6. Bienvenida al «pequeño harén»
TREBISONDA, 1915. Salim Bey me llevó a su casa al caer la tarde. Reinaba una gran agitación en las calles de Trebisonda. Se diría que todo el mundo se estaba mudando.
Nos cruzamos con una vieja que luchaba con un pequeño platero demasiado pesado para ella, hasta el punto de que se detenía cada dos pasos para recuperar el aliento; una pareja que cargaba un ropero, seguida de sus cinco hijos con una cama, una mesa y sillas; un joven que acarreaba un batiburrillo de sábanas, alfombras, estatuas y juguetes para niños. Era la primera vez que me enfrentaba al repugnante rostro de la avidez humana, la espalda doblada, la boca torcida y la mirada huidiza o, en algunos casos, exaltada.
Semanas antes, mi nuevo amo no era más que un profesor modesto y famélico que impartía clases de Historia en la escuela coránica, donde sus alumnos, por lo visto, no le respetaban. Desde que se había convertido, un mes antes, en una de las eminencias del Comité de Unión y Progreso, había ganado sus buenos quince kilos y bastante seguridad. Alto, de mirada dulce que contrastaba con un mentón autoritario, resultaba imponente.
A mí me parecía guapo, y le sujetaba la mano con orgullo como si fuera hija suya durante el trayecto hasta su casa. Si me pongo exigente, la proliferación de pequeñas verrugas alrededor de sus ojos hubiese podido molestar a los puristas, pero la belleza necesita defectos para mostrar su esplendor.
Vivía en una casa de piedra en la cima de una pequeña colina que dominaba la ciudad, al fondo de un frondoso parque poblado de datileras, naranjos, laureles cerezos y árboles del paraíso, de bustos rojizos y cabellos de plata. Años después me enteré de que era la antigua propiedad del joyero más importante de Trebisonda. Un armenio que, dos días antes, había sido «deportado» a un bosque, a cinco kilómetros de la ciudad, para ser abatido junto a varios de sus congéneres. Salim Bey se lo había comprado por una miseria a su mujer antes de que ella misma fuese «deportada» al fondo del mar, junto con sus cuatro hijos.
Me condujo hasta una gran habitación, en el primer piso, donde seis chicas mayores que yo estaban cenando. Sopa de col lombarda y judías. Rechacé el plato hondo que me ofreció una mujer desdentada y de labios leporinos, Fátima, que oficiaba a la vez de guardiana, confidente y niñera. No hablaba mucho, pero sus ojos decían que estaba de nuestra parte. La quise desde el primer momento.
Me dio una caja metálica para mi salamandra. Aunque mi batracio debía plegar su cola para meterse dentro, se sintió cómoda inmediatamente y aún más cuando, por la noche, después del baño, le ponía tierra para que pudiese acurrucarse debajo.
Fátima me aconsejó alimentar a la salamandra con insectos o lombrices, cosa que hice los días siguientes, añadiendo a su dieta babosas y minúsculos caracoles, que le encantaban. Sin olvidar las arañas y las mariposas nocturnas.
Después, Fátima me advirtió sobre el líquido venenoso llamado, lo supe más tarde, samandarin, que podía segregar la piel de la salamandra cuando se sentía en peligro. Pero nunca me pasó nada al manipularla, así que es fácil pensar que se sentía segura conmigo.
Hice unos agujeros en la tapa para que pudiese respirar y le di un nombre: Teo, diminutivo de Teodora Comnena, la princesa cristiana de Trebisonda cuya belleza celebra la posteridad desde el siglo XV.
Mi caja con la salamandra me acompañaba a todas partes, hasta al retrete. No podía estar sin Teo: era a la vez mi tierra, mi familia, mi consciencia y mi álter ego. Me sermoneaba a menudo y yo no me privaba de responderle. Teníamos mucho tiempo para hablar.
En casa de Salim Bey el trabajo no era muy duro. No soportaba los versículos del Corán con los que nos castigaba los oídos, ni el resto, pero no me atrevería a quejarme cuando pienso en los niños que fueron envenenados en el hospital de Trebisonda por el doctor Ali Saib, inspector de servicios sanitarios, y en los demás, encadenados en grupos de doce o catorce, arrastrados junto a sus madres y abuelos a marchas forzadas en dirección a Alepo para morir por el camino de sed, de inanición, o por los golpes de los guardias. Por no hablar de los que fueron embarcados y arrojados al mar.
Varias noches por semana Salim Bey y sus amigos, generalmente compañeros de su partido, venían a apropiarse de los cuerpos de lo que él llamaba el «pequeño harén». Sé que aquello no resultaba agradable para mis compañeras, que pasaban de uno a otro para que las penetrasen de todas las formas posibles varias veces por noche. Las obligaban a entregarse, sudando y jadeando, hasta altas horas de la madrugada. Eran simple ganado de mirada muerta, al menos al día siguiente. Y también harpías. Me odiaban por el tratamiento particular al que me daba derecho mi edad: yo estaba reservada para el amo, cuyas costumbres no eran lo suficientemente perversas como para obligarme a tal trato. Él esperaba de mí cosas más sencillas. «Mimos», como decía Fátima, que me enseñó ese arte que también es una ciencia.
—Ten cuidado con los dientes —repetía—. Concéntrate en que pasen desapercibidos. Los hombres detestan que los arañen o los mordisqueen. Debes trabajar sólo con tus labios y tu lengua para chupar, lamer y aspirar con toda la pasión de la que seas capaz: así es como le harás feliz.
Él me llevaba a su despacho, se sentaba en un sillón de piel, me pedía que me arrodillase, que pusiese la cabeza entre sus muslos, y después se abría la bragueta para extraer su aparato al tiempo que se relamía. Su deseo subía paulatinamente, sus gemidos se transformaban en gruñidos... les ahorro el resto.
Mientras le excitaba, en mi fuero interno profería toda clase de insultos: especialmente salak («gilipollas» en turco) o kounem qez («que te jodan» en armenio). Aunque no pudiese, por causa justificada, leer sus pensamientos en su mirada, estoy segura de que era consciente de que me estaba haciendo daño. Pero al mismo tiempo me hacía mucho bien. Fue él quien, gracias a esas sesiones, alimentó esta violencia que habita dentro de mí y que me ha permitido sobrevivir.