43. El crimen estaba firmado

PARÍS, 1943. Un año después, nada había cambiado salvo la muerte de mi gato Sultán, atropellado por un camión militar en la plaza del Trocadero. En mi ausencia, Paul Chassagnon, mi brazo derecho en el restaurante, había tomado las riendas de La Petite Provence, que iba tirando. Había pagado las facturas que yo había ido recibiendo en mi apartamento, donde, para mi gran sorpresa, no había una sola mota de polvo, ni en el aire ni sobre los muebles. A petición suya, mi asistenta, una virtuosa de la escoba, había continuado pasando por mi casa dos veces a la semana.

Al volver a París, sufrí durante varias semanas calambres en el estómago. A juzgar por los síntomas, eran del mismo tipo que los que atormentaban a Hitler y a Himmler. Con reflujos de bilis que me abordaban en medio de una frase y que tenía que tragarme, y que además me dejaban, a primera hora de la mañana, marcas oscuras en las comisuras de los labios. Mis píldoras de plantas no me hacían efecto alguno. Era una enfermedad metafísica.

Intenté curarla trabajando como una bestia en el restaurante o yendo a visitar las tumbas de los padres de Gabriel, muertos durante mi estancia en Alemania, en el cementerio de Cavaillon. No me había recuperado del verano del 42. Permanecía anclada a mi pasado y, como las viejas locas, hablaba sin parar con mis muertos: Gabriel, Édouard y Garance.

—Sé lo que queréis —les decía—. No vale la pena repetírmelo una y otra vez, lo haré.

—No nos olvides —suplicaba Gabriel.

—¡Pero si no pienso más que en vosotros!

Y en ese instante, Paul Chassagnon aparecía, con expresión interrogante y un cazo en la mano:

—¿Qué pasa, Rose? ¿Algún problema?

—No, nada —respondía, roja de vergüenza.

Un cliente del restaurante se preocupó una noche por mi estado: Jean-Paul Sartre, que había venido a cenar con Simone de Beauvoir. El filósofo había alzado su rostro hacia el mío y me había resoplado a la cara, junto con un fuerte olor a tabaco, café y alcohol:

—Debe descansar, querida. Está agotada, parece una muerta viviente. ¿Puedo hacer algo por usted?

Negué con la cabeza, aunque por ejemplo sí que habría hecho el amor con él, incluso a pesar de que había muchas cosas que me repugnaban de su persona, empezando por su voz, que parecía proceder de una fábrica de cuchillos. Pero me derretía ante sus enormes ojos húmedos y saltones, y desde mi regreso a París había sido la primera persona, aparte de Paul Chassagnon, que me había leído el corazón.

También Sartre estaba compungido. Estrenada semanas antes en el antiguo teatro Sarah-Bernhardt, «arianizado» bajo el nombre de teatro de la Cité, su obra Las moscas, con escenografía de Charles Dullin, había sido un fracaso.

Tras la guerra, la sociedad biempensante decretó que la obra de Sartre, aun autorizada por la puntillosa censura alemana, era un acto de resistencia, cosa que nunca pudo probarse, al contrario que las buenas relaciones de Dullin con el ocupante y el apoyo al espectáculo por parte de La Gerbe o Pariser Zeitung, dos periódicos nazis. Sin mencionar la pequeña fiesta en la que, tras la representación de Las moscas, el autor había brindado, en compañía de Beauvoir, con varios oficiales alemanes como los Sonderführer Baumann, Lucht y Rademacher.

Por suerte, no hubo ningún fotógrafo que inmortalizara la escena: Jean-Paul Sartre bebiendo champán con los nazis. Aquello no impidió al filósofo participar, tras la Liberación, en el comité de depuración, mientras Sacha Guitry, partidario convencido de Pétain, es verdad, iba derecho a la cárcel por haber brindado con ellos.

Sartre era mejor de lo que se creía, mejor y peor. Le perdonaría todo, su astucia, sus mentiras, sus anatemas, por haberme dicho ese día, con tanta humanidad, posando su mano sobre mi brazo:

—Le vendría bien despejarse.

Tenía razón. Por culpa de la pérdida de mis hijos, estaba perdiendo el gusto por la vida, que, además, no valía gran cosa en aquella época. Resumiendo bien el estado de ánimo general, una canción de Charles Trenet me daba vueltas en la cabeza continuamente:

Que reste-t-il de nos amours?

Que reste-t-il de ces beaux jours?

Une photo, vieille photo de ma jeunesse.

Que reste-t-il des billets doux,

Des mois d’avril, des rendez-vous?3

Canturreaba tres versos en particular que me parecían haber sido escritos para mí:

Bonheur fané, cheveux au vent,

Baisers volés, rêves mouvants.

Que reste-t-il de tout cela?4

Estoy segura de que los canturreaba la mañana de otoño en la que me presenté en casa de Jean-André Lavisse, rue Auguste-Comte, cerca del Jardín de Luxemburgo. El cielo era como una cascada que nos aplastaba con agua gris y hojas muertas.

Me dirigía a mi cita con una alegría premonitoria. Tras haberlo dudado mucho tiempo, terminé llegando a la conclusión de que sólo la venganza podría curar mi dolor de estómago. La venganza lo cura todo.

Aunque la venganza viole el código civil y los preceptos religiosos, es un placer del que me parece estúpido privarme. Cuando se consuma procura, como el amor, un alivio interior. A decir verdad, es la mejor forma de encontrarse en paz con una misma y con el mundo.

No voy a oponerme a los que pretenden que el perdón es la mejor de las venganzas, pero es una fórmula que surge fundamentalmente de la moral o de la filosofía. En la práctica, sólo puede actuar como venganza abstracta, porque no repara nada.

Para que resulte curativa es necesario que la venganza sea física y concreta. Es su crueldad lo que nos permite cerrar las heridas y aliviarnos largo tiempo.

Contrariamente a la mayoría de los sentimientos, la venganza no languidece con el tiempo. Antes bien, se vuelve cada vez más estimulante. Al llamar a la puerta de Jean-André Lavisse, estaba pues muy excitada. No me abrió él, sino una pobre chica de espalda curvada que, a juzgar por su acento y sus maneras, había sido arrancada hacía poco de su provincia natal. Me presenté con un nombre falso, Justine Fourmont, y ella me condujo, por un laberinto de pasillos, hasta el despacho de su amo.

No me lo había imaginado así. Un efebo que rozaba el hermafroditismo, con cara de vieja, un mechón rebelde y aspecto de haberse emborrachado con vinagre. Estaba trabajando en su despacho, en bata, en medio de miles de libros. Los había por todas partes, en los estantes de las librerías, por supuesto, pero también en el suelo, donde formaban acantilados en equilibrio inestable, algunos de los cuales ya se habían derrumbado.

Tras pedirme que me sentara, Jean-André Lavisse me preguntó por qué quería escribir su biografía.

—Porque lo admiro —respondí sin dudarlo.

—Una biografía es lo peor que le puede pasar a alguien. Yo llamo a eso los gusanos de arriba en contraposición a los gusanos de abajo, que nos devoran en el ataúd.

Sonrió tontamente y yo hice lo mismo antes de proseguir.

—Me encantan sus novelas. Están muy por encima de lo que se puede encontrar en la literatura contemporánea. Sólo lamento una cosa, que haya escrito usted tan pocas.

—Mi actividad periodística me ocupa demasiado tiempo, afecta a mi obra.

El trato con ellos me había enseñado lo que había que decir a los escritores, sobre todo cuando también eran periodistas. Sólo bajan a la tierra si se les habla de sus libros. Fingí poner en la cima de la literatura Un amor incierto y El ascenso matinal, sus dos últimas creaciones, que habían conocido cierto éxito.

—Nadie habla tan bien del amor —precisé—. Aparte de Stendhal.

—Acepto la comparación.

La vanidad de los escritores ofrece una idea de lo infinito. Tieso como una estatua, Jean-André Lavisse saboreó mi cumplido hasta el siguiente, que provocó en él cierto pavoneo y un ligero vaivén.

—Toda su obra demuestra que conoce a las mujeres y que sabe amarlas.

—Saben devolvérmelo, permítame que le diga.

Lo miré con ojos fascinados y labios entreabiertos, con la expresión de la Virgen rogando al Todopoderoso, y mi táctica funcionó inmediatamente. Jean-André Lavisse se levantó, cogió uno de sus libros de la biblioteca y después, tras buscar una página, se acercó a mí mientras leía en voz alta algunas máximas de su gran éxito, Pensamientos de amor, publicado cinco años antes:

«El amor hace morir a los hombres y nacer a las mujeres».

«La única resistencia posible contra el amor es la fuga.»

«El amor es una enfermedad que sólo la muerte puede curar.»

«Incluso con el paso de los años, hay algo que el amor no consigue comprender: que no es eterno.»

Se mantenía en una postura extraña, la cadera hacia delante y la cabeza hacia atrás, con la pose del gran escritor que vislumbra su posteridad. En cuanto estuvo a mi alcance, utilizando mis rudimentos de krav maga, me incorporé y le di un golpe seco en la glotis, como me había enseñado Hans, mi amigo de las SS, en Berlín. Habría podido meterle los dedos en los ojos o golpearle los genitales pero, como era sólo una débil mujer, preferí el método más expeditivo y por tanto el menos arriesgado.

Jean-André Lavisse se derrumbó y se puso a patalear en el suelo como un animal agonizante. Le costaba respirar y se agarraba el cuello con ambas manos. Su rostro se puso rojo ladrillo. Se ahogaba.

No quería matar a Jean-André Lavisse; en todo caso, no todavía. Me arrodillé y me incliné sobre él con expresión compasiva:

—¿Está usted bien, señor?

A modo de respuesta, lanzó un torrente de palabras y espumarajos del que no comprendí nada. Murmuré:

—Me ha quitado usted lo que más amaba, estimado señor, a Gabriel Beaucaire y a mis hijos. Nadie podrá ya devolvérmelos. Sólo me sentiré mejor haciéndole sufrir: es la única forma que tengo de aliviarme un poco.

Saqué una Biblia del bolso de mano y le leí algunas líneas del Deuteronomio:

—«El Señor te castigará con úlceras, como las de Egipto; y castigará con sarna y con un picor incurable la parte del cuerpo por la que la naturaleza expulsa lo que ha quedado de alimento» —me levanté y comenté—: La Biblia está llena de maldiciones de este tipo: es fascinante.

Su rostro se había vuelto violeta: apenas respiraba y abría mucho la boca como un pez fuera del agua.

—No se preocupe —dije arrodillándome—. Seré menos cruel que el Señor.

Había pensado en derramarle el contenido de un frasco de ácido clorhídrico en el trasero, para respetar la letra de la Biblia, pero no, era demasiado estúpido y complicado. Le di un segundo golpe en la garganta con la mano, y después un tercero, y Jean-André Lavisse murió.

De pronto, escuché un grito ridículo a mi espalda. Era la sirvienta:

—¡Socorrooo! ¡Asesinaaa!

Se precipitó sobre mí ladrando, babeando y mordiéndome. Era como si me atacase un perro rabioso. Así alertó a todo el vecindario, y cuando oí ruidos de pasos en el pasillo que llevaba al despacho, me levanté y salí corriendo, derribando por el camino a un joven, sin duda el hijo de Lavisse, que corría hacia él. Después hice caer a una mujer con cara de bulldog que, lo supe después, era su segunda esposa, con la que se había casado un mes después de la muerte de la anterior.

Se agarró a mis piernas. Le di varias patadas en la cara y al final me soltó lanzando un gruñido.

Corrí a toda prisa en dirección al Jardín de Luxemburgo. Me sentía ahogada. No era normal tras el crimen, que debía aliviarme. Culpé de esa sensación a los árboles desnudos que formaban hileras de ramas muertas contra las que se desgarraba el viento. El decorado de un asesinato.

En la rue Vaugirard empecé a sudar. Comprendí por qué cuando llegué a la altura de la iglesia de Saint-Sulpice: había olvidado mi Biblia en casa de Jean-André Lavisse y, de golpe, había firmado mi crimen.

Sobre la guarda estaba escrito:

A mi Rose querida

por su quince cumpleaños,

con todo el amor del mundo.

Emma Lempereur

Decidí marcharme inmediatamente a la zona libre, a Marsella, desde donde me expatriaría a los Estados Unidos. Ya había vivido mucho, pero sólo tenía treinta y seis años. Nada me impediría rehacer mi vida.