24. El judío que se ignoraba

PARÍS, 1938. Sucede con frecuencia que, cuando se ha sido feliz, nos damos cuenta demasiado tarde. Yo nunca tuve ese defecto. Aproveché tanto como pude los cinco años que siguieron y no tengo nada que decir de ellos, salvo que fueron hermosos. Hasta el drama que cambiaría nuestra vida, cuando un periódico acusó a Gabriel de ser judío.

Como decía el autor del artículo, había judíos por todas partes, no sólo en la banca o en la prensa, sino también «entre el pueblo, donde se les ha permitido integrarse» cambiando sus patronímicos.

Todo comenzó con el Imperio austrohúngaro. Para acabar con la práctica de los judíos de darse sobrenombres hereditarios, se les atribuyeron, voluntariamente o a la fuerza, patronímicos germánicos que, a menudo, sonaban bien, como Morgenstern (estrella de la mañana), Schoenberg (bella montaña), Freudenberg (monte de la alegría), así como nombres de ciudades: Bernheim, Brunschwig, Weil o Worms.

En Francia, el decreto napoleónico del 20 de julio de 1808 dio derecho a los funcionarios del estado civil a elegir ellos mismos el apellido de los inmigrantes judíos. Algunos fueron llamados arbitrariamente Anus, que ellos transformaron más tarde en Agnus. A otros se les atribuyeron, como en el otro lado del Rin, nombres de ciudades o pueblos: Caen, Carcassonne, Millau o Morhange.

Del mismo modo, el nombre de Picard no tiene relación forzosa con la Picardía. Se trata en muchos casos de una traducción libre de Bickert o Bickhard. Ese patronímico forma parte de los que, como Lambert o Bernard, versión francesa de Baer, pueden prestarse a confusión. Como escribió un día el tío Alfred, «los judíos se esconden por todas partes, incluso detrás de apellidos franceses».

A finales de los años treinta, ciertos autores célebres empezaron, a instancias de Henry Coston, a acorralar judíos en las trincheras patronímicas bajo las que se escondían. Hacían salir de su agujero a los Cavaillon, Lunel, Bédarrides o Beaucaire.

Nuestra desgracia fue que Gabriel se llamase precisamente Beaucaire. El 8 de enero de 1938 un artículo de Jean-André Lavisse en L’Ami du peuple, panfleto que durante mucho tiempo tuvo una tirada de un millón de ejemplares, denunciaba en primera plana y a tres cuartos de página en el interior los orígenes judíos de mi marido. Me caí de espaldas. Él también.

Bajo el titular «Búsquedas de judíos», el artículo, tan envenenado como informado, revelaba que Gabriel procedía, por rama paterna, de una larga estirpe judía, e incluía numerosos nombres y un árbol genealógico. Un trabajo aparentemente impecable que se remontaba hasta la llegada de sus ancestros a Francia, en 1815. Parecía una ficha policial.

L’Ami du peuple anunciaba que Gabriel preparaba a escondidas una hagiografía del «judío y calumniador del cristianismo Salomon Reinach». Lo acusaba también de haberse infiltrado «viciosamente» en los medios de extrema derecha por encargo de la LICA, la Liga Internacional Contra el Antisemitismo, y de estar en contacto con varios de sus dirigentes desde hacía mucho tiempo.

Según Jean-André Lavisse, Gabriel era un «indicador» que colaboraba con los servicios policiales del antiguo presidente del Consejo socialista Léon Blum, el «híbrido étnico y hermafrodita», a quien era cercano y para el que redactaba notas cuando no pasaba información de todo tipo a los enemigos de Francia, la LICA en primer lugar.

El periódico daba nombres y debo decir que conocía al menos uno, Jean-Pierre Blanchot, uno de los mejores amigos de Gabriel, quien me lo había presentado siempre como profesor de historia, pero nunca como lo que era: uno de los contactos obreros de la Liga.

El día de la publicación de L’Ami du peuple, Gabriel vino a verme de improviso a La Petite Provence. Yo estaba cascando huevos en un cazo de leche para preparar mi famoso flan de caramelo cuando entró en la cocina. Tenía el rostro descompuesto, y comprendí enseguida que la situación era grave. Cuando me explicó el problema, le pregunté:

—¿Sabías que eras judío?

—Claro que no. Nadie lo sabía en la familia. Si no, ¿crees que el tío Alfred, con lo antisemita que era, nos habría acogido como lo hizo?

—Hay algo en lo que no había pensado antes y que me intriga: tu nombre de pila. ¿No resulta extraño que tus padres te llamasen Gabriel?

—Hay muchos no judíos que se llaman Gabriel como el arcángel. Es un nombre que existe en el judaísmo, el cristianismo y el islam. Rose, yo sabía que eso te daba igual, pero de haberlo sabido, te habría dicho enseguida que era judío. ¿Dónde está el problema? ¿Y por quién me tomas?

Cuando le pregunté si había hecho doble juego con la extrema derecha, como aseguraban en L’Ami du peuple, Gabriel respondió con otra pregunta, cosa que hacía a menudo y que, según el tío Alfred, era una de las principales características de los judíos en sociedad:

—¿Me crees capaz de jugar un doble juego?

—La verdad, me extraña un poco... pero bueno, no te niego que lo hubiese preferido.

Gabriel no dijo nada más: simplemente me besó en la cara, en el lugar de costumbre, entre la sien y el ojo. Me atreví a creer que había interpretado de manera correcta el sentido de su gesto, pero no conseguí preguntarle, por temor a quedar decepcionada con su respuesta. Sobre todo, me sentía aturdida. Acababa de recibir una de las grandes lecciones de mi vida: nunca se llega a conocer a alguien, incluso si se vive con él.

Si había conseguido ocultarme sus verdaderas convicciones políticas, no estaba a salvo de otras sorpresas. Empecé a imaginar que Gabriel me engañaba. Mientras yo sudaba en mi cocina, nada le impedía poner su arte del disimulo al servicio de una doble vida sentimental, teniendo en cuenta además que, después de tantos años, sentía menguar su deseo.

Pasaba a la acción con menos frecuencia y, además, terminaba la tarea con mayor rapidez. Por las noches, mientras dormía a mi lado, fantaseaba sobre sus supuestas infidelidades, y en esas ensoñaciones le veía cabalgar a una de esas chicas fáciles que, en los cócteles, giraban a su alrededor comiéndoselo con los ojos.

Todavía podía soportar el espectáculo de sus agitaciones dentro de mi cráneo, pero no aguantaba ni los gruñidos ni los gritos de placer agónico en mi pensamiento. Esos suplicios nocturnos dejaban dentro de mí una especie de sopor atroz del que me costaba reponerme y que hacía que me levantara con cara de muerto viviente.

Cuanto más lo pensaba, menos dudaba de que tenía el perfil de marido adúltero. No me hablaba nunca de lo que hacía durante el día y además era como si no se sometiese a ningún tipo de horario. Trabajaba mucho, pero sólo cuando le parecía. Era, además, una persona de humor constante, lo que no era mi caso, y nunca olvidaba las pequeñas atenciones, como los ramos de flores, que sonrosaban mis mejillas y que nosotras las mujeres sabemos bien que permiten a los esposos volubles comprarse una buena conciencia por poco dinero. Sin embargo, la agencia Duluc Detectives de la rue du Louvre me confirmó, después de un mes de seguimiento, que Gabriel estaba inmaculado.

Tras las revelaciones de L’Ami du peuple, Gabriel se encontró de la noche a la mañana sin trabajo: antisemita para los judíos y judío para los antisemitas, estaba quemado en ambos bandos. Debo reconocer que fue sobre todo para tenerle vigilado por lo que acabé convenciéndole, no sin esfuerzo, de que trabajase conmigo.

Había traspasado el local de la rue des Saints-Pères para adquirir un nuevo restaurante, bastante más grande, que abrí semanas después, en la plaza del Trocadero, conservando el nombre de La Petite Provence. Allí fue donde Gabriel y yo nos convertimos, durante un tiempo, en los reyes de París junto a nuestro gato Sultán, que había comprado para que cazase ratones, tarea que cumplía con consumado arte y distinción sin igual.