15. Gripe de amor
ALTA PROVENZA, 1925. El gran amor es como la gripe. La primera vez que vi a Gabriel, sentí un formidable temblor que me atravesaba de arriba abajo, hasta el tuétano de los huesos. Un seísmo en la columna que me dejó devastada, con las piernas temblorosas.
Hacía, además, un tiempo de gripe. Llevaba meses y meses lloviendo. El cielo estaba completamente desencadenado y no quería soltar su presa. El mundo parecía hundirse como una bayeta arrastrada por un río desbordado.
Gabriel estaba harto de la lluvia. Es cierto que trabajaba siempre a cubierto, en el aprisco, pero tanta agua le minaba la moral y trabajaba mucho más despacio. Desde su llegada a la granja de Sainte-Tulle, a media mañana, sólo había hecho ciento veintitrés ovejas. Los animales estaban muy nerviosos. Todavía faltaba el doble por castrar.
Justin Lempereur no quería ayudar al castrador; no le gustaba ese trabajo y, además, estaba muy cansado. Había comido demasiado en la cena de la víspera: no digería mi fricasé de hígado de ave. Así que había enviado a Gabriel al viejo pastor de la granja de al lado, un despojo humano apodado el Andrajoso, que renunció al trabajo al cabo de veinte minutos, con el pretexto de que una oveja de su rebaño tenía un parto difícil, lo que no era del todo falso.
—¿Parir en esta estación? —se extrañó Gabriel—. ¿No será más bien alguna enfermedad?
—No, es un cordero.
Era raro que Gabriel fallara en algo tan sencillo, pero de repente un joven macho empezó a echar sangre y a lanzar gritos de agonía. Su cosita chorreaba como un trozo de carne roja. El animal se tumbó sobre el costado con la mirada de los animales degollados. Tenía la sonrisa sarcástica de los corderos que van a morir.
Necesitaba hilo para parar la hemorragia y, tras comprobar que no le quedaba en su caja de herramientas, Gabriel corrió a la granja y golpeó la puerta con fuerza. Cuando le abrí, daba pena verlo. La ropa de trabajador del campo que llevaba estaba empapada, y la gorra que le cubría tenía el aspecto de una esponja llena de agua.
Era un joven más bien bajo con el pelo castaño, cuyos rizos me recordaron después al Apolo de Miguel Ángel. No entonces, claro, por culpa de la lluvia, que aplastaba todo bajo las gorras, incluso los cráneos.
Temo traicionar sus rasgos intentando describirlo. La belleza no se describe, se vive. En todo caso, podía saberse a primera vista que era alguien bueno, sensual y precavido. Sus labios húmedos y entreabiertos inspiraban tanto amor que sentí unas ganas inmediatas de besarle. Mi corazón estaba a punto de estallar, como un tomate en la huerta mordido por el sol en la apoteosis del verano.
Si hubiese sido una purista, me habría fijado en sus pies desmedidos o en su rostro, que parecía tallado con prisas por un ciego a golpe de hoz. Pero cuando lo tenías delante quedabas inmediatamente capturada por esos ojos castaños que te atravesaban. Aquello me cortó en dos, con una mezcla de vértigo, exaltación y pánico.
¿Y qué pinta tenía yo? No era más que un charco vergonzoso, me sentía despreciable con mi blusa desteñida a cuadros rojos, mis zuecos embarrados y mi bronceada tez de campesina. El amor no avisa, ni siquiera deja tiempo para arreglarse, yo no estaba a la altura de lo que se avecinaba.
—¡Necesito hilo! —exclamó—. ¡Necesito hilo ahora mismo!
Corrí hasta la lavandería sin preguntar por qué y volví con una bobina. Gabriel me contó después que en el momento en que la puse en su mano decidió que sería su mujer.
Yo todavía no había llegado a ese punto. No comprendía lo que me pasaba. Experimentaba sensaciones que desconocía. Mi corazón latía con fuerza. Mi boca se había secado y mis labios temblaban como si estuviesen llenos de gusanos. Me sentía como los judíos del Éxodo en el momento de la séptima plaga de Egipto (9, 24), cuando «fuego y granizo, mezclados, caían juntos» sobre ellos. Temblaba de frío y, al mismo tiempo, tenía tanto calor que todos los poros de mi piel se pusieron a sudar. Tenía ganas de gritar de alegría y, a la vez, de ir a acostarme. Me había enamorado.
Mientras ya corría con su bobina a ocuparse del cordero, le grité que si quería que le llevase vino caliente al aprisco.
—¡Me encantaría! —gritó sin darse la vuelta.
Minutos más tarde, salvado el cordero, fui a llevarle una jarra humeante con mano temblorosa:
—Con esto entrará en calor, señor.
—Llámeme Gabriel.
—Yo me llamo Rose.
Hubo un silencio. Él no sabía qué decir. Yo tampoco. Sentí que me invadía el pánico al pensar que la conversación podría acabarse así y que dejaría pasar el gran amor de mi vida.
—¡Menudo mes de junio! —dijo por fin—. Nunca se había visto nada igual.
—Tiene razón.
—Todavía me queda mucho trabajo, no podré terminarlo hoy. Dormiré aquí.
—¿En el aprisco? ¡Pero si apesta!
—No, también está lleno de buenos olores como la leche y la lana, huele a infancia.
—Tiene razón —repetí.
Me sentía patética, luchando por no desmayarme, sin aliento, con la mirada perdida. Me costó un gran esfuerzo tartamudear:
—¿Cenará con nosotros?
—Es lo previsto.
Me sentí feliz de que se quedara a comer y, al mismo tiempo, temía el instante en que descubriera que no era más que la criada. La que pelaba la verdura, la que esparcía el abono, el monstruo de las sobras, la que vaciaba los orinales y sacaba brillo al suelo, a los muebles, a los zapatos y al ego de sus patrones.
Yo no comía en la mesa familiar, sino en la cocina, una vez había terminado de servir.
—¡El segundo! —gritó Justin cuando, después del entrante, llegó el momento de pasar al plato fuerte.
—¿Viene ese plato o no? —gruñó Anaïs, harta de la lentitud del servicio.
Había preparado pollo a la crema de ajo y alcachofa, una receta que había inventado yo y, dicho sea de paso, mortal de necesidad. Tras servir a Gabriel y a los Lempereur, me quedé a esperar el veredicto con el corazón en un puño.
—No he comido nada tan bueno en toda mi vida —dijo Gabriel.
—Es verdad que está bueno —concedió Justin.
—Salvo que le falta sal —apuntó Anaïs.
A modo de recompensa, Justin me invitó a quedarme con ellos para escuchar a Gabriel hablar de su profesión. Me senté en un taburete, cerca de la ventana, y me bebí sus palabras embelesada. Debía de tener la misma expresión que la Teresa de Ávila en éxtasis, esculpida por Bernini, que vi un día en la capilla Cornaro de la iglesia Santa Maria della Vittoria en Roma, y que en mi opinión sigue siendo una de las más hermosas representaciones del amor en estado puro.