3. La hija del cerezo

MAR NEGRO, 1907. Nací en un árbol, un 18 de julio, siete años después del nacimiento del siglo, lo que en principio habría tenido que darme suerte. Un cerezo centenario con ramas como brazos gruesos y cansados. Era día de mercado. Papá había ido a vender sus naranjas y verduras a Trebisonda, la antigua capital del imperio del mismo nombre, al borde del mar Negro, a pocos kilómetros de nuestra casa: Kovata, capital de la pera y orinal del mundo.

Antes de ir a la ciudad, había avisado a mi madre de que no creía que pudiera regresar a casa esa noche. Aquello le disgustaba porque mamá parecía estar a punto de dar a luz, pero no tenía elección: debía hacer que le arrancaran una muela picada e ir a casa de uno de sus tíos para recuperar el dinero que le debía; con toda probabilidad se le haría de noche y los caminos no eran seguros tras la puesta de sol.

Creo que también tenía planeado ir a beber con unos amigos, pero tampoco tenía razones para inquietarse. Mamá era como esas ovejas que paren mientras continúan paciendo. Apenas dejan un instante de ramonear y rumiar para amamantar al cordero que acaba de caer por detrás. Cuando dan a luz, se diría que están haciendo sus necesidades, es más, se diría que esto último les resulta más trabajoso.

Mi madre era una mujer robusta de pesada osamenta y caderas lo suficientemente anchas como para derramar batallones de niños. Para ella los partos eran como abrir un grifo y apenas duraban unos segundos, tras los cuales mamá, aliviada, retomaba sus actividades. A sus veintiocho años ya tenía cuatro hijos, sin contar los dos que habían muerto a temprana edad.

El día de mi nacimiento, los tres personajes que iban a arrasar la humanidad ya estaban en este mundo: Hitler tenía dieciocho años, Stalin, veintiocho, y Mao, trece. Había caído en el siglo equivocado: el suyo.

Caer es el término correcto. Uno de los gatos de la casa se había subido al cerezo y no conseguía bajar. Colgado de una rama rota, se pasó todo el día maullando de miedo. Poco antes de ponerse el sol, cuando mi madre comprendió que mi padre no volvería ese día, decidió ir a recogerlo.

La leyenda familiar cuenta que mi madre sintió la primera contracción al subirse al árbol y estirar el brazo para agarrar al gato. Agarró al animal por la piel del cuello, lo soltó en una rama más baja y, presa de un presentimiento, se tumbó de pronto en un recoveco del cerezo, en la intersección de las ramas. Así fue como llegué al mundo: rodando hasta el suelo.

Lo cierto es que, antes de caer, también fui expulsada del vientre de mi madre. Igual que si se hubiese cagado o tirado un pedo. Salvo que mamá me acarició y aduló de inmediato: era una mujer que rebosaba amor, incluso para sus hijas.

Perdónenme esta imagen, pero es la primera que me viene a la cabeza y no puedo evitarla: la mirada maternal era como un sol que nos iluminaba a todos; calentaba nuestros inviernos. Había, en el rostro de mamá, la misma expresión de dulzura de la Virgen dorada que estaba sentada en el trono sobre su altar en la pequeña iglesia de Kovata. La expresión de todas las madres del mundo ante sus hijos.

Gracias a mamá, mis ocho primeros años fueron los más felices de mi vida. Ella velaba para que no pasara nada malo en casa y, salvo las estaciones, nunca pasaba nada. Ni gritos, ni dramas, ni siquiera lutos. A riesgo de parecer boba, lo que sin duda es mi auténtica naturaleza, diría que eso es la felicidad: cuando los días se suceden en una especie de torpeza, el tiempo se alarga hasta el infinito, los acontecimientos se repiten sin sorpresas, todo el mundo se quiere y no hay gritos fuera o dentro de la casa cuando nos dormimos acurrucados junto al gato.

Tras la colina que se levantaba al lado de nuestra granja había una casita de piedra en la que vivía una familia musulmana. El padre, un individuo largo y delgado de cejas espesas como bigotes que sabía hacer de todo, ofrecía su trabajo por las granjas del lugar. Mientras su mujer y sus hijos cuidaban cabras y ovejas, él se dedicaba a trabajar por todos lados, incluida nuestra casa cuando papá estaba desbordado durante la cosecha.

Se llamaba Mehmed Ali Efendi. Creo recordar que era el mejor amigo de mi padre. Como no teníamos la misma religión, no pasábamos las fiestas juntos, pero nuestras familias se veían muchos domingos para compartir banquetes interminables, donde yo me comía con la mirada al pequeño Mustafá, uno de los hijos de nuestros vecinos, cuatro años mayor, que yo había decidido que un día sería mi marido y por el que tenía previsto convertirme al islam...

Tenía un cuerpo que soñaba estrechar contra mí, largas cejas y una mirada profunda que parecía en empatía con el mundo entero. Una belleza orgullosa y sombría, como las que se alimentan del sol.

Pensaba que podría pasarme el resto de la vida mirando a Mustafá, cosa que, desde mi punto de vista, es la mejor definición del amor, que mi larga experiencia desde entonces me ha enseñado que consiste en fundirse con el otro y no en recrearse en el espejo que te muestra.

Supe que ese amor era correspondido el día en que Mustafá me llevó al mar y me dio un brazalete de cobre antes de huir. Le llamé, pero no se dio la vuelta. Era como yo. Tenía miedo de lo que crecía en su interior.

De nuestra historia conservo un regusto extraño, el del beso que nunca nos dimos. Cuantos más años pasan, más crece ese pesar.

Casi un siglo más tarde, todavía llevo en mi brazo ese brazalete que hice agrandar y lo contemplo buscando palabras para escribir estas líneas. Es todo lo que queda de mi infancia, que la Historia, perra maldita, se ha tragado hasta el último hueso.

No sé bien cuándo comenzó con su mortal labor pero, durante el rezo de los viernes, los imanes lanzaban llamadas a luchar a muerte contra los armenios, después de que el jeque del islam, un barbudo sucio hasta la repugnancia, jefe espiritual de los musulmanes suníes, hubiese proclamado la yihad el 14 de noviembre de 1914. Ese día, con gran pompa, y en presencia de un grupo de solemnes bigotudos ante la mezquita Fatih, en el barrio histórico de Constantinopla, se dio la señal para la guerra santa.

Nosotros, los armenios, habíamos terminado acostumbrándonos, no íbamos a fastidiarnos la vida por esas idioteces. Sin embargo, semanas antes del genocidio de mi pueblo, había notado que el humor de papá se había ensombrecido: lo atribuía a su enfado con Mehmed, el padre de Mustafá, que ya no ponía los pies en casa.

Cuando pregunté a mamá por qué se habían dejado de hablar, meneó la cabeza con seriedad:

—Son cosas tan estúpidas que los niños no pueden entenderlas.

Un día, al caer la tarde, mientras caminaba por lo alto de la colina, oí la voz de mi padre. Me acerqué a él, por detrás y con precaución para no llamar su atención, y me agaché tras un matorral. Papá estaba solo, dando un discurso al mar que se agitaba ante él, con sus grandes brazos en alto:

—Mis queridísimas hermanas, mis queridísimos hermanos, os digo que somos vuestros amigos. Por supuesto comprendo que esto pueda sorprender, después de lo que nos habéis hecho sufrir, pero hemos decidido olvidarlo todo, sabedlo, antes de que entremos, unos y otros, en esa espiral infernal en la que la sangre llamará a la sangre, para gran desgracia de nuestras descendencias... —se interrumpió y, con gesto de impaciencia, pidió al mar que dejara de aplaudir para poder continuar. Pero como no obedecía, prosiguió gritando—: ¡He venido para deciros que queremos la paz y que no es demasiado tarde, nunca es demasiado tarde para tender la mano!

Se inclinó ante la marejada de aclamaciones marinas y después se secó la frente con la manga de la camisa, antes de tomar el camino a casa.

Lo seguí. En un momento dado, se detuvo en medio del camino y gritó:

—¡Gilipollas!

He pensado a menudo en aquella escena un poco ridícula. Papá preparándose para jugar un papel de pacificador político en el que, al mismo tiempo, no creía. Resumiendo, estaba perdiendo la chaveta.

Las noches siguientes mi padre hablaba en voz baja durante horas con mamá. A veces levantaba la voz. Desde la pequeña habitación que compartía con dos hermanas y mi gato, no oía bien lo que decía, pero me parecía que papá estaba harto de la tierra en general y de los turcos en particular.

Una vez, tanto mi padre como mi madre levantaron la voz y lo que escuché al otro lado de la pared me produjo un escalofrío en la espalda.

—Si de verdad crees lo que dices, Hagop —exclamó mamá—, ¡tenemos que marcharnos inmediatamente!

—Primero voy a darnos a todos una oportunidad proponiendo la paz, como hizo Cristo, pero no tengo muchas esperanzas. ¿Viste cómo terminó Cristo? Si no nos escuchan, no soy partidario de poner la otra mejilla. ¡No vamos a regalarles sin luchar todo lo que hemos tardado una vida en construir!

—¿Y si terminan matándonos, a nosotros y a los niños?

—Lucharemos, Vart.

—¿Con qué?

—¡Con todo lo que encontremos! —gritó papá—. ¡Fusiles, hachas, cuchillos, piedras!

Mamá gritó:

—¿Te das cuenta de lo que dices, Hagop? Si ponen en práctica sus amenazas, estamos condenados de antemano. ¡Marchémonos ahora que estamos a tiempo!

—No podría vivir en otro lado.

Hubo un largo silencio, y después gruñidos y suspiros, como si se estuviesen haciendo daño, pero no me inquieté, al contrario: cuando oía aquellos ruidos, salpicados a veces de risas y jolgorio, sabía que en realidad se estaban haciendo el bien.