7
Barcelona, abril de 1780
Constança había pensado despedir a todo el servicio y quedarse sola en la calle Carbassa. Imaginaba que tanto para Àgueda como para su hija y las mujeres que ayudaban a Monsieur Plaisir sería una especie de liberación, pero no fue capaz de prever la respuesta tan negativa que recibió.
De hecho, ninguna de ellas quería abandonar la casa y todas habían fantaseado en algún momento con la posibilidad de que fuera Constança quien continuara el negocio. Al fin y al cabo, hacía tiempo que sucedía así, y pensaban que los clientes, después de que el propio Manuel de Amat le hubiera ofrecido sus disculpas, olvidarían pronto el episodio del envenenamiento. La actitud del virrey había sorprendido a la joven cocinera y ella no consideró oportuno revelarle quién era, la hija del hombre que él había arruinado.
Todo esto producía en Constança una inquietud que alimentaba sus dudas. En Lima se habían visto pocas veces; a pesar de vivir en el mismo palacio, desde la muerte de su padre apenas había salido de la zona reservada al servicio. Pero ella estaba convencida de que su mirada hablaba por sí sola, que interrogaba a aquel hombre de manera secreta. Debía hacerse a la idea de que nunca obtendría respuestas y de que la vida le otorgaba una segunda oportunidad para salir adelante.
Dos cosas la preocupaban especialmente. Por un lado, la desaparición de Rafel, de quien no se había sabido nada desde el día en que había acompañado a Pierre a casa del virrey. A esas alturas ya debía de saber que no se habían presentado cargos contra él, pero continuaba sin dar noticias y Constança dudaba cada vez más de su regreso.
Por el otro, la situación de la casa donde aún vivían. Había hablado dos veces con el propietario, que desconfiaba de aquel grupo de mujeres. Quería cobrar un año por adelantado y le había dado de plazo hasta la semana siguiente.
La joven cocinera pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, entre sueños en que se mezclaban los rostros de Rafel e Iskay. Se decía que los había perdido a los dos, que con el primero había sido demasiado dura y al segundo solo le había ofrecido la cobardía de la niña incapaz de decidir por sí misma. Confiaba tanto en Antoine Champel… ¡Él sabía cuál era el camino a seguir!
No la sorprendió que Àgueda entrara en su cuarto sin avisar. Últimamente lo hacía a menudo con alguna excusa. Se quedaba mirando a Constança y le soltaba una retahíla de maldiciones y reproches por su encierro. Pero esta vez tenía un motivo que removió los temores de la joven.
—Ya le he dicho que no quieres recibir a nadie, pero esta mujer, Isabel Lobera, insiste en verte…
—¿Isabel? —repitió con extrañeza.
—No sé qué clase de negocio tienes con ella, pero no me gusta la gente que se oculta, y esta lo hace de todos y de todo.
—¿Por qué lo dices?
—Ha venido a pie y bien cubierta, como si no quisiera ser reconocida.
¡Isabel! La joven casi la había olvidado, pensaba que ya estaría muy lejos de allí, quizás en el palacio madrileño del que solía presumir. Curiosa por primera vez en muchos días, Constança se cambió de vestido y bajó al patio, donde le habían dicho que esperaba la dama. Parecía como si hubiera encogido bajo las ropas y la capucha verde que la cubrían.
—¡Celebro veros, pero os hacía muy lejos!
—No tengo nada que temer. Ya sé que no me delatarás, y es verdad que me voy muy lejos. He decidido hacer el viaje por Europa al que siempre me he negado, aunque lo deseaba. Pero no pienses que es una huida, en todo caso quizás intento huir de mí misma. Quiero entender lo que he vivido últimamente para olvidarlo después.
—Os comprendo —respondió Constança—. Yo tengo sentimientos semejantes.
—Pues… Lo he meditado mucho, y finalmente pensaba que no te lo pediría, pero ahora me das pie… ¿No quieres venir conmigo? Tú y yo podemos llevarnos muy bien, tenemos el mismo carácter. —Lo dijo sin mostrar el aplomo de otras veces: la peca oscura se hizo presente en un parpadeo inusual.
—No estoy tan segura… Además, hay gente que me necesita y espera mucho de mí —respondió la joven, y echó un vistazo al interior de la casa.
—En ese caso, me limitaré a desearte suerte. Ojalá encuentres lo que buscas.
Isabel Lobera se mantuvo en silencio unos instantes. Después cogió del brazo a la joven e hizo que la acompañara hasta la puerta.
—Estimada Constança, te debo un favor por tu silencio, pero creo que empiezo a conocerte un poco y no me será fácil pagártelo. No obstante, ¿me permites preguntarte si necesitas dinero?
—Os lo agradezco, pero Pierre era una persona rica y previsora. No me faltará de nada. Las cosas no han salido como esperábamos, pero ya no hay vuelta atrás.
—En eso tienes razón, tendremos que llevarlo para siempre sobre nuestra conciencia.
Se quedó pensando por qué se había negado a aceptar el dinero de aquella mujer. ¿Se podía invocar la dignidad cuando podían echarlos de la calle Carbassa? ¿Dónde irían a parar todas aquellas mujeres que parecían haberse entregado para siempre a Monsieur Plaisir?
—Ya veo que no me necesitas, pero te haré un favor, y no quiero nada a cambio, solo por tu lealtad… —dijo Isabel Lobera antes de despedirse para siempre—. Sé que estás preocupada por Rafel, pero se encuentra bien. Se oculta en casa de su amigo Abel, aunque te costará romper la barrera con que se protege.
—¡Rafel! —gimió Constança, y el corazón le dio un vuelco—. ¿Cómo lo sabéis?
—El dinero abre muchas puertas. Quizás algún día lo compruebes…
—Pero ¿qué sabéis? ¿Qué os ha llevado a seguir su rastro? —preguntó Constança atropelladamente.
—Lo sé todo, pequeña. No puedo dejar rastros que me comprometan. Ese chico salvó la vida del virrey, y él necesitaba saber los motivos. Entenderás perfectamente que yo dudara de él, ¿verdad? No fue difícil localizarlo cuando puse en marcha mis contactos. Y sí, en un primer momento pensé en hacerlo desaparecer, pero después me pareció innecesario.
—¡Virgen Santa! —exclamó la cocinera con el rostro contraído por el dolor.
—No te aflijas. Por amor se hacen las mayores locuras. Él quería protegerte, pero es torpe. Quizá solo sea joven y esté enamorado…
Al decir aquellas palabras, la arruga que un día Constança le había descubierto junto a la boca pareció acentuarse.
—¿Puedo haceros una pregunta? —pidió Constança con un hilo de voz.
—¡Claro! Si está en mi mano responderla.
—Yo creo que sí. Vos siempre os habéis creído capaz de cualquier cosa, ¿verdad?
—No, Constança, no. Solo que, con los años, pierdes los dientes con la misma rapidez que los sueños.
—Pero ¡vos sois poderosa!
—Es posible, pero todo mi poder no me ha ayudado a encontrar la felicidad. ¡Ya lo ves!
Isabel se alejó en dirección a la puerta y Constança no la siguió. Esperaría un momento antes de correr a la casa de aquel estudiante, quizás el último lugar donde habría buscado a Rafel.
Pero le preocupaba más el porqué de su silencio. Lo había tenido a unas calles de distancia durante todas aquellas semanas…
¿Cómo se podía estar tan cerca y, a la vez, tan lejos?
Constança le pidió a su sirvienta ropa vieja. Quería pasar inadvertida cuando transitara por aquellos callejones llenos de inmundicia que rodeaban la calle Milans, una travesía de la calle Avinyó. A pesar de que no dio ninguna explicación a Eulària, ella trató de disuadirla por todos los medios.
—¡Ay, señorita Constança, no es necesario tentar al demonio, que ya tenemos bastantes desgracias! —suplicaba mientras la veía cubrirse el pelo con un pañuelo raído.
Salió de la casa con un fardo a la espalda. No levantó la vista del suelo y solo los vómitos y las defecaciones que embadurnaban la calle hicieron que aminorara el paso para esquivarlos. Cuando llegó a la calle Ataülf, para no pasar demasiado cerca de unos guardias se detuvo en un portal.
Al parecer, algo no iba bien. Pidió al cielo que Rafel no tuviera nada que ver. Por los comentarios que iba oyendo, un hombre se había escapado y tal vez lo habían herido. Constança se acercó a un grupo de gente que parecía estar informada.
—¿Cómo es posible que haya sobrevivido con una argolla al cuello y grilletes en los brazos entre cuatro paredes? —decía con aspavientos una vieja vestida de negro.
—¡Y cómo ha podido aguantar comiendo solo mendrugos de pan y agua! —exclamó otra más joven pero igual de desdentada.
—¡Cuatro años son muchos años! ¡Pobre hombre!
La cocinera respiró aliviada al oír aquello. Por lo que pudo entender, se trataba de un fraile alemán al que habían retenido en el convento de Sant Josep. Aquellas mujeres explicaban que mientras el lego que lo cuidaba se había ausentado para vaciar el orinal él había aprovechado para huir hasta la sacristía. No le resultó difícil salir por la puerta de la iglesia, ya que los frailes estaban en el coro y el joven sacristán, que no sabía nada del encarcelamiento, creyó que se trataba de un pobre del hospicio al verlo descalzo y con harapos.
El fraile fugitivo llegó a la Rambla y después entró en la Boqueria. Dos mujeres, al descubrirlo, lo condujeron hasta la catedral y, desde allí, por orden del vicario general, el ilustrísimo La Vega, al convento de Sant Francesc.
—¡Estoy harta de tanta miseria! —musitó Constança casi sin mover los labios.
Nada la detuvo hasta que encontró la casa de Abel y llamó a la puerta. Al estudiante le costó reconocerla, pero al oír su voz la hizo pasar.
—¿Dónde está Rafel? —preguntó ella mientras se quitaba el pañuelo de la cabeza.
—Ha salido —respondió el chico de las gafas.
—Necesito verlo. ¿Está bien?
—Sí, está bien. Yo ya le digo que no tiene por qué ocultarse, que él no ha hecho nada malo, en todo caso al contrario. A él también le alegrará verte. A ver si consigues…
—¿Le alegrará, dices? ¡Hace un mes que espero sus noticias! ¿Es que no tiene sentimientos? Se ha criado como una bestia y está acostumbrado a hacer lo que le viene en gana. ¡Es un desgraciado!
No tuvo tiempo de añadir nada más, pues Rafel entró por la puerta justo cuando ella daba un puñetazo sobre una mesa carcomida. El joven la miró con una amplia sonrisa, pero cuando se disponía a decir algo, Constança se arrojó a sus brazos. Abel supo que lo mejor que podía hacer era dejarlos solos, así que cogió su capa de lana y salió a la calle.
Solo una cortina de saco separaba la única habitación que había en la casa. La joven pareja hizo el amor con desasosiego, como si les fuera la vida, y tan solo cuando el esfuerzo mermó los movimientos de los cuerpos recuperaron la palabra.
—Gracias… —dijo Constança con un suave murmullo.
Rafel la miró y enarcó las cejas, como si aquella sencilla palabra exigiera una explicación.
—No me habría perdonado ser la causante de la muerte del virrey. Me dejé llevar por mi propia insatisfacción. Quién sabe si él tuvo algo que ver con la muerte de mi padre, tal vez…
—Pero tu Pierre no tuvo tanta suerte —la interrumpió el joven, muy serio.
—Eso fue un accidente. Yo no quería… Lo siento mucho, no merecía morir de aquella manera. Rafel, quiero marcharme —dijo de golpe Constança, con lágrimas en los ojos.
—¿Marcharte, dices?
—¡Quiero comenzar de nuevo, ya no soporto esta ciudad!
—¿Cuándo acabarás de huir, Constança? —preguntó Rafel con frialdad.
Ella lo miró, muy seria. No era eso lo que necesitaba.
—¿Es que no lo entiendes? Me resulta insoportable volver a poner en marcha el negocio como si no hubiera pasado nada. Isabel me ha invitado a viajar con ella por Europa, allá hay cocineros de gran prestigio. Quién sabe, tal vez París…
—¡Otra que huye! ¿Allá, qué? En todas partes hay malnacidos, en todas partes encontrarás motivos para quedarte y también para marcharte. ¡Nunca se comienza de nuevo! Por otra parte, la ciudad que dices no soportar tan solo es la que tú has creado, hay muchas otras posibles. ¿No te enseñó eso tu amigo Iskay?
—¿Acaso estás celoso?
—Dejémoslo correr. Pronto cumplirás veinticinco años y pareces una criatura malcriada.
—¡No tienes derecho a decirme eso!
—¡Sí que lo tengo! Ese es tu problema. Nadie te ha plantado nunca cara.
—¿Y tú lo harás?
Constança estaba sorprendida. Con los ojos bien abiertos, no daba crédito a las palabras de Rafel. Dispuesta a marcharse, cogió de un tirón el pañuelo y el hatillo que había dejado sobre el banco, pero antes de que llegara a la puerta él le cerró el paso.
—Aún no te he dicho todo lo que quería, y esta vez tendrás que escucharme.
Después de forcejear un poco, Constança quedó sentada sobre la mesa, atrapada por el cuerpo de Rafel. Los ojos de ambos se encontraron a escasa distancia, enfrentados.
—Es en esta posición que nadie nunca te ha plantado cara, de igual a igual, Constança. Pasaste de vivir bajo el amparo de tus padres a tener la protección de Antoine, y después de tus abuelos…
—¿Mis abuelos? ¿Cómo te atreves? ¡Me trataron peor que a una criada!
—Las criadas tienen un lugar donde dormir, comen cada día, no necesitan robar para saciar el hambre.
—Pero yo…
—Tú pensaste que llegarías aquí y que Barcelona se arrodillaría a tus pies, que en cuatro días tu habilidad en la cocina te llevaría a la cumbre, ¿verdad? No basta con ser buena, la vida es dura. ¡Mira a tu alrededor, tu último hallazgo fue esa casa de Pierre Bres, o Monsieur Plaisir, como quieras llamarlo!
—¿Y tú mientras tanto qué hacías, eh? ¡Tú y tu maldita revolución! No lo has pensado, ¿verdad? ¿No has pensado que tal vez también se trata de una huida? —replicó Constança plantándole cara con los ojos encendidos por la rabia.
Entonces Rafel la levantó en brazos y la puso de nuevo en el suelo.
—¡Esa ropa que llevas te sienta muy bien! ¡Vamos!
Rafel no le dio ninguna oportunidad de revolverse, ni siquiera de preguntar adónde la llevaba. A empellones la sacó de la casa y, cogida del brazo, hizo que lo acompañara sin que la cocinera opusiera resistencia. En la parroquia de Sant Just estaban de fiesta los arrieros de la plaza y los carreteros de mar, y en la esquina de Bonsuccés celebraban los peleteros, que tenían al glorioso santo por patrono. Pero ellos no se detuvieron. Rafel caminaba como si el mismo diablo lo hubiese imbuido de energía y ella lo seguía con dificultad.
Al llegar a los muelles, el chico le mostró cinco grandes embarcaciones.
—Míralas bien. Son holandesas y traen treinta mil cuarteras de trigo, además de judías y otras legumbres… ¡Es comida!
—¿Y qué quieres decir con eso? ¡No entiendo nada!
—Hay otras noventa mil cuarteras en los Alfaques y dicen que las conducirán a Cádiz. El precio de la carne y la sal va en aumento y la dificultad de encontrarla está llevando a mucha gente a la miseria. Solo debes salir a la calle para ver que los impuestos hacen estragos entre la población. El precio de la guerra contra Inglaterra y los saqueos por mar son cada vez más frecuentes. ¿Cuánta gente piensas que puede comer con lo que nos llega por mar? Yo te lo diré: ¡los de siempre! Deja de mirarte el ombligo, pues, y observa lo que pasa a tu alrededor.
Rafel la cogió por la barbilla y le dirigió la cara hacia una mujer que llevaba un niño de pecho al cuello. Descalza y sucia, daba puntapiés a un perro famélico para quitarle de la boca un pájaro muerto. La cocinera puso cara de asco y se llevó las manos al estómago.
—Esa es la cara del hambre, sus voces no se oyen en los palacios de tus nobles. Ni un solo grano de los que transportan estas naves les será concedido, Constança. Si es preciso, yo y todos los que creemos en la justicia las tomaremos al abordaje. No pienso mendigar lo que por derecho nos pertenece.
De golpe, los ojos azules de Constança adquirieron una luz muy especial y sus labios articularon una sola palabra que Rafel no logró entender.
—¿Qué pasa? ¿Qué dices? —preguntó el joven, sin comprender su cambio de actitud.
—¡Me parece que ya lo tengo! Sé cómo podemos ayudar a todos aquellos que, tal como dices, pasan hambre. Convoca a tus hombres, al atardecer os espero en la calle Carbassa. ¡Traed azadas y sacos, que yo pondré el carro!
Mientras Rafel y sus hombres enfilaban la calle Carbassa, los bostezos de la Oleguera, precedidas por el repiquete de la campana de las horas, daban aviso de que ya oscurecía en la ciudad.
Constança bajó la escalinata descalza, con paso firme y decidido. Llevaba una falda de color esmeralda, de tela ligera, larga hasta los tobillos. Era la misma que se había puesto nueve años atrás, el día que había subido a la fragata La Imposible en Cartagena de Indias. La blusa era blanca, con un escote amplio, y sobre la piel morena lucía el amuleto de Iskay. Unos pasos detrás la seguían, como si se tratara de su corte, Cecília, Àgueda y Eulària.
Abel, el estudiante, se colocó con gesto torpe las gafas que estaba limpiando, y tanto Josep como los demás hombres se dejaron de cábalas sobre lo que se proponía la joven cocinera para admirar lo que se presentaba ante sus ojos. El corazón de Rafel se disparó irremediablemente. Aquella sensación de estupefacción no la provocaba solo una indumentaria tan alejada de la moda del momento; se habían quedado perplejos porque el cuerpo de Constança irradiaba una fuerza que hasta entonces no habían tenido ocasión de captar.
Bastó un gesto de su mano para que los hombres la siguieran hasta el huerto. Algunos habían encendido antorchas, pero eran del todo innecesarias con la luna llena de aquella noche de finales de mayo; a pesar de la claridad, los portadores avanzaron con cautela hasta el lugar que Constança les señaló.
—Mi amigo Iskay la denominaba Madre Tierra —dijo la joven con firmeza, al mismo tiempo que hincaba los pies entre los bancales—. Decía que no entendía la vida ni la felicidad sin una relación íntima con la tierra. ¡He estado tan ciega que no lo había pensado antes!
—¿Se puede saber de qué hablas? ¿A qué viene todo esto? —preguntó Josep, a quien le gustaba ir al grano y comenzaba a inquietarse.
Tras un breve silencio, la cocinera cogió los escardillos y, con la parte posterior de la hoja dividida en dos puntas largas, comenzó a desterronar la tierra. Entonces, una a una fue tirando de las plantas y desenterrando los tubérculos para mostrárselos como quien exhibe un trofeo.
—Pero… ¡si son patatas! ¿Nos estás tomando el pelo? —refunfuñó Josep, aún más nervioso.
—¡Dejadla hablar! —ordenó Rafel, cada vez más curioso.
—En Lima las llaman papas, y hay de muchas clases diferentes. Es uno de los alimentos básicos para el pueblo.
—¡Tú has perdido el juicio! —le espetó Grau, el hombre procedente de Albons—. Aquella gente son salvajes, están por civilizar. Eso que tienes en las manos es comida para cerdos, la iglesia ha dicho que no debe comerse…
—Incluso hay quien afirma que puede provocar la lepra… —interrumpió Josep y, lanzando los sacos al suelo, inició el camino de vuelta.
—¡Espera! Todo el mundo dice lo que le conviene que creamos, o lo que le hace decir la ignorancia. Yo lo he visto, he visto plantaciones enteras de colores y medidas diferentes.
—¿Y después de nueve años nos vienes con esta historia? —preguntó Rafel, que ya no sabía qué creer.
—¿Qué querías que hiciera? ¡Era apenas una niña! Veía las flores en los jardines, sí, pero… En casa de Monsieur Plaisir nunca entró una, él no lo habría permitido. ¡Cocinábamos para los ricos!
—¿Y por qué las plantaste, entonces? —preguntó Josep.
Constança se quedó cortada. No podía responder a esa pregunta sin hablar de la preparación del veneno.
—¡Como decoración! —se adelantó Àgueda—. Las hizo plantar Monsieur Plaisir, sus flores lo fascinaban.
—¡Escuchadme! Nos necesitamos. Juntos…
—Tú lo que necesitas es una buena temporada en un sanatorio —dijo despectivamente el Tuerto.
—¡Yo las puedo cocinar, puedo hacer un plato muy especial! Dejadme que os lo muestre. Si consigo enamorar a la nobleza, si las pongo en su mesa sin que sepan lo que son, convenceremos al pueblo. ¿Por qué no me creéis?
Una voz desconocida, salida de la oscuridad, respondió:
—Yo te creo, Constança, y quiero formar parte de este negocio —dijo Pedro mientras la llama de una tea le iluminaba el rostro.
—¿Se puede saber quién le ha dicho a este que estábamos aquí? —dijo Abel frunciendo el ceño.
—Se lo he dicho yo —respondió Cecília—. Me pidió que lo tuviera informado el día que se llevaron presa a Constança, y yo no falto a mi palabra. Gracias a él…
—Ya está bien de halagos —la interrumpió el joven—. Ya sabéis que mi intervención es interesada. Además, últimamente, me aburría mucho. Di lo que tengas que decir, Constança.
Aquel chico esmirriado nunca dejaba de sorprender a la cocinera.
—La gente tiene hambre. Nosotros no podemos pagar lo que nos piden por el alquiler de la casa y yo quiero llegar muy alto haciendo lo que más me gusta. En este trozo de tierra podemos encontrar una respuesta, una esperanza, si queréis, que permitirá que cada uno de nosotros haga su propia revolución.
La cocinera siguió hablando un buen rato, lo tenía todo pensado: la manera de prepararlas, diversas recetas, la forma en que las presentaría, cómo la gente iría acostumbrándose a aquel tubérculo, y las plantaciones que salvarían a mucha gente del hambre. Les repetía una y otra vez que, trabajando cada uno en aquello que sabía hacer, lo podrían conseguir.
Más tarde, cuando la luna estaba en el centro del cielo, cinco hombres llevaban un carro de sacos hasta el almacén de la casa. Delante iban Constança, Àgueda, Eulària y Pedro.