablase de mí, ¿verdad?
Le respondí que habíamos hablado de cocina y del pintor Pannini.
Más tranquilo, se incorporó, me cogió del antebrazo, me atrajo hasta la cama y, cuando caí sobre él, me besó. Un beso fuerte en la boca, potente, con cuerpo, rico en alcohol, con un gusto a champán al principio, luego a queso de oveja, madera podrida, avellanas frescas, ron añejo y pimienta gris al final.
Me introdujo tres dedos en la boca. Dedos finos de pianista que besé con una fogosidad que pronto le turbó. Luchaba contra sí mismo, se veía en sus ojos huidizos: detestaba perder el control de sus sentimientos.
De pronto, Heinrich se levantó, se aclaró la garganta, se ajustó el cuello de la camisa, frotó sus mangas para quitarles las arrugas, me saludó y salió.
*
Cuatro días más tarde, dos trimotores Ju 52 nos esperaban en el aeródromo de Ainring, a unos veinte kilómetros de Berchtesgaden. Uno para llevar a Heinrich a Berlín, desde donde partiría de inmediato hacia el frente ruso. El otro con destino a Múnich: allí debía reunirme con Felix Kersten, el masajista del Reichsführer-SS, para ir a visitar con él el centro de estudios cosméticos y homeopáticos.
Con aspecto abrumado y el rostro casi tan arrugado como su abrigo azul marino, Felix Kersten me recibió con una mezcla de efusividad y seriedad que no auguraba nada bueno. Me había dicho que estaba presionando al Estado Mayor de las SS para obtener noticias de Gabriel y los niños. En cuanto me crucé con su mirada, supe que las tenía.
Murmuró, mirando al suelo, una frase que no comprendí. Sólo escuché: «Dachau». Ese nombre me hizo estremecer. Creado por Himmler en 1933, el año de la llegada al poder de los nazis, Dachau era el único campo de exterminio cuya existencia conocía. De golpe, todo empezó a palpitar con fuerza en mi interior. El corazón, las sienes, los tímpanos. Me convertí en un pálpito en el vacío.
—Su marido murió en Dachau. Los niños murieron en un tren.
Algo explotó dentro de mí. Cuando volví a la consciencia, Felix me estaba dando palmaditas en las mejillas. Me ayudó a incorporarme sobre la banqueta, se encogió de hombros con aire fatalista y me acarició el antebrazo a modo de consuelo. Lloré aún más fuerte.
Ya no recuerdo lo que pasó después en el centro de estudios. No volví a emerger hasta el final del día, cuando me reuní en el hotel, cerca de Max-Joseph-Platz, con Felix Kersten, que había pasado parte del día en Dachau. Me confirmó que Gabriel había muerto, lo había verificado en un registro, el 23 de agosto de 1942.
—No conozco los detalles—murmuró—. Perdóneme.
No pude saber nada más. Él no quería hablarme de otra cosa que no fueran los experimentos médicos que tanto le habían traumatizado, como la inoculación de malaria en prisioneros sanos para probar nuevos fármacos, porque la quinina era demasiado escasa y demasiado cara. O la inmersión de prisioneros en barreños de agua helada, a veces hasta la muerte, para estudiar los efectos de la hipotermia y diseccionarlos después como ranas, abriéndoles el cráneo y el pecho. También me habló de las inyecciones de pus que se habían practicado a una cuarentena de eclesiásticos, en su mayoría polacos, y que les habían provocado enormes flemones purulentos, con el fin de identificar el remedio más eficaz contra las infecciones. Las cobayas en sotana eran divididas en grupos como los ratones de laboratorio y tratadas, según los casos, con sulfamidas o comprimidos bioquímicos, los preferidos de Heinrich.
Los curas medicados con sulfamidas se restablecían con bastante rapidez, así que los más vigorosos recibían otra inyección intravenosa de pus de sus propios flemones, lo que falseaba los resultados del experimento pero evitaba al Reichsführer-SS la humillación. Cuando no estaban inconscientes, los sobrevivientes se retorcían en su cama gimiendo, presos de atroces dolores.
—No hay palabras para describir lo que he visto —murmuró Felix, la voz ahogada y la cabeza baja—. Es un auténtico torbellino de abominaciones. Voy a decírselo a Himmler, no tiene derecho a hacer eso.
—¿Acaso cree que no está al corriente?
—¡Me da igual, con tal de salvar vidas! Pero sé, aunque no le disculpe, que Himmler no está siempre a gusto con lo que ocurre.
Felix me contó que mientras asistía a una ejecución en masa en Minsk, el 15 de agosto de 1941, Himmler estuvo a punto de desmayarse. Fue su bautismo de sangre. Erich von dem Bach-Zelewski, Gruppenführer de Bielorrusia, responsable directo de doscientos mil asesinatos, estaba a su lado. Contó después que su jefe, «blanco como la cera», miraba al suelo en cada salva, y que había gritado, desquiciado, mientras unos SS se entretenían antes de rematar a dos jovencitas que agonizaban en la fosa: «¡Dejen de torturar a esas mujeres! ¡Mátenlas!».
Guardando las distancias, comentó Felix, Himmler era como esos devoradores de carne roja que no soportan los métodos que se usan para sacrificar a los animales.
Tres meses más tarde, mientras su masajista le esperaba para una sesión, Himmler volvió destrozado de la Cancillería. Era el 11 de noviembre de 1941, Felix recordaba la fecha con precisión. Mientras el Reichsführer-SS deseaba sólo proceder a la «evacuación» de los judíos, Hitler acababa de pedirle que organizara su «exterminio».
Himmler estaba deprimido y Felix, horrorizado. Cuando su médico denunció, durante el masaje, la inhumanidad de esa solución, el Reichsführer-SS objetó: «Los judíos dominan la prensa, las artes, el cine y todo lo demás. Son los responsables de la podredumbre y la proletarización sobre las que prosperan. Han impedido la unidad de Europa y han derribado una y otra vez sistemas de gobierno con guerras o revoluciones. Deben rendir cuentas por los millones de muertos de los que son responsables a través de los siglos. Cuando el último judío haya desaparecido de la faz de la tierra, habrá terminado la destrucción de las naciones y las generaciones venideras no sufrirán futuras masacres en los campos de batalla en nombre del nihilismo judío. Para alcanzar la grandeza hay que saber caminar sobre cadáveres. Es lo que han hecho los americanos con los indios. Si queremos crear una nueva vida, es necesario limpiar el suelo para que pueda, un día, dar fruto. Ésa es mi misión».
En ese instante de su relato, Felix me cogió la mano y, estrechándola, me transmitió una sensación de frío:
—Días más tarde, Himmler por lo menos reconoció, antes de defender el principio, que el exterminio de pueblos era antigermánico —lanzó una risa falsa—. Si nos vemos reducidos a contar con un hombre como Himmler para salvar judíos —añadió—, es que aquí abajo está todo verdaderamente podrido.
Felix y yo experimentamos la misma mezcla de pánico, cansancio y abatimiento. No nos quedaba más que beber, y nos emborrachamos de forma metódica, a la alemana: con cerveza y schnapps.
Al día siguiente regresamos a Berlín. Al volver a mi habitación, me dirigí directamente al acuario y le relaté los últimos acontecimientos a Teo, de quien se habían ocupado muy bien en mi ausencia los guardias SS. Al final de mi relato, mi salamandra exclamó:
—¿Qué haces acostándote con nazis?
—¡No es lo único que he hecho!
—¡Pero lo has hecho, y me da asco!
—Si he venido a Alemania ha sido para salvar a mis hijos a cualquier precio.
—¿Y has visto el resultado, mi pobre Rose? ¡Te has prostituido por nada!
—¿Y qué quieres que haga?
—¡Que te respetes, joder!
—¿Cómo quieres que una mujer se respete cuando le han quitado a sus hijos?
Me pasé la noche llorando en mi almohada.