32. Mi peso en lágrimas
PARÍS, 1942. Al día siguiente de mi encuentro con Heinrich Himmler, llamaron a la puerta a las seis de la mañana. Una voz de falsete gritaba en la escalera: «¡Abra! ¡Policía!».
La voz pertenecía a un personaje bajito, provisto de una nariz y unos pies muy grandes, lo que era un buen augurio si es cierto que son proporcionales a la talla del órgano reproductor. A pesar del estado de penitencia sexual en el que languidecía desde hacía mucho tiempo, no sentí sin embargo ni la menor pizca de deseo.
El hombre me fusiló con la mirada, y después exclamó:
—¡Comisario Mespolet!
Era su forma de presentarse.
—¿Nos conocemos? —pregunté.
—Creo tener ese honor.
Apenas había cambiado desde nuestro último encuentro, en Manosque. Seguía teniendo la misma cara de momia, iluminada por una sonrisa descompuesta, coronando un cuerpo de polichinela. Sin olvidar su nariz mango de martillo.
Entraron en el piso cuatro policías para registrarlo todo. Iba a protestar, pero el comisario me enseñó la orden de registro y me preguntó con tono chillón:
—¿Sabe usted dónde se encuentra su marido?
—Ya no tengo contacto con él.
—Pero tienen ustedes hijos.
—Tampoco tengo ninguna noticia suya.
—Permítame que no la crea. Se ha dictado orden de arresto contra su marido, lo buscan todas las policías de Francia. Si se niega a cooperar con nosotros, podría acusarla de complicidad.
—No veo qué podría impedirme cooperar con usted. Sepa que Gabriel no se ha portado bien conmigo.
Había hecho café y le invité a una taza. Nos sentamos en la cocina mientras sus hombres vaciaban los cajones o movían armarios y cómodas con el fin de, me imagino, descubrir pasadizos secretos o accesos subterráneos que condujesen a las cavernas de Sion.
—¿Qué ha hecho ahora ese imbécil? —pregunté con falsa exasperación.
Nos metía a Gabriel y a mí en el mismo saco, a juzgar por sus ojos acusadores, mientras enumeraba los cargos:
—Es un agente del extranjero que siempre ha querido hacerse pasar por un buen ciudadano francés. Un chantajista, un usurpador de identidades y un calumniador profesional que, en inmundos libelos, ha hecho mucho daño a gente importante de nuestro país.
—¿A quién en particular?
—La lista es larga...
El comisario Mespolet parecía agobiado. Suspiró y se bebió su café de un trago. Cuando volví a servirle, me las arreglé para dejar caer sobre sus hombros unos mechones de pelo, que en aquella época llevaba largo, acariciar su nuca con mi aliento y rozar mi brazo con el suyo. De repente se volvió más locuaz cuando volví a preguntarle los nombres de los demandantes:
—Primero está Jean-André Lavisse, un gran escritor y uno de los grandes periodistas de nuestra época, un hombre admirable que no haría daño a una mosca. Se dice que ingresará pronto en la Academia Francesa. Pues bien, merece estar allí desde hace mucho tiempo, créame. Nos hemos visto en varias ocasiones, resulta muy impresionante. Si todos los franceses fuesen como él, nuestro país no estaría como está, no nos habríamos derrumbado frente al ejército alemán. Tiene cultura, rigor, energía. Sin duda ha leído su libro, Pensamientos de amor...
Sacudí la cabeza con una mueca de disgusto. Se trataba de ese individuo que, en L’Ami du peuple, había empezado la campaña de prensa contra Gabriel.
—Debería, ese libro hace mucho bien —prosiguió Claude Mespolet—. En todo caso, la gran integridad de Jean-André Lavisse no impidió a su exmarido acusarlo de haber adquirido bienes judíos de forma ilícita. Esos supuestos trapicheos sólo existen en su cabeza de judío rencoroso. Pura y simple difamación, mi querida señora. Germaine, su mujer, no pudo soportar esos desenfrenos contra su esposo. Intentó suicidarse con gas y ahora tiene secuelas. Se comenta que no durará mucho.
—¡Qué horror! —exclamé.
—Un horror —confirmó—. Y figúrese que lo peor está por llegar. La señora Lavisse es la sobrina de Louis Darquier de Pellepoix, descendiente del astrónomo, que acaba de sustituir a ese inútil, debo decirlo, de Xavier Vallat, en la Comisaría General de Asuntos Judíos. Este hombre admirable, vástago de una gran familia francesa, es otra víctima de su exmarido, que escribió sobre él un librito monstruoso. Una sarta de mentiras y basura, en la que se habla de altas personalidades de nuestro país en términos que la decencia me prohíbe pronunciar; cuando pienso en ello se me hiela la sangre. El tipo de obras que atentan no sólo contra las buenas costumbres, sino también contra la seguridad del Estado.
De vez en cuando, me pasaba la lengua por los labios entreabiertos lanzándole miradas de admiración. Raros son los hombres que saben resistirse a la admiración de una mujer.
—Hay algo más grave —continuó el comisario—. Sabemos de buena fuente que su exmarido está escribiendo un libro del mismo calibre sobre el Mariscal, que tanto ha sacrificado por Francia.
—¡Qué horror! —exclamé—. ¿Por qué hace eso, caramba?
—Es un perverso, un judío perverso que se deja guiar por sus viles instintos. Hay que ponerlo a buen recaudo para que deje de hacer daño, por su propio interés. Por esa razón debe usted ayudarme a localizarlo.
—Haré todo lo posible, se lo prometo.
Me tendió su mano derecha para que la estrechase, cosa que hice.
—Ayúdeme. Es vital. Por el Mariscal. Por Francia.
Sentía que su mano pronto cogería la mía y se la dejé ofrecida, sobre la mesa. En ese momento, uno de los cuatro agentes entró en la cocina:
—No hemos encontrado nada, señor comisario.
Claude Mespolet se levantó lentamente, y volvió a sentarse:
—¿Han dejado todo recogido como estaba?
—Lo cierto es que no... no es ésa la idea cuando se realiza un registro, ¿sabe?
—Quiero que dejen este piso en el estado en que lo encontraron. ¿Comprendido?
—Considérelo hecho.
Aunque el comisario Mespolet tenía tendencia a la irresolución, conseguí mi propósito: cuando por fin puso su mano sobre la mía, me invitó a cenar al día siguiente.
—A las seis y media en mi restaurante —respondí—, será más práctico. Lo siento, pero nunca puedo ni antes ni después: estoy en la cocina.
—Su hora será siempre mi hora.
Empezaba a atraerme de verdad. Me gustaba la perspectiva de destruirme arrastrándome por el fango junto a él. En el quicio de la puerta, le susurré al oído:
—Es usted mi reencuentro más hermoso desde hace mucho tiempo.
No enrojeció, pero sus ojos parpadearon enloquecidamente.
Cuando se marcharon, me vestí rápidamente y, después de comprobar que no me seguían, fui a prevenir a Gabriel del peligro que corría. Tras la puerta de su nuevo piso de la rue La Fayette, 68, los niños reían a carcajadas: les estaba ofreciendo un espectáculo de marionetas.
Le resumí mi conversación con el comisario Mespolet, y Gabriel me dijo que no había que ponerse nervioso. Estaba todo organizado para que él y los niños pasasen a zona libre; no cambiaría sus planes y se quedaría en París hasta mi cumpleaños para marcharse al día siguiente.
Cuando les dije adiós, los niños se abrazaron a mis piernas. Me costó mucho contenerme cuando Édouard exclamó:
—Mamá, quédate un poco con nosotros, ¡no queremos que te vayas!
Pero en cuanto cerré la puerta me puse a sollozar. Creo que, ese día, lloré mi peso en lágrimas.