25. Días despreocupados
PARÍS, 1938. Días después de que el artículo de L’Ami du peuple cambiara nuestras vidas, Adolf Hitler se anexionaba Austria. El tiempo justo de meter las tropas alemanas en el país natal del Führer, entre los aplausos de la población, y de que el Anschluss fuera decretado el 13 de marzo.
Mientras Hitler eructaba sus palabras victoriosas sobre el balcón del Hofburg, en la plaza de los Héroes de Viena, ante una muchedumbre enardecida, Himmler cerraba las fronteras dejando atrapadas a las ratas, los piojos, los judíos y todos los enemigos del régimen que pretendía erradicar de la faz de la tierra.
Ese acontecimiento no me afectó particularmente. Cuando Gabriel y yo hablábamos del nazismo, no llegábamos a inquietarnos. Berlín era un manantial de cultura del que soñábamos beber. La cultura alemana, en plena explosión creadora gracias a Thomas Mann o Bertolt Brecht, parecía protegerla de todos los males.
Estoy segura de no haber leído siquiera los periódicos que relataban las últimas tropelías de Hitler. Estaba tan confiada como desbordada. En el grueso libro de registro del restaurante donde anotaba todo he encontrado que, el día del Anschluss, recibía al diputado del distrito XVI, Édouard Frédéric-Dupont, que había reservado mesa para cuarenta personas. El gran defensor de las porteras, del que se decía que sería diputado hasta su muerte y luego senador.
Un personaje con cabeza de garfio, andares de ciempiés y mirada inquisidora. Le tenía en mucha estima y era un cliente asiduo de La Petite Provence. Si hacemos caso a la nota que figura en la parte inferior de la reserva, había pedido un único menú que incluía, como plato principal, mi inimitable brandada de ajo y patata. A mi edad, creo que ha llegado la hora de desvelar el secreto de mi receta: añado siempre un poco de guindilla al puré.
El 30 de septiembre de 1938, cuando se firmaron los acuerdos de Múnich que permitieron el desmantelamiento de Checoslovaquia en beneficio de la Alemania nazi, yo todavía tenía la cabeza en otra parte: era el cumpleaños de Garance y lo celebrábamos, como todos los años, en el restaurante, con mi inigualable suflé de cangrejo con salsa de langosta, que era su plato preferido. Todavía recuerdo que en la mesa de al lado estaba Yvette Guilbert, cenando con dos damas ancianas, y que cuando nuestra hija sopló las velas vino a cantarnos Madame Arthur:
Chacun voulait être aimé d’elle.
Chacun la courtisait, pourquoi
C’est que sans vraiment être belle
Elle avait un je-ne-sais-quoi.2
Mientras yo daba de comer sin parar en La Petite Provence, al otro lado del Rin se precipitaban los acontecimientos. No puedo decir qué estaba haciendo durante la Noche de los Cristales Rotos, entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, cuando se levantó la veda de la caza de judíos en toda Alemania. Seguramente no hacía el amor con Gabriel, pues el tema se había convertido en algo bastante raro. La hipótesis más probable es que yo estuviese intentando ahogar mi insomnio en vino de oporto.
A simple vista, ese gigantesco pogromo me atravesó sin tocarme. Tras esos incendios de sinagogas, esos pillajes de tiendas y esos treinta mil judíos detenidos, al menos hubiese debido inquietarme por Gabriel. Tanto más cuando incluso los judíos alemanes fueron condenados a vender por sumas ridículas todos sus bienes, casas, empresas u obras de arte, antes del 1 de enero del año siguiente. Tanto más cuando, además, se les prohibió ad vitam aeternam ir a la piscina, al cine, a conciertos, a museos, al colegio, tener teléfono o permiso de conducir.
Vivíamos despreocupadamente, y si Gabriel y yo hubiésemos tenido que morir por algo, habría sido por nuestros hijos o el restaurante. Como los tres iban bien, todo iba bien y en el mejor de los mundos, por utilizar una expresión estúpida. Mi marido la repetía una y otra vez, y cuando me veía deslomarme en la cocina me recomendaba la lectura de los grandes sabios de la Antigüedad, como Epicuro, del que citaba a menudo esta frase: «El que no sabe contentarse con poco no sabrá nunca contentarse con nada».
Un día, le molesté respondiéndole con otra cita de Epicuro que le dejó sin aliento durante un buen rato: «Apresurémonos a sucumbir a la tentación antes de que se aleje».
Yo sucumbí a ella una noche que Gabriel se había quedado en casa cuidando de los niños. Fue con uno de los directores de las galerías Félix Potin. Un mocetón con hombros de leñador que olía a cigarro puro y agua de colonia, el tipo de hombre hecho para interpretar el papel de Maupassant en el cine. Comía siempre solo y, en esos últimos tiempos, parecía esperar el momento en que, antes del final del servicio, yo saludaba a todos los clientes. Me había dado cuenta de que iba detrás de mí una semana antes, cuando había puesto su mano sobre la mía y había balbuceado algo que creí comprender y que preferí no hacerle repetir.
Esa noche el servicio había terminado antes que de costumbre, yo había mandado a casa al personal antes de medianoche, cuando no quedaba más que un cliente que, en la sala, cerca de la puerta, fantaseaba ante su copa de armañac: Gilbert Jeanson-Brossard, que es como se llamaba mi tentación.
Me senté a beber un vaso de armañac con él y lo apuré en la cocina, después de que me hubiese tomado de pie y por detrás, apoyada en la encimera. No era de los que trataban con suavidad a su montura, pero me gustó mucho y, cuando se apartó, solté:
—Gracias.
—La mujer no debe agradecer nada, sino el hombre, porque la mujer da, y el hombre no hace más que recibir.
—Si me lo permite, me temo que es justo lo contrario.
—No. Aunque sí lo sea físicamente, no lo es en la realidad, lo sabe usted bien.
La frente alta, los rasgos regulares y el cabello castaño, Gilbert Jeanson-Brossard era un hombre muy guapo. El mejor hecho de los que he estrechado entre mis brazos. Sus grandes manos de trabajador físico me excitaban. Sólo con sentirlas sobre mí, bajo la blusa, me ponían la piel de gallina.
Aparte de los caballos, los restaurantes parisinos o la Costa Azul donde iba todos los veranos, tres temas que no agotaba nunca, su conversación era más bien corta. Era todo lo contrario a un intelectual. Había en Gilbert Jeanson-Brossard algo de rudo y animal que me trasladaba lejos de la deferencia de Gabriel. En dos o tres ocasiones dejó en mi cuello mordeduras violetas que me confirmaron que mi marido había dejado de mirarme, incluso si me cuidé de esconderlas bajo fulares incoherentes con la estación.
Gilbert Jeanson-Brossard tomó por costumbre venir todos los jueves por la noche, el día libre que se tomaba mi marido para dedicarlo a nuestros hijos. También él estaba casado, y aunque me encontraba hermosa y siempre muy deseable, no me pedía nada más que una monta semanal que añadía placer a mi felicidad.