5. La princesa de Trebisonda

MAR NEGRO, 1915. Una se acostumbra a todo. Incluso al detrito. Habría podido quedarme días enteros sin hacer nada dentro del montón de estiércol si la orina de oveja no me hubiera transformado, de la cabeza a los pies, en un picor con patas. Pasado un rato, habría podido descubrirme sólo para poder tener el gusto de rascarme.

Pero tenía prohibido moverme. Antes de salir, Mustafá me había avisado: por muy torpes que fuesen, los asesinos del Estado comprobarían inmediatamente lo que había dentro del montón de estiércol si se movía aunque fuese un poco; enseguida se escapa un bayonetazo y, a veces, no perdona. Mi último deseo era poner su vida, y la mía, en peligro, y menos aún desde que me pareció inevitable, después de aquel episodio, que nos casáramos. Estaba escrito.

En un momento dado, la carreta dejó el camino y se detuvo. Pensé que el picor se aliviaría, pero nada. Ahora que los baches habían dejado de sacudir mi ataúd de heces, me daba la impresión de que se introducían en mi cuerpo para mezclarse con él, y aumentaba en mí la sensación de estar pudriéndome viva.

Como la carreta seguía parada, decidí aventurarme fuera del estiércol. No de golpe, por supuesto. Lo hice lentamente, como una mariposa saliendo de su crisálida, una mariposa repugnante cubierta de mierda. Era de noche y el cielo estrellado bañaba la tierra con esa mezcla de luz y silencio que yo consideraba el modo en que se expresaba el Señor aquí abajo, al que añadiría más tarde la música de Bach, Mozart o Mendelssohn, que me parece escrita por Él mismo a través de intermediarios.

La mula había desaparecido y, aparentemente, Mustafá también. Sólo cuando bajé de la carreta lo descubrí a la luz de la luna: tendido en toda su extensión en la cuneta, en medio de un gran charco de sangre, con los brazos en cruz y degollado.

Le besé la frente y luego la boca antes de comenzar a sollozar sobre su cara, que tenía la expresión de aquellos que mueren por sorpresa. No me figuraba que pudiera tener tantas lágrimas dentro de mí misma.

Pensé que unos gendarmes turcos como los que se habían llevado a mi familia habrían detenido a Mustafá en un control y que les habría contestado mal. Era su estilo. A menos que hubiesen tomado a ese moreno peludo por el armenio que quizás era sin saberlo.

Mi pena llegó a su punto más alto cuando me di cuenta de que no tendría más derecho que papá a una sepultura decente y acabaría desgarrado por los mordiscos babosos de los perros de apestosas fauces que se estaban dando un festín desde la víspera en la región. Era imposible enterrarlo: además de la mula, sus asesinos habían robado también la pala y la horca que llevaba en la carreta.

Después de alejar su cuerpo de la carretera y cubrirlo de hierba, corrí un largo trecho a través de los campos hasta el mar Negro, en el que me sumergí para lavarme. Era verano y el agua estaba templada. Me quedé dentro hasta el amanecer frotándome y limpiándome.

Cuando salí del mar, me pareció que seguía apestando a estiércol, a muerte y a desgracia. Caminé durante horas y el olor no dejó de seguirme, un olor con el que volví a encontrarme por la tarde, escondida a la orilla del río, cuando descubrí que arrastraba carroña humana.

Ese olor no me ha abandonado nunca, e incluso cuando salgo del baño me siento sucia. Tanto por dentro como por fuera. Es lo que se llama la culpabilidad del superviviente. Sólo que, en mi caso, existían circunstancias agravantes: en lugar de pensar en los míos y rezar por ellos, me pasé las horas que siguieron llenándome el estómago. Estoy segura de que nunca he comido tanto en mi vida. Sobre todo albaricoques. Antes de caer la noche, tenía la tripa de una mujer preñada.

Los psicólogos dirán que era una forma de matar mi angustia. Me gustaría que tuviesen razón, pero tengo la impresión de que mi amor por la vida fue, como siempre lo ha sido, más fuerte que todo lo demás, la tragedia que había golpeado a los míos y el miedo a morir a mi vez. Soy como esas flores indestructibles que echan raíces en muros de cemento.

De todos los sentimientos que se agolpaban en mi interior, el odio era el único al que no dominaba ese impulso vital, sin duda porque se confundían: quería vivir para vengarme algún día, es una ambición tan buena como las demás y, a juzgar por mi edad, me ha servido de mucho.

Esa tarde encontré al ser que cambiaría mi destino y que me acompañaría en cada instante de los años siguientes. Mi amiga, mi hermana, mi confidente. Si nuestros caminos no se hubiesen cruzado, quizás habría acabado muriendo, roída sin piedad tanto por el resentimiento como por los piojos.

Era una salamandra. La había pisado. Las manchas amarillas de su cuerpo eran particularmente brillantes, y deduje que debía de ser muy joven. Nos comprendimos desde la primera vez que nos miramos. Después de lo que yo le acababa de hacer, jadeaba con fuerza y leí en sus ojos que me necesitaba. Y yo la necesitaba también.

Cerré mi mano sobre su cuerpecito y continué avanzando. El sol estaba todavía alto en el cielo cuando me tumbé a los pies de un árbol. Excavé un agujero en la tierra para meter la salamandra y puse una piedra encima, después me dejé llevar por el sueño.

—¡Levántate!

Me despertó un gendarme a caballo. Un bigotudo con cara de cerdo, pero un cerdo estúpido y pagado de sí mismo, lo que es más raro en esa especie que en la nuestra.

—¿Eres armenia? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—¡Eres armenia! —exclamó, con la expresión de seguridad de los imbéciles cuando se hacen los enterados.

Me dijo que una granjera turca me había sorprendido robando albaricoques en su huerto. Sentí ganas de echar a correr con todas mis fuerzas, pero lo pensé mejor. Estaba amenazándome con su arma y era de los que la utilizaban, se podía ver en sus ojos vacíos.

—Soy turca —intenté—, ¡Allah akbar!

Se encogió de hombros.

—Entonces, recítame el primer verso del Corán.

—Todavía no me lo he aprendido.

—¿Ves como eres armenia?

El gendarme me ordenó montar delante de él, sobre su caballo, lo que hice tras haber recuperado mi salamandra, y así nos dirigimos, al trote, hasta la sede del CUP, el Comité de Unión y Progreso. Al llegar delante, gritó:

—¡Salim Bey, tengo un regalo para ti!

Cuando salió un tipo sonriente, con los dientes muy separados, que debía de responder a ese nombre, el gendarme me tiró a sus pies diciendo:

—¡Mira lo que te he traído! No estaba bromeando, ¿verdad? Que Dios te proteja: ¡una auténtica princesa!

Ese día supe que era hermosa. Me dije que sería mejor no serlo durante mucho tiempo: ahora que Mustafá estaba muerto, no servía de nada y, además, supuse que aquello no me traería más que problemas.