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Barcelona, invierno de 1773
A medida que Constança iba pasando el algodón por el lienzo pintado al óleo, el manto blanco de aquella Virgen despertaba a la vida.
Ventura había tenido la esperanza de que la tarea encomendada captara el interés de la chica. Todos estaban preocupados por el mutismo en que se había sumido desde el día de aquellas ejecuciones públicas. Pero por mucho que se obstinaron, no hubo manera de sonsacarle una palabra sobre el incidente sufrido. Al volver a casa había dejado que le curaran las heridas en los brazos y la cara, además de un corte en la mano que le dejaría cicatriz. A pesar de que incluso doña Jerònima insistió varias veces, se negó a ser visitada por ningún médico.
Vicenta y Rita le dieron sopa de tortuga durante dos semanas seguidas. Esto fue todo lo que toleró su estómago.
Con un gesto que sorprendió a todo el mundo, doña Jerònima permitió que Constança abandonara las tareas más duras y, complaciendo a Ventura, se dedicara a otros menesteres.
—¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo! La lejía virgen de palmitos hace milagros. ¿Verdad que parece nuevo? —le decía el hombre con grandes aspavientos.
Constança, por toda respuesta, asentía con la cabeza sin demasiado entusiasmo. Pero Ventura no se daba por vencido.
—¡Es una tarea muy delicada, no puede hacerla todo el mundo! Es importante prestar atención, fregar lo justo, ni poco ni demasiado. Después le pasaremos agua bien clara y esperaremos a que se seque.
—De acuerdo —musitó la joven.
—¡Hacía tiempo que no reparaba ninguno! Ya conoces a tu abuela… Dice que este tipo de encargo no está bien pagado por el esfuerzo que hay que dedicarle. Pero entre los dos acabaremos antes, y también es más entretenido.
Al ver que con aquella estrategia no se produciría el cambio de actitud deseado, Ventura cogió otro algodón y se dispuso a ayudarla.
—¡Fíjate! ¡Los rasgos faciales de la Virgen habían desaparecido del todo! ¿Lo ves?
Un tul casi transparente surgió por debajo del manto. Caía con delicadeza sobre la frente de la imagen y acentuaba su gracilidad. Pero Constança no hizo ningún gesto que denotara sorpresa, y aún menos satisfacción. Acabaron la tarea hacia la tarde sin cruzar apenas más palabras.
—Quizá mañana, siempre que tengas ganas, le daremos una capa de aceite de linaza —comentó finalmente Ventura; pero su voz, lejos del entusiasmo inicial, estaba ahora llena de resignación.
Le habría gustado explicarle que había que añadir un trozo de sal de Saturno del tamaño de una almendra y calentarlo hasta que se fundiera. Y que, una vez finalizada la operación, era importante proteger el cuadro para que el polvo no se quedara pegado. ¡Le habría gustado mostrarle tantas cosas! Pero no se vio con ánimos, era igual que hablarle a una pared.
—Si no os molesta, me quedaré un rato —dijo la chica mientras recogía los utensilios utilizados.
—Bien, bien. Yo ya me retiro.
A la luz de la lámpara de aceite, Constança paseó la mirada por el rostro joven de aquella Virgen en actitud de plegaria y recogimiento. Las cejas ligeramente insinuadas, la boca pequeña y los ojos en dirección al pecho transmitían serenidad y cierta melancolía. Le pareció tan cansada como ella misma.
«A veces la vida va cuesta arriba y las cosas se tuercen sin que puedas evitarlo. O, simplemente, te dejas arrastrar, cansada de aferrarte a la crin de un sueño.» Estos eran los pensamientos que ocupaban a la joven Clavé cuando aquella noche gélida de comienzos de febrero la visitó en el desván de la casa de los Martí.
Nadie fue a buscar aquel cuadro, nadie reclamó la Virgen, ni al día siguiente ni durante las semanas siguientes. Los habitantes de la ciudad estaban consternados por la inesperada noticia del sorteo de quintos. No se entendía que no fuera la misma sociedad catalana, por decisión propia, quien eligiera el método utilizado para determinar qué hombres debían servir al soberano en su ejército.
La súplica que la Junta de Diputados de los corregimientos catalanes había enviado al rey consiguió apaciguar los ánimos durante los primeros días. Pero con el paso del tiempo, sin ninguna respuesta que echara luz sobre la situación, se enturbió la esperanza y la inquietud por las consecuencias de aquella orden real que se extendió por doquier.
—Me parece que tardaré mucho tiempo en comprar tabaco, Jerònima. Mi marido se ha marchado a Francia y se ha llevado a mi hijo mayor. No podemos correr el riesgo de esperar el sorteo para ver si les toca formar parte del ejército —exclamaba doña Isadora, la mujer de un importante empresario textil.
—Todo acabará bien. ¡Ya lo veréis! Estoy convencida. Pasará lo mismo que hace tres años, reflexionarán y se echarán atrás. El rey será magnánimo y atenderán a razones, no les conviene ser tan osados. A la larga perjudicaría los intereses de la Corona. ¿Cómo quieren que paguemos los tributos si nos dejan sin manos jóvenes para trabajar las tierras? —respondió la droguera.
—¡Vos lo habéis dicho, Jerònima! ¡Y tampoco se pueden permitir detener las producciones de indianas! ¡Estos tejidos de algodón estampado han sido posibles gracias a la iniciativa de comerciantes y tenderos, que se han dejado la piel haciendo una gran inversión en tiempo y dinero! Si hacen un sorteo de quintos, sin manos jóvenes que puedan trabajar, el esfuerzo invertido no conducirá a nada. ¡Muchas familias iremos a la ruina! —añadió una joven con un pañuelo que le cubría el cabello; la energía de sus palabras contrastaba con su aspecto delgado y frágil.
Rita había dejado de pregonar las nuevas mercancías en la puerta de la droguería. Escuchaba con atención a aquel grupo de personas que cada vez era más numeroso y se mostraba exaltado en sus opiniones.
—Necesitan hombres en el ejército, y para abaratar costes reclutarán a los más jóvenes. Es una vergüenza que no tengan en cuenta nuestras necesidades —apuntó Ventura.
—Pues que paguen bien y abran las listas de voluntarios. ¡A ver si hacen limpieza de pillos y delincuentes! —exclamó doña Jerònima.
—¡Por el amor de Dios, no se dan cuenta de que eso es una locura! ¡Qué saben los hombres de ciudad o del campo de usar un arma o de disciplina militar! La guerra, para los militares… —insistió la joven del pañuelo, cada vez más agitada y a punto de romper a llorar.
—Tranquilizaos, señorita. ¡La súplica ha sido unánime! Tanto el marqués de Sentmenat como el de Gironella, conjuntamente con los alcaldes de las ciudades de Tortosa, Cervera, Tarragona, Lleida y Girona, entre otras, han hecho piña en la defensa de nuestros derechos.
Un hombre mayor, apoyado en su bastón de empuñadura dorada, había tomado la palabra. Parecía plenamente convencido de sus afirmaciones. Todos los reunidos se dispusieron en corro y, ora uno, ora otro, le iban haciendo preguntas. Al cabo de un rato, habían llamado la atención de los paseantes y también delante de la tienda se formó un grupo donde cada uno daba su parecer.
—¿De qué nos sirve mantener los cuatro batallones de infantería ligera?
—¿Quién conoce mejor que ellos las costas, la frontera y el problema del contrabando?
—¡Nadie protegería mejor nuestras torres y plazas!
—¿Habrá guerra?
La voz aguda de Rita se dejó oír con claridad. Bien que sabía que tenía prohibido inmiscuirse en las conversaciones de los mayores, pero se dejó llevar por un impulso. Se llevó la mano a la boca, como si así pudiera silenciar la pregunta ya formulada. Todos la miraron.
—No, bonita, no —respondió, suavizando la voz, el hombre del bastón.
Pero lo que sucedió a lo largo de aquella semana no presagiaba nada bueno. Cada vez eran más los hombres que huían del sorteo que podía llevarlos a engrosar las huestes del ejército. Se contagiaban las dudas entre ellos, y familias enteras se separaron con la promesa de reencontrarse cuando todo aquello hubiera pasado. Algunos se ocultaron en las montañas, o acumulaban víveres en previsión de los inciertos tiempos venideros. Otros, aprovechando el caos que reinaba en Barcelona, delinquían sin encontrar demasiadas dificultades. Y, como no podía ser de otra manera en tiempos de agitación, el lema era ¡sálvese quien pueda!
Fue justo antes de cerrar las puertas cuando un grupo de jóvenes empujó a Ventura y se metió en la droguería. Doña Jerònima chilló, al darse cuenta, pero no le sirvió de nada. Fue agredida por uno de los asaltantes con la mano de mortero que había sobre el mostrador. Después todo ocurrió muy rápido: mientras dos bribones vigilaban que nadie se moviera, otro vigilaba la puerta y el cuarto vaciaba el cajón del dinero.
Rita ya había subido al piso de arriba para preparar la cena y, en un primer momento, Constança y la criada no se preocuparon por el revuelo que oían. La abuela se enfadaba cada dos por tres, y aquellos arranques eran habituales. Cuando fueron conscientes de lo que en realidad estaba pasando, se dijeron que poco podían hacer. Nada indicaba que les hubieran hecho daño, salvo robar la recaudación del día, y ninguna de las dos, por motivos bien distintos, tenía la sensación de que le debiera nada a aquella mujer.
Camufladas detrás de unas tinajas de arcilla llenas de cola procedentes de Montblanc, escuchaban el griterío y rezaban para que los ladrones no las descubrieran y se marchasen haciendo el menor mal posible.
—¿Esto es todo lo que habéis recaudado? ¿Esta miseria? —se quejó el que parecía el cabecilla.
—¡Cógelo y vámonos! Creo que se acerca alguien…
Instintivamente, la patrona de la droguería esbozó una sonrisa, cosa que desató la ira del ladrón que llevaba la voz cantante.
—¡Bruja, más que bruja! Escuchadme bien: no estoy para historias y hablo en serio, decidme dónde guardáis el resto u os envío al otro barrio —espetó, poniendo en el cuello la pequeña navaja con que la amenazaba.
Pero doña Jerònima no era de las que bajan los ojos y, plantándole cara, apretó los labios con fuerza. Aquella actitud desafiante enfureció aún más al joven, que, con brusquedad, optó por cambiar de víctima. Cogió por el cuello a Ventura, que en aquel instante buscaba la oportunidad de llegar a la calle en busca de ayuda. No obstante, los asaltantes eran cuatro y llevaban cuchillos, y él no estaba dispuesto a dejarse la vida por cuatro reales. Infructuosamente, con la mirada intentaba comunicar esta idea a su mujer.
—Muy bien. ¿Quién tiene ahora la sartén por el mango, eh? ¡Sois escoria! Laméis el culo a los poderosos que os cosen a impuestos. ¡Pero eso se ha acabado! Necesitamos dinero para la causa. Las cosas deben cambiar, la gente tiene hambre y ahora pretenden que nos alistemos para ir a morir fuera de casa…
—Déjate de chácharas y vamos. ¡Te digo que se acerca alguien!
La segunda vez que oyó aquella voz, Constança decidió salir de su escondite, para espanto de la criada. Vicenta, sacudiendo enérgicamente la cabeza, desaprobó aquel acto temerario que las comprometía a las dos, pero la chica ni siquiera la miró. Primero dio pasos cortos y pausados, como si se tomara tiempo para pensar; después sus pies cogieron ritmo, toda ella lo cogió. Tenía que salir de dudas, saber si aquel era el chico de la bodega de La Imposible.
Cuando la joven se precipitó en la tienda, el último de los ladronzuelos acababa de salir a toda prisa. Constança le fue detrás, pero ya era demasiado tarde. El joven se esforzaba por que ninguno de los objetos que había recogido se cayera del hato que llevaba bajo el brazo. Esta inquietud y una leve cojera hacían que cada vez se rezagara más respecto a sus compinches.
—¡Eh! ¡Espera! —gritó Constança, antes de que Ventura la detuviera y la hiciera entrar.
La respuesta negativa a aquel reclamo habría sido diferente si aquel día, en el barco, el joven desconocido le hubiera dicho cómo se llamaba.
Algunas moscas y una hilera de hormigas rodeaban las manchas de grasa adheridas a la madera. En aquel espacio ahora sucio y desordenado se habían hecho, siempre siguiendo los consejos de Antoine Champel, mezclas impensables para la mayoría de los habitantes de Barcelona. Hacía meses que nadie ordenaba aquel habitáculo caótico. Constança usaba el palomar para dormir, y solo se retiraba allí cuando el cansancio era tan profundo que le impedía ver más allá de la cama estrecha donde se acurrucaba.
Sobre la mesa había una recua de recipientes y frascos con restos de productos, así como el alambique que Ventura le había ayudado a construir, siempre a escondidas. Ciertamente era bastante rudimentario, pero había sido útil para destilar romero y obtener una esencia que nunca encontró destinatario. Pensaba dársela a Rodolf para su madre, pues siempre decía que ella se quejaba de los huesos…
Ninguna flor había adornado la pequeña mesa del palomar después de la desaparición del chico, y tan solo unos tallos secos recordaban lo que en otro tiempo prometía ser un bonito jardín de hierbas aromáticas en un rincón del tejado.
Después del asalto a la droguería, la chica pareció experimentar una ligera mejoría. La esperanza de que el marinero a quien había ayudado no hubiera muerto durante la travesía de La Imposible se había convertido, de golpe, en una certeza. Pero estas sensaciones duraron muy poco. Aquel chico, como todos los demás, había desaparecido de su vida oscura y miserable tras su fugaz paso por la droguería, y todo indicaba que el mundo no tenía la costumbre de volver atrás.
Un recuerdo la llevó a otro, y su vida anterior se le apareció tan irreal como un sueño. ¡Habían pasado dos años que le parecían toda una eternidad! Podía sentir cómo el tiempo y las circunstancias la habían convertido en otra persona, pero lo más grave era que aquello parecía no importarle demasiado. Solo con aquella actitud guiada por la indiferencia podía enfrentarse al vacío que se había instalado en su interior y ser capaz de desplazar el dolor.
La paloma blanca que la visitaba a menudo apareció de nuevo en la pequeña ventana del desván. Como hacía siempre, después de un rato de haberse posado arrulló para llamar su atención.
—¡Márchate! ¡Vete!
Al ver que el ave no tenía ninguna intención de emprender el vuelo, lanzó una sandalia contra la pared.
—¿Es que no me oyes? ¡Te digo que te marches! No tengo nada para ti… No tengo nada para nadie —añadió a media voz.
A pesar de que sentía el cuerpo baldado, el sueño no la visitaba hasta altas horas de la madrugada. Aquella noche no sería una excepción. A la luz de una vela, se entretuvo haciendo dibujos sobre el polvo que cubría su baúl. Sin que la voluntad interviniera, sus dedos escribieron el nombre de Pierre Bres. Al darse cuenta lo borró con la palma, que después limpió en la ropa. Por un momento estuvo tentada de abrir la caja y sacar la flauta, pero desistió.
—Iskay… —pronunció con un susurro amoroso.
Tendida sobre el catre, buscó el amuleto enganchado a su cabello y lo miró detenidamente. Había pasado mucho tiempo, pero no había perdido el color y tampoco la firmeza. Entonces un pensamiento funesto le cruzó por la cabeza y, trastornada, congeló el gesto. Muy despacio, se lo acercó a los labios hasta rozarlos levemente. Su jadeo se aceleró.
—¡Cuidado! ¡Es muy venenosa! —le había advertido su amigo al explicarle la procedencia de la semilla.
Jugueteó un rato con la idea de la muerte. Se imaginaba fría sobre la cama, el llanto sin consuelo de Vicenta, la incomprensión de Ventura, el enojo de la abuela. Pensaba en cómo le dolería a aquella vieja avara gastarse el dinero en un ataúd, y en los improperios que debería aguantar su pobre marido. Les podría dejar una carta, pero bien mirado tampoco sabría qué decir. Quizá Rita dejaría de pregonar los productos en la puerta y debería sustituirla en la trastienda. Pero al margen de esto, sabía que las consecuencias de su acto no irían más allá; en poco tiempo todo el mundo la olvidaría, como si nunca hubiera vuelto a Barcelona, y ella se reuniría con sus padres, a los cuales añoraba tanto.
Pasó la punta de la lengua sobre el fruto, pero no hincó los dientes, aún no.
Un sonido desvió su atención.
—¡Eres la paloma más tozuda que conozco! Déjame tranquila…
Pero esta vez el comportamiento de la paloma fue diferente. Lejos de espantarse, ahuecó las plumas del cuello y después, con la cabeza inclinada, comenzó a dar vueltas trenzando círculos.
—¡Tú también te has vuelto loca, eh!
Al observar cómo se disponía a repetir aquella extraña ceremonia, Constança se levantó abrigada con el jergón y se dirigió hacia el ave.
—¡Vaya, vaya! No era a mí a quien dedicabas tu danza, ¿eh?
Al otro lado, sobre una viga, otra paloma del mismo color parecía aceptar de buen grado el cortejo.
—No estoy para bromas, pero haced, haced… Me parece que por hoy ya tengo bastante —dijo, bostezando.