38. El dossier Gabriel
BERLÍN, 1942. Una noche, Heinrich Himmler entró con un grueso dossier que me entregó solemnemente, sin decir palabra, cuando yo estaba en la cocina preparándole un fondant al chocolate. Me lavé las manos y leí, con el corazón desbocado, las notas que contenía, empezando por la más larga, firmada por Claude Mespolet.
INFORME AL PREFECTO DE POLICÍA
Gabriel Beaucaire es un individuo turbio que ha estado engañándonos durante más de quince años haciéndose pasar por un patriota que creía en los valores de nuestra civilización, mientras trabajaba a escondidas para los pontífices de las Doce Tribus y la diabólica Liga Contra el Antisemitismo. Sobrino político del llorado Alfred Bournissard, supo aprovechar las relaciones de su tío para infiltrarse en los medios nacionales.
El 11 de mayo de 1941 participó en la inauguración del Instituto de Estudios de Cuestiones Judías, en la rue de La Boétie, 21, donde no pintaba nada, al igual que el editor Gilbert Baudinière, al que el capitán Paul Sézille, futuro presidente del Instituto, se enfrentó violentamente, pues su nariz ganchuda era en efecto más que sospechosa.
El 5 de septiembre siguiente, Gabriel Beaucaire se infiltró entre las personalidades en la inauguración de la exposición «El judío y Francia» en el Palacio Berlitz, organizada por el Instituto de Estudios de Cuestiones Judías. Una exposición que, nunca se repetirá lo bastante, registró doscientas cincuenta mil visitas en París y cerca de cien mil en Burdeos y en Nancy. Bajo el seudónimo de Francis Aicard, publica un elogio en La Gerbe, en la que colabora con regularidad fingiendo llamarse realmente Frémicourt, lo que le permite hacerse pasar por un pariente del primer ministro de Justicia del Mariscal.
Aunque conserva apoyos incomprensibles en ciertos medios de la Revolución nacional, es un demostrado agente israelita, como lo atestiguan sus relaciones con los adoradores de Adonai que frecuenta o frecuentaba asiduamente en el entorno de la prensa, que ahora por fin se está arianizando. Tenía especial relación con los judíos Offenstadt, Boris, Berl, Cotnaréanu y Schreiber.
Los orígenes judíos de Gabriel Beaucaire están demostrados por la pertenencia de sus dos abuelos maternos, como muestra el documento adjunto, a la comunidad israelita de Cavaillon. Sin embargo, este impostor profesional rebate efusivamente todos los indicios que confirman su sangre judía. El gran periodista Jean-André Lavisse fue el primero en desenmascararle en un artículo del periódico L’Ami du peuple, artículo que este personaje desvergonzado se atrevió a denunciar.
Para continuar el proceso, que amenaza con alargarse, pedí un estudio en profundidad al profesor de antropología George Montandon, que, debo señalar, con su habitual abnegación no deseó ser remunerado. Lo adjunto al dossier y verá que no tiene discusión.
Tras una larga investigación, conseguimos por fin localizar a este peligroso individuo. Espero sus instrucciones. En ausencia de respuesta por su parte, lo haré detener mañana a primera hora.
ANÁLISIS DEL DOCTOR GEORGE MONTANDON, PROFESOR DE LA ESCUELA DE ANTROPOLOGÍA
Tras haber examinado a Gabriel Beaucaire, confirmo que es del tipo judíceo y que posee los caracteres más corrientes de esta raza:
—Nariz muy convexa con prominencia inferior en el tabique nasal.
—Labio inferior prominente.
—Ojos húmedos, poco hundidos en las órbitas.
—Hinchazón bastante pronunciada en las partes blandas del rostro, especialmente las mejillas.
Debo añadir otros rasgos que he enumerado en mi obra Cómo reconocer al judío:
—Hombros ligeramente encorvados.
—Caderas amplias y grasientas.
—Gesto ganchudo.
—Andar desgarbado.
Desde el punto de vista antropológico, este individuo es pues judío al 100%.
¿Qué entendía el profesor Montandon por «judíceo»? ¿Era una errata? ¿Una nueva denominación? Me hice la pregunta mientras, de pie a mi espalda, el Reichsführer-SS leía las hojas por encima de mi hombro, y sentía su aliento en mi cuello. De vez en cuando, lanzaba un suspiro para transmitirme su compasión.
Los otros documentos no tenían gran interés. Notas de búsqueda. Fichas de escuchas telefónicas. Informes policiales. Lo sobrevolé todo febrilmente, hasta que las lágrimas emborronaron mi visión. Dejé el dossier sobre la mesa de la cocina y me derrumbé sobre una silla donde estallé en sollozos y pregunté:
—¿Qué quiere decir esto? ¿Cree que nunca encontrará a Gabriel?
—No sé más que usted. No he podido sacar más de la estúpida policía francesa.
—¿Y los niños? —sollocé.
—Igual. He hecho todo lo posible, Rose. Hemos perdido su rastro.
Se sentó también y puso la mano sobre la mía.
—Sepa que estoy con usted. Con todo mi corazón.
Lloré con más fuerza aún, tosí y luego estornudé:
—Discúlpeme, Heinrich. Es demasiado duro.
Entonces ya le llamaba por su nombre de pila. Sólo habíamos intercambiado dos besos, el primero furtivo y el segundo algo más largo, pero sentía que pronto haríamos el amor: una fuerza me atraía hacia él, una fuerza llena de energía negativa, como un agujero negro.
Es cierto que, en aquella época, desconocía su cara más horrible. La Solución Final, decretada en la conferencia de Wannsee el 20 de enero del mismo año, estaba alcanzando su velocidad de crucero bajo su dirección. Pero debo decir, incluso si me invade la vergüenza escribiendo estas palabras, que su timidez me conmovía, así como el cansancio de su espíritu que tan a menudo, como a todos los débiles, le convertía en un quejica. Cuando no se quejaba de estar sobrepasado de trabajo, se lamentaba de las humillaciones que le hacía sufrir Hitler, que sólo tenía ojos para Goebbels.
Esa noche fue la de nuestro tercer beso, un beso ostentoso, mezclado con la mucosidad y las lágrimas que inundaban mi rostro hinchado, sembrado de manchas rojas o violáceas. Una forma de probarme que me amaba por y a pesar de todo. Incluso fea. Incluso destrozada por la pena.
Después, Heinrich bajó a la bodega a buscar una botella de Château-Latour 1934 que me presentó con orgullo antes de abrirla:
—Es el mejor año que conozco, junto a las cosechas de 1928 y 1929. Un vino bastante fuerte, con un gusto a nueces frescas, muy equilibrado.
Tras brindar, cuidando de mirarnos a los ojos para ahorrarnos los siete años de abstinencia sexual con los que se castiga a los transgresores, Heinrich suspiró:
—El único punto sobre el que estoy de acuerdo con la Biblia es cuando aconseja beber vino.
Después de tragarnos tres cuartas partes de la botella, volvió a bajar a la bodega y, esta vez, subió con vino blanco, una botella de Chassagne-Montrachet, para acompañar mi plato principal: una receta de mi invención, picadillo Parmentier de cangrejo a la trufa y el ajo.
—Heinrich —insistí—, le aseguro que se puede beber vino tinto tanto con el cangrejo como con el pescado.
—No conmigo. Existen reglas en la vida y hay que seguirlas. Si no, no seríamos mejores que los animales.
Se tragó el primer bocado de mi picadillo con un gruñido de satisfacción.
—La semana que viene —dijo— partiré una docena de días al frente del Este.
—¡Heinrich, nunca está aquí! —protesté.
—Tengo cosas que supervisar allí. Cosas muy importantes. Pero creo que no es necesario que se quede aquí esperándome. No le sienta bien. Le propongo pues marchar a Baviera en misión oficial. Realizará allí un informe sobre todos los trabajos que he realizado en materia de farmacología para dar más energía a mis SS y calmar las angustias de los deportados.
—De acuerdo —murmuré tras un instante de duda.
—Y después tengo una gran noticia para usted: el Führer nos invita a pasar dos días con él en Berchtesgaden, un fin de semana. Ha oído hablar de usted y de sus logros como cocinera.
Tras la cena, Heinrich me besó de nuevo para después retirar bruscamente sus labios y sus manos y volver a su habitación con la excusa de que necesitaba dormir sin falta. Mientras subía la escalera, se detuvo al cabo de cuatro o cinco escalones y repitió, con tono inspirado, una frase que decía haber oído días antes de la boca del Führer, y que me permitía comprender mejor su comportamiento: «Tengo miedo de traer la desgracia a las mujeres, tengo miedo de encariñarme».